—Ya, ya amiguito. Hakuna matata1. Recuerda a tu tío, el buen Rafiki. —Se rio entre dientes y se jactó por su victoria.
—Eh, Tarzán. Te buscan en la casa de los felinos —le avisó uno de sus compañeros desde la entrada al santuario de gorilas, lucía nervioso y muy agitado.
Michael sintió que se movía el suelo al notar que Reby era lo primero que se dibujó en su mente. ¿Acaso sería ella? ¿Habría regresado por su pulsera? Sin dudarlo, se puso en acción. Se agachó para descolgarse y quedó sujetado solo con los dedos, luego, se dejó caer y repitió la operación con la rama que estaba más abajo. A dos metros del suelo, se soltó y cayó en cuclillas.
Él notó que la multitud lo miraba y lo señalaba desde el mirador que había en el recinto, pero los ignoró. A toda prisa, fue trotando hasta la puerta de acceso restringido. Una vez fuera, metió la mano en uno de los bolsillos de su cinturón de herramientas y sacó con cuidado el delicado accesorio de oro que la joven había perdido. Lo encerró en su puño y se dirigió hacia la casa de los felinos.
De inmediato, se dio cuenta de que la multitud de visitantes caminaba en sentido contrario: se dirigían a la salida. ¿Ya se marchaban? El día todavía no alcanzaba las diez horas, ¿por qué todos se iban tan temprano?
Michael aminoró la marcha para observar mejor a las personas y notó que salían por las pasarelas que serpenteaban a los diferentes hábitats. También, advirtió la presencia de algunos guardias de seguridad que hacían señas y trataban de dar indicaciones a los turistas para evacuarlos de forma eficiente hacia las salidas de emergencia, por encima del enorme murmullo generalizado.
—Mami, ¿qué pasa? ¿A dónde vamos? —preguntó un niño que caminaba de la mano de una mujer y que sujetaba un león de peluche de los que vendían en la tienda de regalos.
Los niños lucían decepcionados, los más pequeños lloriqueaban y los adultos parecían ansiosos por irse.
¿Qué diablos estaba pasando? ¿Una alerta por incendio?
Para cuando Michael llegó al túnel que daba acceso a la casa de los felinos, los visitantes ya habían sido evacuados del zoológico, sin embargo, podía escuchar varias voces lejanas que provenían desde el interior del hostil hábitat.
Billy Byron estaba encerrado en medio de un apretado círculo de reporteros de diferentes televisoras que vociferaba varias preguntas que salían disparadas casi al mismo tiempo. Los periodistas le encajaban los micrófonos en la cara y lo presionaban para hablar.
Tras la primera ronda de personas había una segunda capa, pero de camarógrafos, que hacía la situación aún más sofocante. Michael sabía que Billy Byron odiaba ese tipo de situaciones. Su jefe se notaba incómodo y no paraba de sudar, más por el hecho de que parecía que los reporteros lo habían empujado frente al santuario de las panteras para buscar la toma deseada.
Otros, filmaban a los leones para usarlos como fondo televisivo. Aprovechaban que los enormes animales estaban nerviosos e iban de un lado a otro.
—¿Qué ocurrió con la pantera después de que la trajeron al zoológico?
—Bueno, verá —empezó a contestar Billy Byron e intentó ocultar el tono tembloroso que tenía su voz, pero el esfuerzo hacía temblar sus mejillas regordetas—, se procedió con el chequeo médico rutinario, por parte del veterinario, y... —Miró por encima de los reporteros y al ver a Michael abrió los ojos de par en par—. ¡Michael!
Nada más verlo, se apartó de los reporteros con cierta dificultad y fue hacia Michael con una vaga sonrisa de alivio. La gente de las noticias lo siguió de cerca y no paró de realizar preguntas ni por un segundo.
—Justo quien nos puede despejar todas las dudas. —Billy anunció con un vozarrón.
