—Dame la dirección —habló por encima del ruido de los demás motores, cuando se detuvieron en un alto.
—¿Qué?
—La dirección. ¿A dónde te llevo? Rápido, tenemos que doblar y, si no me dices, me veré obligado a dar un rodeo enorme.
«¡Oh, no!».
Su mente estaba oscurecida, no recordaba ninguna persona que fuera capaz de recibirla en Londres. Quizá porque, en realidad, no tenía a nadie que la recibiera y no podía regresar por ningún motivo a la casa Allan.
Por un diminuto momento, surgió una luz en su mente. Tenía la dirección de su primo Sebastian, pero tampoco podía contar con él en ese momento. No. No debía.
El semáforo se puso verde.
—¡Reby! —insistió, con brusquedad.
—¡No puedo ir con nadie! —gritó.
Michael avanzó y dobló en la esquina a una velocidad peligrosa. Ella dio un vistazo por el espejo retrovisor y, como tenía el casco encima, no pudo verle la cara. Sintió que él tenía una expresión furiosa en el rostro, lo sabía por la tensión de sus músculos bajo el tacto de sus manos.
Ella sintió una aguja en su corazón cuando vio que Michael tomaba un retorno en dirección al Regent’s Park.
—¿Vas a regresarme al parque? —preguntó Reby y no pudo ocultar el temblor de su voz.
—No. —Su voz sonó amortiguada por el casco—. Te vas a quedar conmigo.
1Hakuna matata es una expresión en suajili que se puede interpretar como «vive y sé feliz».
Capítulo 5
Un monstruo
Michael aparcó la motocicleta a un costado de la casa y la ayudó a bajar, no obstante, ella ya barajaba la idea de salir corriendo y escapar.
Mientras él desataba las maletas que estaban agarradas al asiento trasero, Reby escrudiñó la fachada. Era alargada, de un solo piso, con el frente de ladrillos terracota flanqueados por enredaderas que reptaban hasta perderse en el ángulo del techo. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de un verde deslavado que, en sus tiempos de gloria, debió ser algún verde esmeralda. No parecía haber ninguna luz encendida, así que supuso que Michael vivía solo o, al menos, no había nadie esperándolo.
—Listo, vamos. —Michael sostuvo las cosas con una sola mano; en la otra llevaba un llavero con un par de tintineantes llaves.
Unas pequeñas escalinatas de madera crujiente los condujeron hacia la puerta. Cuando él introdujo la llave en la cerradura, Reby escuchó resoplidos del otro lado: un perro, podía olerlo.
La puerta cedió tras un chasquido y, con un pequeño empujón con el hombro, Michael logró abrirla. De inmediato, una extraña criatura, parecida a un labrador con poco pelo, salió como una ráfaga para recibir a su dueño. Sin embargo, en cuanto se percató de su presencia, el animal metió la cola, bajó las orejas y comenzó a gruñir.
—Eh, calmado —lo reprendió Michael, con voz firme.
Reby no le agradaba a ningún animal y ese perro no era la excepción. El pequeño parecía darse cuenta de la clase de persona que era: olía el peligro en ella. Lo miró a los ojos y los gruñidos del animal se agudizaron hasta volverse un lloriqueo.
Michael frunció el ceño.
—¿Qué te pasa, Pimienta?
El perro entró corriendo, con la cola entre las patas, y se dejó engullir en la segura oscuridad de un cuarto.
—Discúlpalo, él no suele actuar así —dijo y luego oprimió un interruptor cercano al umbral.
La estancia se iluminó y él sostuvo la puerta para que ella pasara, pero Reby no se movió. Una pequeña farola colgante era lo único que derramaba luz en el pórtico. Las sombras parecían remarcarse con dureza en el rostro de la chica, con un resplandor amarillento que la hacía lucir enferma.
—No está bien que me quede aquí.
Michael esbozó una leve sonrisa y abrió aún más la puerta.
—No será ninguna molestia, de verdad. Vamos, entra. —Hizo un ademán rápido con la mano para que entrara.
