«¿Ponerle su pulsera a una pantera? ¿Está loca?».
—Gracias, eso era todo.
Era claro que ella quería que la dejara sola, pero él tenía muchas dudas y no quería irse sin tener alguna respuesta.
—¿Te quedarás aquí? —preguntó.
—Claro que no —contestó Reby, ofendida. Sin embargo, él tenía razón, ella no tenía a donde ir.
—¿Esperas a alguien más? —insistió, curioso.
—Sí, mi amigo Allan vendrá por mí en un momento. No hay problema, tú ya deberías irte.
Tal vez fue por el temblor en su voz, tal vez, por el hecho de que Reby evitaba mirarlo a los ojos y estaba concentrada en sus pequeñas manos que descansaban sobre sus rodillas… pero, por lo que fuera, Michael supo que estaba mintiendo.
«¡Demonios, qué misteriosa!».
—Está bien. —Entendía que no podía forzarla a hablar. Se levantó de la banca y se pasó el casco de una mano a otra—. Te dejaré en paz. Espero que tu amigo no tarde demasiado, hace demasiado frío esta noche. Se puede ver nuestro aliento.
Sin saber qué más decir o hacer, Michael siguió su camino. ¡Maldición! Se sentía muy intranquilo.
Cuando estuvo lo bastante lejos, se volteó. Reby seguía ahí, inclinada sobre su maleta, buscando algo. Sacaba algunas prendas y las volvía a meter, como si quisiera encontrar algo más decente para cubrirse del frío. Michael supuso que no halló lo que quería porque cerró su valija de un golpe y regresó a la banca, sin ninguna otra cosa encima. Pronto, comenzó a toser y se abrazó a sus piernas, como si su vida dependiera de eso.
Michael caminó hasta la farola donde había dejado su moto. Se puso el casco, pasó una pierna por encima del asiento, giró la llave dentro del contacto e hizo rugir el motor. Sus propios pensamientos lo asustaban, no lo dejaban irse a pesar de que sus manos asían el manubrio y giraban el acelerador.
Le daba miedo pensar en Reby.
Ahí, sola.
Hacía tanto frío. Y estaba indefensa...
«Mi amigo Allan vendrá por mí en un momento». Sí, claro.
Subió el pie en el estribo, dio la vuelta y se marchó.
—¿Dónde te estás hospedando? —Dijo, de pronto, alguien que llegó en motocicleta.
El hombre apoyó un pie en el suelo y se quitó el casco de la cabeza: era Michael. Reby no lo podía creer. Bajó los pies de la banca y enderezó la espalda.
—Oye, ¿y a ti qué te importa?
—Ya déjate de eso, nadie vendrá por ti.
Ella abrió la boca medio sorprendida, medio ofendida, medio para objetar:
—¡Claro que sí! —se limitó a decir—. Tonterías, trae tus cosas y dame una dirección, te llevaré. —Michael se pasó una mano por el cabello, estaba perdiendo la paciencia.
—No.
Él apagó el motor de la moto, se bajó y se plantó enfrente de ella. Era tan alto y ancho de espaldas que Reby tuvo que ponerse de pie para no sentirse empequeñecida, aun así, apenas llegaba a su hombro.
—¿Quién diablos eres? —inquirió Michael y se llevó las manos a la cadera—. ¿Por qué eres tan extraña? ¿Te has escapado de tu casa? ¿Eres una especie de vagabunda o algo por el estilo? Aunque… no lo pareces. —Se inclinó para oler su cabello y Reby sintió la punta suave de su nariz sobre la coronilla—. Hueles bastante bien.
Ella, desafiante, le sostuvo la mirada y alzó la barbilla altiva. El vaho de sus respiraciones se mezclaba entre sí, estaban tan cerca que ella podía sentir el calor que emanaba el cuerpo de Michael.
Cuando él habló, lo hizo en un susurro ronco:
—¿Qué hace una princesita Gellar, como tú, en una situación como esta?
Reby abrió los ojos de par en par y se vio obligada a titubear.
—¿Qué? ¿Cómo sabes que...? —pronunció, confundida.
