c) Pedro en el escrito llamado 2 Pe
Estamos con gran seguridad ante el escrito más reciente del NT, el del cierre del canon. Algunos lo datan por el año 120 o incluso más tarde. Esta obra deja entender que ya están coleccionadas algunas cartas de Pablo y se leen en la liturgia junto con los escritos sagrados recibidos de Israel, el Antiguo Testamento: por primera vez escritos del NT son designados como «Escrituras» (2 Pe 3,16).
Por otra parte, la Iglesia pasa por momentos de incertidumbre doctrinal. Como ya hace tiempo (pensemos en las cartas pastorales o tritopaulinismo), los falsos doctores, con sus herejías, son una amenaza para la comunidad cristiana; algunos interpretan las profecías a capricho (1,20-21); otros, dado el aplazamiento de la parusía, niegan que vaya a producirse (3,4ss: pou estin he epaggelia tês parousias?)… Y aquí tenemos quizá lo más original del escrito: el autor, supuestamente Pedro, que finge incluso ser autor de la 1 Pe (2 Pe 3,1: «es la segunda vez que os escribo»), echa mano de «la sabiduría que Dios concedió a Pablo, el querido hermano» (3,15), autor de cartas que algunos malinterpretan. Por ello, el autor defiende la necesidad de un magisterio petrino, encargado de custodiar las Escrituras (incluidas las cartas de Pablo) y de interpretarlas correctamente.
Podríamos decir que 2 Pe pretende cerrar el NT, entendido este fundamentalmente como los escritos que llevan el sello de Pedro y Pablo (los del DA han quedado prácticamente absorbidos): Pedro para el corpus evangélico, Pablo para el corpus epistolar (tal como pueda conocerlo el autor en su momento: no está cerrado el canon). Pedro tendría un papel dirigente indiscutible e indiscutido, pero Pablo sería el maestro imprescindible que le prestaría esa sabiduría extraordinaria que Dios le concedió. Y este papel dirigente y servicio magisterial se pretende que sea duradero, que tenga algún tipo de prolongación o sucesión: «Pondré empeño en que, en todo momento, después de mi partida, podáis recordar estas cosas» (2 Pe 1,15).
Conclusiones o síntesis
1. No se puede razonablemente negar un papel destacado de Pedro en el seguimiento histórico de Jesús ni una encomienda pastoral del Maestro, haciéndole de algún modo cimiento del nuevo «edificio» o nuevo Pueblo de Dios.
2. Pedro fue el primer discípulo destinatario de una aparición pascual y el que lidera la reorganización del grupo que resultará más influyente dentro de la pluralidad inicial de comunidades cristianas. Su intervención en el llamado «Concilio de Jerusalén» y en otros momentos críticos del crecimiento de la Iglesia fue decisiva. Tal vez, la importancia que Pablo, hacia el año 55, concede a la comunidad de Roma, «cuya fe –reconoce– es alabada en todo el mundo» (Rom 1,8), y a la que «varias veces se ha propuesto visitar» (1,13), responda en parte a la presencia de Pedro allí, cuya autoridad el propio Pablo percibió en Jerusalén y Antioquía.
3. En la tradición evangélica, incluida la joánica, se da un indiscutible «crecimiento» de su figura, signo de lo que representaba para dichas Iglesias, pero nunca una idealización: nadie disimuló las negaciones y apenas otros errores.
4. Sin negarle el puesto mencionado, algunas Iglesias se desarrollaron seguramente al margen de su influjo (comunidades paulinas, joánicas…) y reclaman autonomía respecto de él.
5. Con el paso del tiempo, las diversas Iglesias van acercando posiciones y limando aristas, y, en este acercamiento mutuo, el reconocimiento de la autoridad de Pedro es una componente fundamental. Así lo muestra Jn 21 respecto de las comunidades joánicas y 1 Pe respecto de las paulinas. Hacia la época del cierre del NT se entiende que Pedro, autoridad indiscutible para la mayor parte de las comunidades, debe custodiar el tesoro de la teología paulina y apoyarse en ella, y respetar la aportación peculiar del DA y sus comunidades.
6. Esta afirmación de la autoridad de Pedro, cuando ya hace muchos años que ha muerto, sugiere que su ministerio deberá tener algún tipo de continuidad o sucesión.
