El niño solitario se llama Miguel y acaba de llegar de Beratón, un pueblecito aislado a los pies del Moncayo. Los escasos edificios que forman Beratón surgen de la tierra acosados por frondosos rebollos, chopos y carrascas. La telefonía no ha llegado al pueblo, exceptuando un pequeño aparato de ruleta instalado en la casa de la más anciana. Allí, las mujeres se arremolinan en torno al teléfono comunitario para recibir noticias de sus familiares, en su mayoría residentes en Zaragoza, Logroño y la capital soriana.
Hay censadas veintiséis personas en el pueblo. De las veintiséis, solo ocho superan los setenta años, solo cuatro tienen menos de quince y solo una, el pequeño Miguel, es un varón. Es un pueblo condenado a una extinción tranquila, sin grandes aspavientos ni estertores de muerte llamativos. La vida en Beratón discurre discretamente e igual de discretamente se dirige a su inevitable final. A ninguna de las mujeres que habitan sus tierras parece preocuparle lo que suceda mañana, ocupadas como están con el trabajo de los campos y la ganadería lanar, su principal medio de subsistencia. Una vez cada diez días, un joven llega al pueblo conduciendo una furgoneta naranja cargada de productos ultramarinos y tabaco marca Gauloises, un vicio al que las mujeres de Beratón sucumben cada noche y que suelen acompañar de unos chatos de licor de hierbas que preparan ellas mismas. Bernardo les acerca también viejos ejemplares de Ajoblanco, Hermano Lobo y otras revistas compradas en el rastro que las mujeres devoran y a menudo se leen en voz alta durante sus reuniones.
Los hombres abandonaron Beratón hace años. Los únicos partos recientes que ha conocido el pueblo —tres, para ser exactos— se deben a sendos escarceos de sus habitantes fértiles con los habitantes de villas cercanas. Estos encuentros son provocados por las mujeres de Beratón con el único objetivo de experimentar con su sensualidad y nunca con un propósito romántico. Al menos, eso dicen ellas. A día de hoy, todas afirman estar plenamente satisfechas con sus relaciones afectivas, que son exclusivamente femeninas y que, en ocasiones, se tornan físicas y grupales gracias al influjo de la luna y del licor de hierbas de la localidad.
El último nacimiento, el del pequeño Miguel, despertó cierta incomodidad entre las habitantes del pueblo. La irrupción de aquel bebé con su colgajo parecía resucitar en ellas miedos y tensiones dormidos desde la marcha de los hombres a las localidades periféricas. Pero todo aquel recelo se esfumó muy pronto, sin hacer ruido, como suelen suceder estas cosas. El rosado recién nacido no tardó en ser aceptado por la comunidad y creció amparado por los atentos cuidados de aquellas mujeres de manos callosas y pies ennegrecidos.
X es muy afortunada por tener una cara bonita y unas manos discretas, porque no es lo suficientemente profesional como para conservar un trabajo más de dos meses. Suele definirse como artista emergente pero, de momento, su obra no genera ni gran expectación ni, desde luego, beneficios económicos.
Desde que empezó a sacarse las castañas del fuego, se ha empleado como dependienta en una tienda de cómics, de donde la echaron ante sus constantes comentarios despectivos sobre el gusto de ciertos clientes —los más ubicuos, concretamente—; como camarera; como técnica de sonido en una diminuta sala de conciertos, y como creadora de identidad visual para pequeñas empresas. Su periodo laboral más duradero fue de cinco semanas y dos días, todo un récord del que salió resoplando y con un efectista portazo que incluyó la pérdida del finiquito. Actualmente, sus escasos ingresos provienen de la generosidad de sus padres adoptivos y de la reventa de las rarezas musicales que encuentra en mercadillos, tras arduas búsquedas, y que luego ofrece a subasta en la plataforma de compraventa Ebay. Su mayor triunfo hasta la fecha ha consistido en la adquisición de un ejemplar original del álbum Diamond Dogs, de David Bowie, cuya portada exhibe un personaje, híbrido del cantante y de un perro de raza pitbull (parte superior humana, inferior canina), que fue rápidamente censurado debido a la contundente presencia de los aterciopelados genitales del animal. Después de que estos fueran eliminados del diseño, los pocos ejemplares que los mostraban se convirtieron en objetos preciadísimos. Tan preciados que X obtuvo quinientos cincuenta euros a cambio de su hallazgo.
