Daniel Feierstein - La construcción del enano fascista

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Aunque Argentina había logrado mantenerse a salvo, el fascismo cobra actualidad en el contexto de un mundo que comienza a recurrir nuevamente a la movilización reaccionaria y en el clima de época instalado por el macrismo, la campaña del voto celeste o el surgimiento o consolidación del nuevo partido Nos, que no han dudado en exaltar las fuerzas de seguridad, defender la antipolítica y recurrir a la estigmatización del otro como estrategia de agitación electoral.Este libro es un ensayo urgente y profundo sobre el fascismo, pero también una advertencia, un llamado a enfrentar al huevo de la serpiente antes de que sea demasiado tarde.

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Vale la pena detenerse brevemente en cada una de las tres lógicas estructurales (el fascismo como ideología, como régimen de gobierno y como conjunto de prácticas sociales) para describir sus elementos fundamentales y evaluar su vigencia a la luz del contexto político contemporáneo argentino. Esto es, no solo para comprender en qué sentido puede ser pertinente el concepto de fascismo sino también para aclarar en qué sentidos no lo sería. Ello también tiene una profunda utilidad teórico-política.

El fascismo como ideología

Concebir el fascismo en tanto construcción ideológica puede tener su sentido, ya que permite observar prácticas históricas con características diferentes en aquellos puntos que tienen en común, por ejemplo, el fascismo italiano, el nazismo alemán o el falangismo español, o incluso las distintas experiencias de nacionalismos periféricos en Europa del Este, América Latina o Asia. Muchos de los trabajos teóricos sobre el fascismo tienden a priorizar este tipo de mirada estructural, la cual tiene utilidad, sobre todo en el campo de la teoría y la filosofía políticas. El riesgo, en algunos casos, es que se piense la ideología como reificada de las propias prácticas sociales en las que se inscribe y, por tanto, se termine concibiendo el fascismo más como “un modo de pensar” que como un constructo que articula modos de hacer y modos de representarse la realidad. Pero, de todas maneras, no deja de ser relevante analizar el fascismo en función del marco ideológico que estructura, en particular cuando se lo entiende como parte de las propias lógicas de la praxis.

Si tomamos la definición de fascismo presentada en el Diccionario de Política de Norberto Bobbio (12), por ejemplo, ocho de las trece características necesarias para considerar un régimen como fascista se vinculan con elementos de corte más o menos ideológico, a saber: monopolio de la representación política por parte de un partido único y de masas organizado jerárquicamente, ideología fundada en el culto del jefe, exaltación de la colectividad nacional, desprecio de los valores del individualismo liberal, colaboración entre clases, anticomunismo, objetivos de expansión imperialista y un aparato de propaganda fundado en el control de la información y de los medios de comunicación de masas.

En la mirada que prioriza este componente “ideológico”, el fascismo se caracteriza como un modo por el que los sectores dominantes buscan hegemonizar una visión del mundo en la cual se dan cita una concepción conspirativa, un nacionalismo de corte expansionista que construye como enemigos a las naciones o estados limítrofes y que busca establecer una cohesión interclasista desde la remisión a valores míticos o tradicionales. Ello se suele vincular con algunos elementos que, incluso, podrían remitir a un régimen de gobierno, como la conformación de un partido de masas, el rol de la dominación carismática y la identificación con un líder fuerte, la prohibición de los partidos de oposición y, sin dudas, la crítica a la modernidad (o incluso a la posmodernidad) desde la defensa de los valores de familia, tradición o patria. Uno de los riesgos de una mirada que se base demasiado en la perspectiva ideológica es el de perder de vista la articulación pragmática de estos núcleos ideológicos con las necesidades del capital, articulaciones que se buscará desarrollar con más detalle en el próximo capítulo.

Más allá de la caída de los fascismos en la segunda posguerra, siempre existieron, desde aquel momento, movimientos que podrían ser caracterizados ideológicamente como fascistas en distintos puntos del globo, aunque su fuerza real tendió a ser más bien limitada, ya que no se volvió a dar una articulación con las necesidades de los grupos dominantes. Así ocurrió también en el caso argentino, en el que, sin negar la existencia de agrupaciones identificadas ideológicamente con el fascismo tanto en el campo del antiperonismo como en el campo del peronismo, estas nunca lograron la conducción del proceso político en democracia ni en ninguna de las numerosas dictaduras militares. Los sectores fascistas fueron siempre minoritarios incluso dentro de las propias fuerzas armadas argentinas y, vinculados con cierto nacionalismo difuso y por lo general xenófobo, antiinmigrante y antisemita, tendieron a ser conducidos, derrotados o hegemonizados por las corrientes más liberales. En el campo de los partidos políticos, nunca llegaron a contar con una estructura propia y constituyeron más bien pequeños núcleos dentro de los partidos existentes sin capacidad de incidencia política significativa o sectas marginadas del escenario político, como los grupos conducidos desde hace años por Alejandro Biondini.