—El emblema en tu pulsera. Ahora, princesa —empezó a hablar con severidad—, no seas tonta. Te estás exponiendo a la neumonía, a los ladrones, a los pervertidos sexuales, a la lluvia y, por si fuera poco, a una bestia. Se nos escapó una pantera y no tenemos ni puta idea de dónde puede estar. De hecho, podría estar acechándonos desde los árboles en este mismo momento y no habría nadie para salvarte.
Michael se sintió satisfecho al ver una expresión horrorizada en el rostro de Reby.
—¿La lluvia, dices? ¿Lloverá?
Él la miró desconcertado, como si no hubiera escuchado la parte más terrorífica de su discurso: la pantera.
—¿Es en serio? Te estoy advirtiendo de todos los mortales peligros de este lugar… ¿Y tú te preocupas por la lluvia?
Ella lucía tan asustada que Michael decidió que ya no la juzgaría más. Soltó un suspiro cansado y volvió a pasarse una mano por el cabello, alborotándoselo.
—Como sea, no te voy a dejar aquí —dijo al tiempo que tomaba las cosas de Reby y las llevaba a la moto.
Para su sorpresa, ella no se opuso.
Michael sacó una cadena de un pequeño compartimento y se dispuso a sujetar la maleta y el estuche en el asiento trasero.
—Créeme, mañana en la mañana me agradecerás que tu cuerpo no haya aparecido golpeado, violado o descuartizado en una nota roja del Times.
—O mojado...
Michael la observó por encima del hombro. Estaba a punto de decirle algo rudo, pero la vio que se abrazaba a sí misma con fuerza, temblaba casi al borde de una convulsión.
—Maldición —masculló y se quitó la chaqueta. Se la puso a Reby sobre los hombros.
—Estoy bien.
—Estoy bien, mi trasero cuando está sucio. Puedo oír cómo te castañean los dientes.
Él la ayudó a meter los brazos en las mangas, ella estaba demasiado tiesa por el frío como para moverse, y, después, le subió el cierre hasta el cuello, pero ella era tan pequeña que las solapas le taparon hasta la boca. Por último, le frotó los brazos con las manos para que entrara en calor. Reby sabía que no era necesario porque podía percibir el calor que desprendía el forro interior. Se sentía tan agradable, casi como estar acostada en una alfombra felpuda junto a la chimenea.
Suave, caliente, olía muy bien, un perfume de hombre exquisito.
Cuando conoció a Michael, olía a diarrea de elefante. Aquel aroma era un contraste demasiado abrupto. Un delicioso y abrupto contraste.
Él terminó de amarrar sus penosas pertenencias y se estiró. Se había quedado con una camisa de mangas largas que parecía de algodón y se veía demasiado liviana. Podía observar que los músculos de la espalda se le marcaban con cada movimiento que hacía. No parecía tener frío en absoluto.
—Listo, las damas primero.
La ayudó a subirse ya que la moto era demasiado grande para ella. Cuando se subió él, ella notó que el espacio en el asiento se había reducido mucho por las maletas. Ella se vio obligada a pegarse por completo contra la espalda de Michael. Sus piernas habían quedado abiertas en torno a unos muslos masculinos y sus pechos se aplastaron contra una dura y torneada espalda. No sabía dónde poner las manos, por lo que decidió, nerviosa, que las pondría en un lugar seguro: los bordes del asiento. No obstante, él se las arrancó de ahí y las puso en torno a su cintura.
—No seas ridícula. Si las dejas ahí, vas a morir, princesa.
—Demonios, ya deja de llamarme así. —Reby agradeció para sus adentros que él no pudiera notar su sonrojo.
Michael hizo rugir el motor un par de veces y arrancó en dirección a la salida del parque.
Las personas salían de sus trabajos a esa hora, de modo que el tráfico era denso; sin embargo, conducir una motocicleta tenía sus ventajas y él las conocía muy bien. Esquivaba los automóviles con facilidad, conducía rápido y con movimientos precisos y bien calculados. A Reby le sudaban las manos y podía sentir que los abdominales de Michael se hinchaban con cada maniobra, además, tenía la piel caliente y la notaba a través de la tela de su camisa.
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