—¿Qué? —dijo ella en un murmullo tan débil y falto de aliento que casi había sido inaudible. Deseaba con fuerza que Michael no se estuviera refiriendo a su secreto.
—Dímelo —exigió entre dientes, lleno de ansiedad y con la mandíbula tan apretada que sus músculos faciales se crisparon.
Reby negó con la cabeza. No podía creerlo.
—No sé de qué me hablas...
—Maldita sea, dímelo.
—¡Qué quieres que te diga!
—¡La puta verdad!
—¡Estás loco!
—¡Rebecca!
Sus voces se tornaron gritos, una encima de la otra. De súbito, Michael dio una larga zancada, que hizo tirar la silla, y alcanzó a Reby por el brazo. La arrastró dentro de la cocina y la precipitó contra la pared donde, acto seguido, clavó sus manos a cada lado de las orejas de ella: la tenía apresada entre sus brazos.
Esa fue la primera vez, la primera en toda su vida, que Reby sintió miedo de que un ser humano le hiciera daño.
La cara de Michael estaba tan cerca que su brusca respiración agitaba los cabellos cercanos al rostro de la chica. Ella echó la cara a un lado para evitar mirarlo y cerró los ojos con fuerza.
A pesar de la rudeza medida de Michael, esta vez, cuando asió a Reby de la barbilla para obligarla a mirarlo, lo hizo con una delicadeza casi dulce.
Ella no abrió sus ojos, pero él notó que sus labios temblaban.
—¿Qué eres? —inquirió él.
Reby se mareó. No tenía dudas de lo que Michael quería saber. Poco a poco, se atrevió a abrir los ojos, pero Michael era un borrón. Las lágrimas colgaban de sus pestañas e inundaron su mirada; parecía que veía a través de una gelatina temblorosa. Cuando consiguieron derramarse, pudo notar que él la observaba, le recorría la cara y luego el cuerpo, hasta los pies, como si tratara de encontrar la fuente de la anomalía que había en ella.
De súbito, la miró a los ojos.
—Reby, contéstame, ¿qué eres?
Reby apretó los labios para contener el temblor y cuando abrió la boca para contestar, un gemido lastimero e involuntario se precipitó fuera de ella.
—No lo sé… —le contestó con un hilito de voz, de frente, sin bajar la mirada y con una desgarradora franqueza—. No... no lo sé...
Por un instante, Michael creyó que Reby se había desmayado. Ahí donde hacía un momento estaba su rostro, ahora veía una porción de pared. De inmediato, bajó la mirada.
Reby no podía soportar estar de pie, sus piernas sencillamente cedieron y la obligaron a deslizarse hasta terminar sentada en el piso. Lo único que impidió que se desplomara hacia adelante fueron las manos de Michael que, de nuevo, estaban sobre de ella. Él la sostuvo con suavidad por los hombros.
Entonces ella se soltó a sollozar.
—No sé que soy.
A Michael se le generó un apretado nudo en la garganta. Nunca había presenciado un llanto tan auténtico e infeliz como el de Reby. Se percató de que tenía todo el peso de la chica contra las manos, sabía que, si apartaba las manos, ella se desplomaría.
Y, de hecho, eso sucedió. Su cabeza colgaba hacia adelante de modo que Michael podía ver el centro de su coronilla y cómo varias puntas de los mechones de su negra cabellera se derramaron en el mismo lugar que sus lágrimas: en el piso.
Hola, Allan.
¿Reconoces mi letra? ¿Te acuerdas de ella?
Bueno, por las dudas… soy yo, Reby. Aunque ya te habrás dado cuenta de mi ausencia y te habrás puesto a amenazar a tu hermanito para que te diga a dónde me fui o qué fue lo que hice.
Tranquilo, él no sabe nada, seguía dormido cuando me marché.
Sí, tuve que irme, lo siento. Lo siento por el hecho de ser una malagradecida contigo y con tu familia.