Pasadas algunas décadas tiene lugar la intervención de la Iglesia de Roma en Corinto mediante la carta de Clemente (ca. 95); tal intervención fue, sin duda, aceptada, pues de lo contrario no se nos habría conservado el escrito, y pudiera manifestar, siquiera en forma embrionaria, el reconocimiento por parte de Corinto de algún tipo de autoridad de Roma y la autoconciencia de Roma misma de tener algún tipo de responsabilidad sobre otras comunidades. Unos quince años posterior a la carta de Clemente a los corintios es la de Ignacio de Antioquía a la comunidad de Roma, a la que califica explícitamente de «presidente en el amor» (prokathêmenê en tê agapê), debido seguramente a la huella allí dejada por Pedro (y Pablo) y de la que muchas Iglesias tienen conocimiento.
Estos hechos, ciertamente aislados y, por el momento, sin mayor trascendencia, muestran sin embargo que los cimientos ya están echados; muestran que la generación inmediata a la composición del NT ha recogido su reflexión sobre Pedro y comienza a dar algo de forma a su función de apacentar las ovejas del Señor (Jn 21,15-17) y de confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22,32). Los siglos siguientes, con sus variados avatares, irán configurando de diversas manera el servicio de los obispos de Roma al resto de las comunidades cristianas.
2
EL PRIMADO DE ROMA
EN LA ANTIGÜEDAD (SIGLOS I-V)
FERNANDO RIVAS
Hablar del papado en la Antigüedad no solo es tremendamente complejo por la dificultad para encontrar testimonios fiables sobre este período (especialmente los tres primeros siglos), sino además un anacronismo, pues Siricio (384-399) fue el primero en utilizar el título de papa para hablar de su función (cf. Carta 6) y habrá que esperar a fines del siglo XI para que Gregorio VII (1073-1085) se lo atribuya con carácter exclusivo.
Por tanto, en relación con la Iglesia de Roma y para esta época es preferible emplear la palabra «primado», un concepto que se adapta mejor al papel que jugaron sus obispos en este tiempo, y dejar la de «papado» para referirse a los obispos de Roma a partir de finales del siglo IV.
Nos ceñiremos, además, al período que va desde los orígenes de la comunidad cristiana de Roma (finales de los años 40) hasta León Magno (440-461), a partir del cual comienza una nueva forma de funcionar el primado de Roma, distinguiendo en este arco de tiempo tres obispos que representan de manera paradigmática su época: Víctor I (189-199), Dámaso (366-381) y el propio León Magno 1.
1. Desde los orígenes de la comunidad cristiana de Roma (ca. 40) hasta Víctor I (ca. 190): Roma, lugar privilegiado de la memoria apostólica
Las primeras noticias sobre la presencia de cristianos en Roma nos las ofrece el historiador romano Suetonio, al decir que en el año 49 el emperador Claudio habría expulsado de Roma a unos judíos que luchaban entre sí «instigados por un tal Chresto» (Claudio 25,4), personaje que la mayoría de los estudiosos suele identificar con Cristo. Más adelante, hacia el año 57, Pablo habría escrito su carta a los romanos y en torno al 61 habría residido en la propia Roma en espera de su juicio (Hch 28,14ss).
Tres años más tarde, en el 64, Nerón habría hecho perseguir a los cristianos, acusándolos del incendio que se produjo por entonces en Roma 2, aprovechando además la ocasión para ajusticiar al propio Pablo y a Pedro, como atestigua en torno al año 90, unos treinta años después de ocurridos los hechos, la Primera carta de Clemente a los corintios:
Pero, dejando los ejemplos de los días de antaño, vengamos a los campeones que han vivido más cerca de nuestro tiempo. Pongamos delante de nuestros ojos los nobles ejemplos que pertenecen a nuestra generación. Por causa de celos y envidias fueron perseguidos y acosados hasta la muerte las mayores y más íntegras columnas de la Iglesia. Miremos a los buenos apóstoles. Estaba Pedro, que, por causa de unos celos injustos, tuvo que sufrir, no uno ni dos, sino muchos trabajos y fatigas y, habiendo dado su testimonio, se fue a su lugar de gloria designado. Por razón de celos y contiendas Pablo, con su ejemplo, señaló el premio de la resistencia paciente. Después de haber estado siete veces en grillos, de haber sido desterrado, apedreado, predicando en el Oriente y el Occidente, ganó el noble renombre que fue el premio de su fe, habiendo enseñado justicia a todo el mundo y alcanzado los extremos más distantes del Occidente; y, cuando hubo dado su testimonio delante de los gobernantes, partió del mundo y fue al lugar santo, habiendo dado un ejemplo notorio de resistencia paciente (1 Clem 5).
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