Todo estaba a oscuras, solo la luminosidad etérea de la pantalla alumbraba a un Michael tenso. Había colocado los codos sobre las rodillas y apoyaba la boca sobre sus nudillos entrelazados; parecía que la posición le otorgaba una mayor concentración. Se mantuvo con la mirada clavada en toda la pantalla, estaba atento a cada movimiento que la cámara hubiera registrado.
Era evidente que Billy Byron había ordenado que extrajeran la cinta desde que depositaron a la pantera en el recinto, aún estaba medio atontada por los dardos. El video entero duraba alrededor de veintisiete horas, por lo que Michael decidió aumentar la velocidad de tal modo que parecía estar viendo las partes rápidas de Actividad Paranormal en sus escenas nocturnas. No podía evitar sentir que la situación era muy siniestra.
Bostezó, aparentemente no había nada fuera de lo normal; la pantera recién llegada despertó de su letargo gradualmente. Intentó levantarse un par de veces, pero las patas traseras le fallaron y cayó al suelo, hasta que por fin logró incorporarse. Las otras panteras se mostraban curiosas por la nueva integrante, sin embargo, guardaron su distancia la mayor parte del tiempo, como si no quisieran acercarse del todo...
Michael se talló un ojo, estaba cansado. Se encontraba a punto de aumentar aún más la velocidad de la secuencia, pero vio algo…
Algo que no estaba preparado para asimilar.
Reby no podía dormir. Quería dormir con todas sus ganas, pero no podía porque se sentía incómoda en la amplia cama de un chico que era prácticamente un extraño.
¿Un chico?
¿Cuántos años tenía Michael?
La verdad era que no tenía idea, pero sin duda no podía tener menos de veinte. ¿Veintiuno, quizá? ¿Veintidós? ¿Una treintena?
Se giró sobre su costado y una almohada acunó su mejilla. Olía a al perfume de Michael, a la camisa de Michael, a la chaqueta de Michael, a Michael.
Como él no la estaba mirando, se tomó el atrevimiento de aspirar un poco de su aroma hasta que se autocensuró y volvió a echarse sobre su espalda. La cama crujió con el movimiento.
No había luz alguna que se colara por el resquicio que había entre la puerta y el suelo. Reby supuso que Michael ya paseaba por las praderas del quinto sueño.
La noche se volvía más fría a cada minuto y en la habitación se hacía evidente, no obstante, ella no había levantado las cobijas para taparse. Por muy ridícula que fuera, quería alterar lo menos posible la cama. Se movía en ella con cuidado, casi como si no quisiera abollar el colchón con su peso.
En la oscuridad, los muebles de la habitación le parecían imposibles de identificar, el lugar era tan desconocido que veía simples masas negras apoyadas contra las paredes. La única luz era la de los números del reloj digital que estaba sobre la mesita de noche, parpadeaban en rojo al compás de los segundos.
Reby quería dormir con todas sus ganas.
Pero hacía tanto frío…
Soltó una maldición entre dientes y finalmente arrancó las cobijas de su lugar para embutirse en ellas. Lentamente, su conciencia fue perdiendo sentido y con la incoherencia propia del sueño empezó a quedarse dormida.
Ignoraba todo, incluso lo que estaba ocurriendo del otro lado de la puerta.
Lo único que sabía era que las sábanas olían a Michael.
Al siguiente día, la luz que entraba por la ventana aún era lo bastante débil como para inundar el espacio vacío de manera abrumadora. Todavía era demasiado temprano cuando Reby salió de la cama. No recordaba cómo era que estaba hecha, pero de todas formas la tendió; se aseguró de estirar lo mejor posible las arrugas de las sábanas y eliminar las abolladuras de las almohadas. Tras escrutar rápidamente las paredes de la habitación, se dio cuenta de que Michael no disponía de ningún espejo en ella, de modo que no podía comprobar el estado de su cabello.
