Ricardo Forster - Desafío

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Desafío no es un libro sobre lo que nos está pasando (o nos ha pasado), sino para que evitemos lo que nos podría pasar (o nos pasará si no lo remediamos). Pero aprendemos cada día, y por eso, este ebook ha ido creciendo con las aportaciones de sus cuatro autores.
Con cada nueva entrega hemos ido actualizando el archivo y habéis podido descargar las actualizaciones con las nuevas aportaciones al ebook. Un libro que ha crecido, como ha crecido lo que tenemos que hacer para enfrentarnos a este Desafío
Desde que la pandemia se enseñoreó del mundo, la incertidumbre se ha adueñado de nuestras vidas. La única certeza que tenemos es que nada volverá a ser como antes. Durante el largo confinamiento tratamos de buscar una normalidad que dé sentido a nuestro día a día; se nos anima (nos animamos) a leer, hacer deporte, cocinar, aplaudir, ver (mejor, consumir) series…, pero, curiosamente, parece que el pensar ha quedado al margen.
Eso es lo que queremos plantear con este libro: pensar no tanto lo que está pasando, como al hilo de lo que está pasando. En ello nos estamos jugando algo más que superar una crisis sanitaria.
Con este fin nos acompañan cuatro autores de ámbitos diferentes, con trayectorias vitales y profesionales distintas, pero un mismo objetivo: reafirmar caminos, plantear posibilidades, plasmar dudas, deshacer trampas, denunciar abusos, en suma, aventurar futuros. Este es el desafío, y nos afecta a todos.

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Destino de empresas y trabajadores va de la mano, nos dirán. Ciertamente, sobre todo cuando hay problemas. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) anunció hace días que 25 millones de trabajadores podrían perder su empleo, a escala global, debido a la crisis del coronavirus. Pero, ¿y qué hay de los trabajadores que ni siquiera tienen un contrato, es decir, un empleo formal que perder? Esos también existen en nuestro país. Y son mayoría en otras latitudes. En México, se calcula que 6 de cada 10 trabajadores pertenecen al sector informal. En Argentina, esta cifra es del 30 por 100. Si miramos a América Latina y el Caribe, el impacto del coronavirus puede ser todavía más brutal en sociedades con precarios sistemas de salud pública (con excepciones como la de Cuba), protección social o derechos laborales. Si en las supuestas sociedades avanzadas de Europa y EEUU se prevé una crisis económica que hará palidecer la de 2008, con graves impactos sociales y políticos, en sociedades dependientes de dichas economías, y con menores recursos propios para atajar sus consecuencias sanitarias, sociales y económicas, podemos prever una auténtica hecatombe. A su favor juega una pirámide demográfica no tan envejecida como la de los países europeos, lo que podría evitar un desarrollo fatal del COVID-19 en muchos de los infectados. Buena parte de los pobres del mundo temen más al hambre que al coronavirus, con razón, lo que hace difícil garantizar las medidas de confinamiento en sociedades donde los trabajadores no se pueden permitir no trabajar siquiera un día.

Entre lo poco que desde Europa podemos atisbar nítidamente de la sociedad que vendrá una vez acabe el confinamiento, el incremento de la brecha de la desigualdad parece un elemento que no está sujeto a discusión. Ya tenemos desigualdad en el contagio del coronavirus, desigualdad entre los que pueden teletrabajar y los que no, desigualdad entre los que pueden permitirse no trabajar y los que no, desigualdad a la hora de afrontar el confinamiento, desigualdad a la hora de salir de él. En definitiva, desigualdad entre clases que se verá acrecentada tras la pandemia, pero también desigualdad entre los países del mundo. Una profundización de la brecha Norte-Sur, aunque quizá con un nuevo reparto del poder en el sistema internacional, que permita que distintos centros establezcan unas nuevas reglas del juego que ayuden a la humanidad a trascender el capitalismo. Suena utópico, pero veremos muchas cosas en los años y décadas por venir. Cosas que quizá no hubiéramos imaginado, como esta combinación de pandemia y crisis.

Sin embargo, si algo no ha cambiado ni se ha extinguido en estos tiempos aciagos es la lucha de clases, que en estos momentos se agudiza en la boca de quienes optan por salvar la economía por delante de las personas y piden sacrificios colectivos mientras son otros los que se sacrifican, nunca ellos. ¿Será el coronavirus la chispa que encienda la pradera, el elemento necesario para que se transforme la cantidad en calidad, aquello que provocará el cambio cuando, aparentemente, nada se movía? Difícil es saberlo. A veces, en momentos convulsos, el crecimiento de la conciencia es exponencial. Me aventuro a decir que así será con esta crisis para la clase trabajadora, y creo que este elemento sí puede tener un impacto político no esperado. Nunca más evidente esa frase de «a tu jefe no le importas» al ver imágenes de trabajadores hacinados, como animales camino del matadero, en el primer lunes de la semana de confinamiento. Toda una lección para la conciencia política. Si verte expuesto al contagio personal, y posteriormente familiar, en medio de un paisaje propio de una película distópica no impacta en la conciencia, que venga Marx y lo vea. Por cierto, algún día deberíamos hacer un recuento del número de grandes empresas, de esas que no necesitan seguir produciendo para pagar al siguiente mes ni se dedican a sectores imprescindibles para la lucha contra el COVID-19, que han obligado a sus trabajadores a continuar con la cadena de producción, incluso teniendo casos positivos de coronavirus entre ellos. Seguramente no han sido casos aislados, porque responden a la lógica natural de comportamiento del sistema capitalista: un sistema en el que los beneficios están por delante de las personas, pero que, como dijo algún barbudo antes, cava su propia tumba con las contradicciones que alimenta a diario.