Lo siento por muchas cosas y por muchos años que me oculté de ti.
Pero por favor, por favor, por favor, date la oportunidad de apreciar tu vida. Es tranquila, pacífica, normal. Date la oportunidad de entender que soy peligrosa, que de verdad puedo hacerte daño, que de verdad puedo matarte.
Así que no me tengas lástima, no estés preocupado por mí. Puedes estar molesto, ¡vaya que sí! Pero yo estaré bien.
Sigue y no te preocupes por mí, prefiero estar lejos de ti para protegerte.
Porque soy un monstruo.
No volveré a tener sangre en mis manos.
Perdóname.
Allan había encontrado la carta de Reby sobre la almohada de su cama, y tras haberla leído al menos una docena de veces el día anterior y otra docena al siguiente, decidió que ya era hora de hacer pedazos ese papel.
Ella lo hacía de nuevo, escapaba de él.
Allan se sentó con pesadez en el borde de su cama y miró con resentimiento los trozos de papel que caían al suelo.
—Eres una tonta —le dijo al pequeño pedacito que había quedado con el «Reby» hacia arriba—, de la única que huyes es de ti misma.
Michael puso dos tazas sobre la mesa, una con café y otra con té. La de té se la acercó a Reby y tras tomar asiento frente a ella, se llevó su taza de café a los labios y pasó todo su contenido por la garganta como si de agua se tratara. Reby no lo miró, no había levantado los ojos de la mesa y tampoco parecía haberse dado cuenta de la bebida que Michael había puesto dentro de su plano visual: su mirada, así como su expresión, lucían vacías.
Él se aclaró la garganta y posó sus brazos cruzados sobre la superficie de la mesa.
—Reby, sé que no quieres hablar de esto, pero —se interrumpió para aclararse de nuevo la garganta y poder alcanzar un tono cuidadoso, como cuando un padre trata de sacarle la verdad sobre una travesura a un niño e intenta inspirarle confianza: «sabes que puedes contármelo todo, Junior»—. Reby... ¿por qué te pasa eso?
Al no obtener respuesta de ningún tipo, insistió.
—¿Puedes contármelo?
Se prolongó otro momento de infructuoso silencio, hasta que Reby levantó con lentitud los zafiros de sus ojos y Michael los observó a través de las volutas de humo del té. Tras haber llorado tanto, su mirada ahora estaba tan desprovista de emoción que resultaba sombría.
—¿Por qué debería confiar en ti?
Michael se encogió de hombros con desinterés.
—Yo confié en ti.
—Eso es chantaje.
—Decir que es chantaje es chantaje. Tú me chantajeas.
Reby entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada, incrédula.
—¿Qué? Oh...
Michael se inclinó y le regaló su franqueza:
—Vamos, no es como si te fuera a amordazar y llevarte a la fuerza a un centro de investigación para donarte a la ciencia. —Reby lo observó de forma tal que parecía ser capaz de derretir los polos, hacer estallar los volcanes del planeta y congelar al sol—. De acuerdo, lo siento. —Él levantó las manos en un ademán de disculpa—. Lo estoy arruinando.
—¿Cómo descubriste lo que me ocurre? —inquirió ella con recelo.
—Billy, mi jefe, me dio la grabación del recinto de las bestias.
—¿Y qué viste? —lo apremió e ignoró la insolencia que la palabra «bestia» le hacía sentir.
—A... a la pantera —Michael tragó saliva—, y luego a ti.
Reby soltó un suspiro y miró el contenido líquido de su taza aún sin tocar.
—Agua.
—Claro, un momento...
—No, idiota, estoy contestando tu pregunta.
—Oh.
Michael, que se estaba levantando para atender lo que creía que era una petición, volvió a sentarse. Esperó con paciencia. Tenía toda su atención clavada en Reby.
Ella se tomó un tiempo más para hablar, en su interior tenía una mezcla de querer sincerarse y miedo.
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