Si bien en estos últimos años han aparecido nuevas figuras que reivindican algunos de los lineamientos ideológicos del fascismo —de las cuales quizás la más notoria podría ser la del diputado salteño Alfredo Horacio Olmedo o la de Juan José Gómez Centurión, así como en algún momento lo fueron las agrupaciones neonazis que, a diferencia de Olmedo, nunca accedieron a representación parlamentaria—, no pareciera ser en este plano propiamente ideológico en donde radicaría el mayor riesgo de fascismo en la Argentina de hoy, en tanto que muchos de los motivos ideológicos clásicos del fascismo —partido único de masas, nacionalismo expansionista, culto personalista del jefe— no parecen tener vigencia ni capacidad de interpelación en las grandes mayorías de la sociedad argentina.

Sí puede observarse —muy en especial dentro de la alianza Cambiemos y, sobre todo, a partir de los cambios realizados para las elecciones de 2019 en la nueva configuración Juntos por el Cambio, aunque no solamente allí sino también en sectores del peronismo, en el nuevo partido Nos y en algunos partidos provinciales— un fuerte crecimiento, estos últimos años, de un novedoso anticomunismo macartista, reconfigurado como ofensiva ante las luchas feministas o por la igualdad de género, contra los colectivos LGBT, contra inmigrantes o pueblos originarios y de la mano de un ataque a las conquistas de la modernidad, pero ya no necesariamente centrado en la crítica al individualismo liberal. Quizás uno de los casos más actuales y chocantes fue la acusación del candidato a vicepresidente de Juntos por el Cambio, Miguel Ángel Pichetto, buscando descalificar a Axel Kicillof —candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires— acusándolo de “comunista”. Esta novedad se vincula a que este neo o protofascismo ideológico del siglo XXI convive con muchas de las conquistas ideológicas del neoliberalismo, en tanto estrategia centrada en la reivindicación del consumo, la meritocracia o la preocupación individualista por el propio bienestar. En este nivel sería entonces de utilidad poder comprender los elementos estructurales presentes en ambas experiencias, así como sus importantes diferencias, aun pensando exclusivamente en los motivos argumentales que configuran cada marco de representación de la realidad.

El fascismo como régimen de gobierno

Comprender el fascismo como régimen de gobierno implica centrarse en el cuestionamiento a la organización republicana y representativa a partir de una propuesta de corte corporativo. Fue una de las características fundamentales de las experiencias europeas de la primera mitad del siglo XX pero claramente la menos actual, la menos pertinente para ser analogada a los desafíos del presente.

Entendido en este sentido, podría decirse que el riesgo de fascismo, tanto en la región como en Argentina, es casi nulo. Latinoamérica ha oscilado entre regímenes democráticos más o menos respetuosos de la institucionalidad (incluyendo aquellos que han implementado guerras de contrainsurgencia sin eliminar el funcionamiento republicano, como México o Colombia) y dictaduras militares con fuerte vinculación con los intereses norteamericanos (en todo el Cono Sur y en América Central, con características bastante distintas en cada una de estas dos subregiones, con una presencia mucho mayor del patrimonialismo en América Central). Sin embargo, si bien estas dictaduras podrían asemejarse a los bonapartismos o a las dictaduras autoritarias analizadas por autores como Gramsci o Poulantzas, son precisamente los elementos fascistas los que se encontraron ausentes en la enorme mayoría de las experiencias de la región. Pese a algún que otro conato en los años ’60 o ’70, el fascismo en tanto régimen de gobierno no tuvo nunca chances reales de avanzar, producto entre otras cosas de la falta de autonomía de las burguesías nacionales y de la fuerte dependencia de las fuerzas armadas con respecto a los proyectos e iniciativas continentales, coordinadas por los EE. UU.

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