Ingrid V. Herrera - Te quiero pero voy a matarte

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Te quiero pero voy a matarte: краткое содержание, описание и аннотация

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Cosas que debes hacer si tu nombre es Reby Gellar: 1. Aléjate del agua 2. No caces gatos. 3. No te enamores del amor de tu vida. 4. No te comas al amor de tu vida. Reby no tiene nada fácil, sobre todo, lo relacionado a su linaje. La sangre Gellar corre por sus venas y gracias a ella carga con una extraña condición: al contacto con el agua, se convierte en un
mortal felino que no puede distinguir entre su instinto animal y las personas que ama. Víctima de su situación, Reby se vio obligada a vivir sola y desamparada la mayor parte de su vida; pero, harta de esto y por temor de dañar a sus seres queridos, decide ir a buscar la poca familia que le queda y recurre a Sebastian, su primo. Junto a él y a Michael, un chico de gran corazón dispuesto a todo por ayudarla, se enfrentarán a una sucesión de peligros, de garras, de maullidos y de sentimientos encontrados. Entre los tres deberán desentrañar el misterio familiar de las trasformaciones y huir de la persona que sabe cuál es
el secreto mejor guardado de la dinastía Gellar.

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«Soy un monstruo».

Con pesar, arrastró los pies hasta una banca cercana a la reja del zoológico. No quería irse porque tenía una reliquia familiar que recuperar y necesitaba cazar al chico que podía dársela. Abrió su golpeada maleta y sacó un holgado jersey de punto, color azul, con el que se cubrió. Reby sabía que pasaría un frío infernal en la medida que avanzara la tarde ya que la temperatura bajaría.

Subió los pies a la banca y se abrazó las rodillas contra el pecho para guardar mejor el calor.

«Bueno, al menos parece que no lloverá».

Sus ojos empezaron a nublarse y enterró el rostro contra sus muslos cuando sintió que las lágrimas calientes ardían en sus lagrimales helados a causa del viento. Recordó a sus padres: su madre solía arroparla con una frazada suave cuando hacía frío y su padre entraba a su habitación para abrazarla cuando había tormentas que la asustaban. Incluso, a veces, él tomaba su guitarra y tocaba una dulce canción de cuna que calmaba a la pequeña Reby.

Ahora que sus padres ya no estaban, no tenía ningún lugar a donde ir, otra vez estaba sola. No le habían dejado nada más que una maldición asesina...

картинка 10

—Billy, estoy hasta el carajo de este día. Me voy, nos vemos mañana. —Michael se terminó de ajustar las mangas de su chaqueta de cuero y se dispuso a salir de la oficina de su jefe.

—Eh, no tan rápido, Michael Arthur Phillip II Blackmoore —lo llamó Billy desde el asiento, había estado bebiendo demasiado coñac y ya se notaba que arrastraba la lengua—, sé por qué estás molesto. De verdad, te debo una, hijo.

Michael esbozó una media sonrisa burlona y se dio la vuelta para mirarlo.

—Billy, ya me debes muchas. Si me pagaras por cada vez que me dices eso, ya le podría comprar Buckingham a la reina.

El viejo estalló en una hosca carcajada.

—Malditos medios de comunicación, ¿viste eso? Estuvo cerca, casi nos clausuran.

Con pesar, Michael entornó los ojos. Le irritaba que su jefe estuviera borracho en ese preciso momento. El zoológico se mantuvo cerrado todo el día para que el personal de seguridad buscara a la pantera, pero no la pudo encontrar. Todos los empleados estaban al borde de un ataque de nervios, excepto Billy Byron, por supuesto.

Michael había persuadido a la prensa de que la pantera se encontraba en tratamiento veterinario, bajo cuarentena. No obstante, era consciente de que el zoológico no podía mantener esa mentira por mucho tiempo ya que los noticieros volverían por noticias jugosas sobre el animal. Además, él no descansaría hasta saber qué había pasado con la bestia y cómo era posible que no hubiera rastros de ella.

Lo peor de todo el asunto era que Michael jamás había visto a la pantera. Se había enterado que estaba, por casualidad, ya que todos hablaban de ella, pero él jamás se la topó dentro del santuario, lo que era, en exceso, extraño.

—Adiós, Billy.

—Espera, antes de que te vayas… —Lo detuvo antes de que abriera la puerta y empezó a buscar algo dentro de uno de los cajones laterales que tenía su escritorio. Como no lo encontraba, masculló una sarta de groserías.

Al final, cuando lo obtuvo, deslizó sobre su escritorio un estuche de CD.

—¿Una película porno?