Intentó aplacarlo a tientas y sintió cierto desconcierto por la importancia que le daba a su aspecto en ese momento. Estaba segura de que Michael no tenía nada que ver con su preocupación. Sí. Segura.
Reby asió el picaporte de la puerta y justo cuando empezaba a girarlo, se detuvo para soltar un suspiro.
—Tranquila, Rebecca. Das las gracias y te vas —aseguró en un murmullo y, finalmente, salió de la habitación sin hacer el menor ruido posible, quizá Michael aún estuviera dormido, lo cual sería estupendo porque así solo podría dejarle una nota...
Pero el cobertor estaba tirado en el suelo de la sala, los cojines revueltos, el sofá vacío y la casa fantasmalmente silenciosa.
Caminó con felina cautela por la estancia hasta llegar al umbral de la cocina. Michael estaba allí. Todo intento de Reby para llamar su atención se le ahogó en los labios; pensó dos veces en hacerlo, había algo en él que resultaba sumamente siniestro.
Estaba totalmente inmóvil, sentado de espaldas a ella en una silla. Sus codos estaban clavados sobre una pequeña mesa, que hacía las veces de comedor, y sus manos estaban enterradas en su cabello cobrizo, una a cada lado de las sienes de su cabeza gacha. Cerca descansaba una taza de café humeante que parecía no haber sido tocada aún; pero tampoco parecía tener intenciones de tocarla, daba la impresión de que su propósito era simplemente acompañarlo en la soledad de la cocina.
La energía de su cuerpo irradiaba tal pesadumbre que Reby sintió un desagradable dejo de opresión en el pecho, era como si pudiera ver una nube negra que se cernía sobre él. Y lo devoraba.
¿Dónde estaba el Michael tan sólido que había visto ayer?
Llena de incertidumbre, Reby dio un paso dentro de la habitación.
—¿Michael?
En automático, él pegó un violento respingo. Se giró para mirarla con tal brusquedad que provocó que la taza de café se sacudiera y tintineara peligrosamente contra el linóleo de la mesa.
El sobresalto obligó a Michael a aferrarse al respaldo de la silla para evitar caerse y cuando sus ojos se cruzaron, ella pudo ver reflejado en su mirada su propio desconcierto.
—Michael... —dijo Reby con cautela y levantó una mano como si lo quisiera alcanzar, pero el cuerpo de Michael se tensó aún más y ella se quedó quieta, observando.
Él se puso de pie con lentitud. Sin apartar la vista de ella, empujó la silla con las piernas, de modo que el objeto quedó entre ambos, como si fuera a impedir que Reby pudiera acercarse.
Ella retrocedió un paso al ver su actitud.
Los ojos dorados de Michael no dejaban de mirarla, tan abiertos como dos platos, sus labios se entreabrían con sutileza como si quisiera decir algo, como si quisiera gritar algo, y sin embargo ese «algo» le estrangulaba las palabras en su garganta. Ella notó que él respiraba con dureza, como si le absorbiera todas las fuerzas de su cuerpo hacerlo: su piel había pasado de tener esa tonalidad bronceada por el sol, a no tener ningún color en absoluto.
«Michael, ¿qué te pasa?». La pregunta se pronunció desesperada en la mente de Reby, sin embargo, temía que, si abría la boca, lo asustaría más de lo que ya parecía estar. Por un momento, se torturó pensando en que a lo mejor tenía algo demasiado horrible en el rostro; tal vez se le había caído media cara y no se había dado cuenta...
La incertidumbre se la estaba comiendo viva hasta que Michael aspiró aire entrecortadamente y pronunció unas palabras que a Reby se le encarnaron como dagas contra el pecho:
—¿Qué eres? —preguntó.
El estómago de ella dio un vuelco. Su alma se derramó hasta los pies. Sintió que su corazón se movía dentro de su pecho con una violencia casi dolorosa. Reby podía sentir sus propias facciones descomponerse sin que las pudiera controlar.
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