Mas ya nada volverá a ser como antes. Estamos viviendo un acontecimiento histórico de una magnitud tal que, aunque no podamos comprenderlo ni aprehenderlo por completo todavía, va a tener sin duda un fuerte impacto en la psicología de las masas, un impacto que será a escala global. Esto no significa que salgamos del coronavirus con una respuesta revolucionaria; puede que sea reaccionaria. Pero parece evidente que el coronavirus está resultando una bomba que ha hecho estallar los parámetros de comprensión del mundo… y al propio mundo. Sus jerarquías sociales, asociadas a una determinada escala de valores, están explotando y, con ellas, puede hacerlo también el sistema.

Seamos realistas, soñemos lo imposible, rezaba algún lema de hace décadas. El coronavirus ha llegado para decirnos que muchas de las cosas que nos vendieron como imposibles se pueden hacer si hay voluntad política para ello. Entonces, ¿qué nos impide hacerlo? El poder económico que impone su ley por encima de cualquier consideración humanitaria. Si, ni siquiera en estos tiempos que parecen apocalípticos, quienes mandan en el mundo son capaces de ver a la humanidad en su conjunto como un conglomerado de seres que deberían coexistir en igualdad, armonía y respeto, ¿por qué hemos de verlos a ellos como humanos? Quizá no lo son y es hora de señalarlos en su inhumanidad. En términos evolutivos, son un estorbo para la especie. Porque el coronavirus nos está mandando un mensaje, en luces de neón, pero no queremos verlo: para salvar a la humanidad y al planeta, hay que cuidar a los más débiles, colaborar entre países y vivir más armónicamente con el resto de las especies, animales y vegetales. Y eso pasa por cambiar nuestro modo de producción capitalista sustentado en la explotación del ser humano y la destrucción medioambiental. Ojalá aprendamos la lección: en manos de la clase trabajadora está el rumbo que tomará este cambio de era.

El búho de Minerva levanta vuelo a la hora del atardecer y la prohibición del filosofar «apresurado»

Ricardo Forster

En el comienzo de esta ya larga experiencia de vivir bajo la amenaza del COVID-19 vimos multiplicarse una serie de críticas hacia aquellos filósofos que se atrevieron a dar las primeras opiniones cuando poco y nada se sabía de las consecuencias de la pandemia. Valga como ejemplo la ejecución pública de Giorgio Agamben por atreverse a sospechar de los usos biopolíticos del coronavirus. Arreciaron las voces destempladas que lo acusaron de irresponsable, de subestimar el riesgo de vida de millones de personas en nombre de su hallazgo filosófico, de narcisista teórico por apurarse a ver justificado su elaborado, profundo y erudito trabajo en torno al estado de excepción y a la experiencia del Homo sacer, la nuda vida y el campo de concentración. Agamben creyó ver que el efecto político de la pandemia sería una estrategia más para ensanchar la vigilancia y los controles a niveles insoportables. Seguramente le hubiera sido más cómodo esperar algunas semanas, dejar pasar el primer momento y, ya sin ningún tipo de riesgo, reflexionar serenamente, y sin urgencias desmedidas, sobre la experiencia vivida. Hizo lo contrario y se atrevió a ser consecuente con lo que viene pensando desde hace décadas. Se ganó el escarnio público. Faltó que lo llevaran a Campo di Fiori en Roma para que, al igual que a Giordano Bruno, lo convirtieran en un montón de cenizas. Slavoj Žižek, siempre rápido y acostumbrado a espantar al burgués, concluyó que la pandemia ponía en evidencia la crisis terminal del capitalismo y la posibilidad del comunismo. Lo tomaron a chacota, le arrojaron de todo al escenario, lo llamaron delirante y oportunista que quiere transformar un virus que amenaza la vida de millones de seres humanos en el instrumento de la revolución. Una desmesura mayor al intento del esloveno de ser consecuente con lo que siempre pensó y dijo en relación al capitalismo y al comunismo. Como si pesara una maldición para todo aquel o aquella que se atreva a imaginar el fin del capitalismo. Eso sólo puede quedar para alguna distopía de las plataformas audiovisuales que la realidad actual se empeña en sobrepasar.

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