Diferencias entre la parálisis social de dictaduras autoritarias y la movilización social del fascismo
Esta cuestión resulta de importancia fundamental para distinguir, en el caso argentino, experiencias políticas previas de lo que podría constituir una verdadera novedad en este siglo XXI. La movilización masiva con un sentido reaccionario no ha sido parte de la historia política argentina, con excepciones muy menores que nunca llegaron a arraigar, como las manifestaciones y acciones clericales antiperonistas de 1954 y 1955. Los movimientos políticos que lograron movilizar a sectores medios o a grandes conjuntos de trabajadores (el radicalismo primero, el peronismo después) constituyeron en su momento iniciativas progresistas que buscaron ampliar el horizonte de derechos, bien que en ambos casos con modalidades más reformistas que revolucionarias. Aun cuando implementaron acciones represivas (ante las rebeliones obreras en la Ciudad de Buenos Aires o en la Patagonia bajo el radicalismo, con la represión a los sindicatos no dispuestos a alinearse con el régimen bajo el primer peronismo, con el surgimiento de agrupaciones nacionalistas peronistas en los años ’60 e incluso con los escuadrones de la muerte creados en el Ministerio de Bienestar Social por López Rega a partir de 1974), lo hicieron desde la estructura del aparato estatal y no se proponían involucrar la movilización de grandes contingentes ni autorizar la dispersión o autonomización del ejercicio del terror.
Es por ello que, entendido en el sentido de práctica social (aunque también vale para su comprensión como ideología), ni los movimientos populares argentinos ni las dictaduras instauradas para combatirlos pueden ser homologadas a las experiencias fascistas europeas. Cabría quizás la excepción, en relación con la comprensión del fascismo como régimen de gobierno, de una tibia deriva corporativa expresada en el inicio del gobierno de Juan Carlos Onganía —a partir del golpe de Estado de 1966— en el que se buscó ubicar a los militares como garantes de un acuerdo entre los grupos empresariales y un importante sector sindical que se proponía construir cierta autonomía de Perón, identificado con la conducción de Augusto Timoteo Vandor. Pero estas lógicas no prosperaron y la dictadura se inclinó nuevamente por una visión liberal, terminó bastante aislada, la movilización opositora fue creciendo —a la vez que algunas de las organizaciones del campo popular se inclinaron por la posibilidad de asumir la lucha armada contra el régimen estatal, en contextos donde las salidas democráticas aparecían definitivamente clausuradas— y, finalmente, Lanusse debió negociar con el propio Perón una salida electoral y el fin de la proscripción del peronismo, en lo que se dio en llamar el Gran Acuerdo Nacional, que terminó conduciendo a las elecciones nacionales de 1973.
Las iniciativas reaccionarias en la Argentina del siglo XX, por lo tanto, pese a haber implementado un genocidio, un sistema de campos de concentración y no haber ahorrado sangre del campo popular, no se caracterizaron por la posibilidad ni la intención de movilizar en su apoyo a grandes contingentes sociales sino que confiaron su ejercicio de la dominación a la paralización generada por el terror o a distintos modos de negociación o cooptación de los movimientos populares.
El macrismo, en este sentido, constituye una novedad: se trata de la primera vez en todo un siglo en la que la expresión política directa de los sectores dominantes puede acceder al gobierno a través de una compulsa electoral no fraudulenta y sin la mediación de un movimiento de masas que no fuera propio (como había ocurrido en el caso del menemismo, que sí contaba con la fuerza del peronismo, pese a haber implementado la política exactamente opuesta a la que históricamente había defendido dicha fuerza política). El ejercicio del gobierno por parte del macrismo durante ya casi cuatro años, con una rápida y brutal distribución regresiva de los ingresos sin la malla de contención de un movimiento popular como la que tuvo el menemismo, y sin la paralización generada por un terror dictatorial, transforma las prácticas sociales fascistas en una de las escasas posibilidades para la regeneración de esta derecha en decadencia, para la búsqueda de un nuevo horizonte de apoyo en un contexto de fuerte malestar social.
Apenas a modo de ejemplo de una posible deriva y desarrollo de la situación, cabe resaltar el protagonismo asumido durante 2018 por la ministra de seguridad, Patricia Bullrich, y por las temáticas de su cartera (tenencia de armas por parte de ciudadanos comunes, la estructuración de un discurso xenófobo contra los inmigrantes de países limítrofes y la remisión a los mismos como explicación de la inseguridad, la legitimación de una represión letal en casos como los de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel y las campañas contra la familia Maldonado, entre otros) o la elección del peronista Miguel Ángel Pichetto como candidato a la vicepresidencia para las elecciones de 2019, expresando un corrimiento de cierta derecha moderna y liberal hacia posiciones más xenófobas y discriminatorias.
El ministro de economía, Nicolás Dujovne, expresó la complejidad de la situación económica presente con absoluta contundencia, sea por ingenuidad o por cinismo al declarar que “nunca se hizo un ajuste de esta magnitud sin que caiga el Gobierno” (15), reconociendo precisamente la novedad del ajuste macrista en relación con las experiencias históricas previas (llevadas a cabo bajo dictaduras militares o en condiciones que implicaron el final precipitado y abrupto del gobierno que las encarara, desde el “Rodrigazo” de 1975, la hiperinflación de 1989 o la corrida bancaria y el “corralito” del fin de la Convertibilidad en 2001).
La construcción del enemigo inmigrante limítrofe en tanto “invasor” o “ladrón de derechos” (salud, educación, seguridad), la disputa con la “ideología de género”, la estigmatización del adversario político (la Kukaracha kirchnerista, el anarco-trosco-kirchnerismo, el “comunismo” del candidato peronista a la gobernación bonaerense Axel Kicillof o su origen judío), todos motivos clásicos de procesos genocidas, desde la Alemania nazi hasta la Ruanda de los años ’90 o, ahora también, el “eje del mal”, que incluye las supuestas conspiraciones (Venezuela-Cuba-Irán), los grupos indígenas e incluso campesinos (muy en especial en el caso mapuche en el sur y las especulaciones acerca de la existencia de una organización como la RAM, pero también con fuerza e importante presencia en provincias como Salta, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero, Chaco o Formosa), y todo aquello que constituye posibilidades de movilización de los sectores sufrientes, propuestas para proyectar sus frustraciones en otros grupos de población, como estrategia para desviar la atención de las consecuencias del brutal aumento de la desigualdad.
¿Prácticas sociales fascistas en el presente argentino?
Entendido entonces en este tercer sentido de práctica social, la pregunta es si por primera vez podríamos estar experimentando el riesgo de que algunas de estas prácticas encuentren apoyo y consenso en la sociedad argentina contemporánea. No es fácil aún dar una respuesta, pero lo que se observa en estos últimos tiempos es, cuanto menos, preocupante.
Entre las declaraciones punitivistas o xenófobas de los últimos dos o tres años podemos encontrar un arco político demasiado amplio, que en modo alguno se reduce apenas a sus expresiones más extremas, como las del diputado salteño Alfredo Olmedo o el ex carapintada Juan José Gómez Centurión, que parecen querer adelantarse a su tiempo y forzar permanentemente los límites de lo construido como “políticamente correcto”, con una atención mediática, un interés y una retransmisión que jamás habían recibido figuras como Alejandro Biondini.
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