Y eso no es todo. X sisa, con eficacia y parsimonia, entre cincuenta y cien coloretes, pintalabios y eyeliners de marca al mes en distintas grandes superficies y droguerías de la Ciudad, para luego venderlos por algo menos de su valor de mercado a sus compañeras de la facultad de Bellas Artes, gracias a las cuales ha establecido toda una red de tráfico de cosméticos (en la que se admiten pedidos). En su barrio —sillas plegables ante los portales, tejas inestables que dan algún que otro disgusto, invasivo olor a fritanga y una infatigable banda sonora a base de berridos y Radiolé— no hay un solo sitio en el que hacerse con este tipo de fruslerías. La tiendita frente a su edificio no dispone siquiera de esos famosos pintalabios marroquíes de pasta morada o azul que se vuelven rosas al contacto con la piel. La casi nula demanda de todo lo que no sea papel de plata, que los yonquis adquieren allí nada más abandonar alguno de los narcopisos de la zona, ha hecho que el dueño del local haya desistido de adquirir golosinas y maquillaje barato para hacer hueco al aluminio, las litronas de cerveza, el Aquarius y los cigarrillos sueltos. Envuelto por un rumor empalagoso de anime ochentero, con sus voces nasales y su vocoder a granel, el dependiente atiende a sus clientes con apatía, con la cara de alguien que se ha resignado a no entender qué demonios pasa en España con el papel de plata y por qué la mitad de sus ingresos proceden de él. Es la cara de un niño que salió de su aldea de Hangzhou, en el sureste de China, para caer directamente en esa banqueta, desde la que ahora mira a X con gesto inexpresivo. Un euro, recalentado tras varias horas descansando en el bolsillo trasero de los vaqueros de X, cae sobre la palma de su mano, tras lo cual la chica recoge un par de cigarrillos Chester y se aleja de allí casi dando brincos.
X sube ahora las escaleras de su casa. Vive en un piso diminuto, en el cogollo de una de las zonas más turbias de la Ciudad. Dormitorio, salón y cocina se funden en un apasionado abrazo de veinte metros cuadrados. Tras encender uno de los cigarrillos, se sienta ante su ordenador, un renqueante portátil de segunda mano que suspira aparatosamente en cada nuevo encendido y que X emplea para realizar sus collages. Una fotografía de la finlandesa Maria Lax funciona como fondo de escritorio: un rectángulo sombrío sobre el que se recorta un bosque iluminado por fugaces resplandores azul turquesa. La obra de Lax, de aspecto onírico pero ejecución lúcida, gira en torno a las apariciones de Objetos Voladores No Identificados que tuvieron lugar en su pueblo natal, Pudasjärvi, durante los años setenta. Diversos testigos describían entonces luces azuladas y fantásticas, que se dejaban ver en las zonas boscosas del pequeño municipio finlandés y atravesaban el firmamento o el suelo raso dejando una estela hipnótica. Después de leer el libro que su propio abuelo había escrito sobre aquellas apariciones, Lax se dedicó a entrevistar a las personas que vieron las luces con sus propios ojos, recreándolas luego en una serie de fotografías que X ha impreso y empleado para decorar cada metro de pared libre de su dormitorio.
La misión de X, si podemos llamar misión a las obligaciones que se derivan de una actividad absolutamente voluntaria, es encontrar imágenes de buena calidad relacionadas con la multinacional Coca-Cola. Su intención es imprimir y recortar todas esas imágenes, ya provengan del ámbito de la publicidad o de publicaciones personales, para realizar un collage en el que aparecerán combinadas con fotografías de la campaña electoral de Donald Trump, bombas atómicas, intestinos humanos rojos y relucientes como un montón de rubíes mojados, flores de interior invadidas por amorfas manchas de pulgón y guaraníes. Según ha leído recientemente, los guaraníes son un grupo indígena latinoamericano expulsado de sus territorios originarios por el megaproductor industrial agroalimentario Bunge, encargado de suministrar a Coca-Cola la caña de azúcar para la elaboración de sus productos. Los guaraníes conviven actualmente en angostos campamentos de tiendas Quechua, guirnaldas de miseria que flanquean las carreteras en zonas de Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay. Allí caen enfermos, se dan a la bebida y, con frecuencia, se suicidan.
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