—Creo que no lo estás entendiendo. —Se bajó el cierre de la chaqueta hasta el cuello, tal vez Michael no la escuchaba bien—. Es peligroso que estemos en el mismo lugar los dos solos.
«Sin que nadie te pueda salvar», agregó Reby, en su mente.
Al oír esas palabras, Michael pareció sorprenderse y adoptó un semblante serio.
—Por Dios, Reby, sé que soy un imbécil al que no conoces y que no quieres confiar en mí; pero que me caiga un rayo de fuego si sería capaz de hacerte algo malo. No te va a pasar nada estando conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—Permíteme escoger mejor mis palabras. Es peligroso para «ti» que «yo» me quede a solas contigo.
El desconcierto inmovilizó a Michael por un momento. Clavó sus ojos en Reby hasta que una de las comisuras de sus labios tembló y soltó una gran risa. Salió, se colocó detrás de ella y la empujó con suavidad para que ingresara dentro de la casa.
—Eres muy graciosa, sobre todo por el hecho de que lo dices demasiado seria. —Cerró la puerta tras de ellos con una gran sonrisa divertida—. ¿Qué es eso tan peligroso que planeas hacerme? ¿Vas a arrojarme uno de tus zapatos de asesina a la cabeza? —Hizo una pausa para reírse de su propio chiste. Cuando se calmó, aclaró su garganta: su voz sonó profunda y ronca—. Realmente tengo mucha curiosidad de saber qué es eso tan peligroso que puedes hacerme, princesa.
«Romperte el cuello, aplastarte, arrancarte las tripas, descuartizarte… lo normal».
Reby lo miró con los ojos entornados y el ceño fruncido. Por primera vez en su vida, sintió unas ganas urgentes de mojarse con una cubeta de agua. Quería atacar a ese idiota.
¿Por qué tenía que pasar por aquello?
Se bajó el cierre de la chaqueta, se la sacudió de los hombros y se la arrojó al pecho.
—Oye, tranquila, era una broma.
Acto seguido, ella dio media vuelta y abrió la puerta con tanta fuerza que se azotó contra la pared. Salió de la casa airadamente sin sus cosas. Estaba hecha una furia.
Cuando empezó a bajar por las escalinatas, un ensordecedor trueno hizo reventar las nubes, como si se tratara de una aguja que acaba de pinchar un globo lleno de agua. La primera gota de lluvia explotó en la nariz de Reby. Ella pegó un respingo y regresó sobre sus pasos. Subió la escalerilla de un solo salto, entró a la casa como alma que se lleva el diablo y cerró la puerta con la desesperación de alguien que es perseguido por una horda de zombis hambrientos.
Entre jadeos de adrenalina, miró sobre su hombro. Michael estaba con la boca entreabierta y tenía cara de estar frente a la loca más zafada de un psiquiátrico.
—Toma, princesa. —Reby frunció el entrecejo, pero aceptó la taza humeante con té que Michael le ofrecía.
—No me digas así.
—Ponte cómoda. —Le regaló una sonrisa antes de dirigirse hacia una habitación.
Reby soltó un suspiro contenido cuando él salió de su vista. Bajó la mirada hacia la taza caliente que descansaba sobre sus rodillas, la tenía acunada con ambas manos para calentarse a sí misma. Era un calor reconfortante, agradable. El vapor que ascendía tenía un leve rastro de menta, ella lo aspiró hasta que se le entibiaron los pulmones.
Michael había encendido la calefacción, así que rechazó el cobertor que él le había ofrecido minutos atrás. Se encontraba doblado a un lado de ella, en el sofá de la sala, y no se atrevía a tomarlo. Él le sirvió un plato de estofado recalentado y su estómago agradeció con espasmos de alegría. Le explicó que era del día anterior y le aseguró que estaba buenísimo, cuando él malinterpretó su expresión contraída.
La casa del chico era adorablemente pequeña, tenía justo lo necesario para vivir de forma confortable. La sala parecía ser el centro de la estructura y, a los lados, había dos alas que daban acceso al resto de la vivienda. Reby deslizó los ojos por las pertenencias de Michael y enarcó una ceja.
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