—Ya quisieras, ¿verdad? —Estalló en carcajadas—. Claro que no, muchacho. Pedí que me trajeran la grabación de la cámara de seguridad del recinto de las bestias para analizarla personalmente, pero... —Alcanzó la botella medio vacía de coñac y la empinó sobre su vaso de cristal tallado.

—Descuida. —Se apresuró a guardar el CD en el bolsillo interior de su chaqueta y salió a toda prisa de la sofocante habitación.

—¡Espero que no te pongas demasiado cachondo con el porno! —escuchó gritar a Billy tras la puerta cerrada y sus desagradables carcajadas reverberaron por el pasillo.

Michael rodó los ojos. Lo único que quería era salir de una vez por todas.

Afuera ya había oscurecido y el aire frío hacía que le ardieran los pulmones al respirar. Se subió el cierre de la chaqueta hasta a la altura del cuello y metió una mano en el bolsillo delantero de sus vaqueros; en la otra, sostenía su casco. Salió por una puerta lateral que era solo para empleados y dio un rodeo para llegar hasta donde había estacionado su motocicleta.

Se detuvo en seco.

La amarillenta luz de una farola iluminaba una pequeña figura agazapada en una banca junto a la entrada del zoológico. Michael se acercó, hipnotizado por la cascada de cabello negro que se derramaba fuera de la banca: era tan largo que casi tocaba el suelo.

Caminó despacio, tan despacio que sus zapatos no hicieron ruido alguno. Tenía un presentimiento, una especie de déjà vu que hizo que su corazón se acelerara al observar a la pequeña chica que estaba acostada de espaldas a él, sobre un costado de su cuerpo. A pesar de que sobraba mucho espacio en la banca, ella tenía sus piernas encogidas y se abrazaba a sí misma con mucha fuerza, el frío debía estársela comiendo viva porque temblaba demasiado.

Michael notó que a los pies tenía una maleta y reprimió las ganas de moverla. Se colocó el casco bajo el brazo y se inclinó un poco más sobre ella. Ella parecía dormida y él quiso ver el perfil de su cara. Su piel era muy blanca y...

—¿Reby?

Ella abrió los ojos y lo miró bajo esa luz mortecina. La cercanía de Michael la hizo pegar un grito y, de un salto, se incorporó. Él retrocedió y levantó las manos para apaciguarla debido a que lucía agitada.

—¡Tranquila! Reby, soy yo. Michael. —Ella entornó sus ojos, tan azules que parecían dos lagunas negras, y lo escrutó con rapidez—. ¿Me recuerdas? —preguntó él, con voz queda. Sabía que le había dado un susto de muerte y se sentía muy mal por eso.

—Sí. —Se llevó una mano al pecho y logró estabilizar sus latidos—. Sí, me acuerdo. —A su alrededor, todo estaba oscuro, solo los charcos de luz generados por las farolas iluminaban los caminos del parque—. De hecho, te estaba esperando.

Michael esbozó una amplia sonrisa. Volvió a meter la mano en su bolsillo al sentir que el frío se la castigaba.

—¿De verdad?

—De verdad. Pero no sonrías así, vengo a pedirte mi pulsera —pidió con calma.

Él la miró durante unos segundos y, luego, fijó la vista en la maleta y en el estuche de la guitarra.

—¿Te vas de viaje? —Apuntó sus pertenencias con un gesto de la barbilla.

—Dame mi pulsera, por favor —insistió.

Michael la observó de pies a cabeza: sus botas eran toscas, con un aspecto demasiado rudo, y hacían que sus piernas parecieran dos palitos de helado; además, su jersey era muy holgado y se veía como una niña pequeña que usaba la ropa de un adulto.

—¿Te quedaste dormida mientras me esperabas? —No pudo evitar sentirse enternecido por un segundo—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

—No te preocupes, solo dame mi pulsera. —Extendió una mano para apurarlo a que se la diera.

—¿Y tu amigo? —Lo buscó con la cabeza—. ¿Estás aquí sola?

—Michael...

—De acuerdo. Está bien, tranquila. —Se sentó junto a ella. Los brazos de ambos se tocaron y Reby tuvo el reflejo de distanciarse, pero el apoyabrazos de la banca se lo impidió. Michael rebuscó en uno de sus bolsillos—. Ya te la doy... —Logró agarrarla y la sacó en la palma de su mano—. Aquí la tienes.

Las puntas de los dedos de Reby rozaron su palma cuando tomó la pulsera, estaban helados. Él la observó sacar una mano de las mangas del jersey y vio cómo se ajustó la pulsera alrededor de la muñeca con el pequeño broche. Michael notó que su delgado cuerpo se tensó con incomodidad o, quizá, volvió a temblar por el frío. Decidió que no era momento para preguntarle por su pequeña «broma», seguramente quería llamar la atención.

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