Tomó del brazo a su empleado y lo arrastró hacia el tumulto de impertinentes como quien arroja a un delincuente dentro de su celda. El círculo de cámaras y micrófonos se cerró en torno a ambos; pero Billy Byron se zafó al decir que Michael era el encargado del mantenimiento de la casa de los felinos, el oráculo que tenía todas las respuestas sobre la pantera rescatada y que, ahora, se encontraba desaparecida. Luego de eso, se esfumó.
«Hijo de mandril», pensó Michael, resentido, al ser abandonado.
De inmediato, las palabras de su jefe golpearon a su comprensión como si de un mazo de roca se tratara: ¡¿la pantera nueva había desaparecido?!
Las preguntas empezaron a caer sobre él y sintió que era aplastado por un montón de ladrillos. No podía entender nada si le hablaban todos al mismo tiempo, y, por si fuera poco, no sabía a quién contestar. Por primera vez en su vida, deseó que el tiempo se detuviera para que pudiera comprender lo que estaba sucediendo. Poco después, entendió por qué la gente estaba siendo evacuada. El personal de seguridad temía que la bestia estuviera suelta en algún lugar de las inmediaciones. El zoológico estaba bajo una total alerta roja.
El sudor frío empezó a manar y a escurrir por su espalda al imaginarse que la pantera suelta podría atacar a algún niño:
«Mierda».
Michael miró ansioso a todos los reporteros y giró sobre su propio eje. Quería salir corriendo a buscar al animal y evitar una desgracia.
—¿Desde cuándo usted...?
—¿Tiene idea de dónde...?
—¿Conoce los pormenores de...?
—¿Quién fue el...?
Las preguntas lo aguijoneaban por todos los flancos y no terminaba de escuchar ninguna debido a la superposición de voces. Todo era una gran complicación. En su mente, Michael maldijo a su jefe. Sentía que Billy Byron le había fundido el cerebro y, por su culpa, no se le ocurría nada bueno para contestar. Tal vez, solo lo estaba usando como chivo expiatorio.
La integridad del zoológico estaba en peligro y si todo se iba por el drenaje, entonces le podían echar la culpa a Michael ya que, después de todo, él era el encargado de la pantera.
«Billy, hijo de puta, malnacido».
Respiró de forma profunda y entrecortada, cuadró los hombros para las cámaras y decidió encarar las preguntas: algo bueno se le iba a tener que ocurrir.
—¡Maldita sea!
Reby sabía que las rejas del zoológico no se abrirían, pero las pateó de todas formas con su gastada bota de motociclista.
«Cerrado».
El zoológico tenía las puertas cerradas y ella no alcanzaba a ver ni un solo alma, dentro. A lo lejos escuchó los gritos solitarios de los monos aulladores y algunos cantos ahogados de las diferentes especies de aves. Su pie seguía contra los barrotes y lo deslizó hasta que volvió a tocar el suelo. Se acercó a la placa de anuncios y leyó con rapidez el cartel en busca de información:
«Abierto de 8:00 a 19:30».
Miró el cielo, se estaba poniendo de un gris opaco. Aunque no llevaba reloj, sabía con certeza que no pasaban de las seis de la tarde. Entonces, ¿por qué demonios estaba cerrado?
Reby soltó un suspiro y miró por encima de su hombro, tampoco había gente afuera, a pesar de estar en el enorme Regent’s Park. Una vieja y conocida sensación de abandono volvió a asaltarla. Miró sus manos: en una cargaba su maleta con la poca ropa que poseía y en la otra asía el estuche de cuero, desgastado y raído, de su guitarra. Pensó en cómo reaccionaría su amigo Allan cuando encontrara la nota que había dejado sobre su cama mientras él salió en busca de comida y Jamie dormía una siesta.
Un horrible espasmo apretó su pecho. Se sentía culpable hasta los huesos por haberse ido a escondidas después de todo lo que Allan había hecho por ella. Sin embargo, prefería ser odiada por su mejor amigo a hacerle daño y a poner su vida en peligro.
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