Si bien la crisis urbana también se presentaba en muchas otras ciudades latinoamericanas que de igual manera se estaban viendo afectadas por la aguda situación económica, la ciudad colombiana manifestaba síntomas particulares, debido a factores como la pérdida de legitimidad del Estado y los sentimientos de desesperanza, frustración colectiva y “no futuro” que respondían al clima de violencia.
Un paliativo o un intento de encontrar soluciones a la situación explosiva y aparentemente incontrolable fue la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente en 1990, y su posterior desarrollo hasta promulgar la nueva Constitución Política en 1991. La Constitución fue pensada como un nuevo pacto social que canalizara las divergencias políticas y reconociera la diversidad étnica, generara cohesión social y relanzara al país a un nuevo horizonte de modernidad. La nueva carta magna definió nuevos derechos ciudadanos, fomentó espacios de inclusión étnica y social, amplió y profundizó el proceso de descentralización y autonomía regional y local iniciado en los ochenta, y revalorizó el aparato judicial, entre otros aspectos que despertaron un clima de optimismo entre los ciudadanos.
Un interregno, en cierto modo complementario en términos de las esperanzas que cifraba, fueron las negociaciones y el proceso de paz adelantado entre la guerrilla de las farc y el gobierno nacional por iniciativa del presidente Andrés Pastrana (1998-2002). Este proyecto, desarrollado entre enero de 1999 y febrero del 2002, se frustró, lo que desencadenó un incremento en los enfrentamientos armados a partir de la ruptura de las negociaciones y la eliminación de la zona de distensión en El Caguán, un territorio de cuarenta y dos mil kilómetros (el equivalente en extensión a un país como Suiza) desmilitarizado y entregado a la guerrilla con el supuesto de ser el escenario de los diálogos. Mientras se adelantaba el proceso, las guerrillas se rearmaban estratégicamente y tomaban el control de algunas de las principales vías del país, mediante retenes ilegales, quemas de vehículos y las llamadas “pescas milagrosas” o el secuestro aleatorio de viajeros, lo que generó un ambiente de inseguridad nacional y la sensación de cierto aislamiento urbano. En el imaginario popular mediatizado, las ciudades parecían islas en un mar tenebroso tomado por la guerrilla, lo que se acentuó con el fin de las negociaciones de paz.
Mientras se desarrollaba, reglamentaba e implementaba lo definido en la Constitución y, ya a fines de la década del noventa, se adelantaban las negociaciones de paz, el conflicto armado no aminoró, sino que entró en otra fase, ahora con un actor renovado y más visible: el paramilitarismo. Iniciado como grupos de autodefensas campesinas en los años setenta en el Magdalena Medio, con claros tintes rurales y principalmente como arma de los hacendados, luego aliado del narcotráfico y fragmentado regionalmente, en los años noventa el paramilitarismo se articuló como un proyecto contrainsurgente de escala nacional. Los enfrentamientos con las guerrillas por el control territorial se trasladaron de Córdoba y Urabá —focos iniciales después del Magdalena Medio— a otras regiones del país en alianza con algunos sectores de las clases dirigentes locales y regionales, hasta llegar, ya en la coyuntura del cambio de siglo, a los barrios de las principales ciudades del país.
Todos los actores confluyeron entonces en el escenario urbano. Lo que en los ochenta y a principios de los noventa fue un planteamiento estratégico, a finales de los noventa y con el cambio de siglo era una realidad: la “urbanización de la guerra”. En la ciudad se manifestaban las disputas territoriales entre los distintos grupos armados, situación que tendría un punto de quiebre significativo en la llamada Operación Orión, en octubre del 2002, mediante la cual las fuerzas militares oficiales retomaron el control en la Comuna 13 de Medellín. De igual manera, con la reestructuración y modernización de la policía y el ejército, sumado al denominado Plan Colombia, formulado y adelantado desde el gobierno de Pastrana en 1998, se inició para algunos analistas el declive estratégico de las farc y su retroceso, por la acción paramilitar y la política de Seguridad Democrática implementada por el gobierno de Álvaro Uribe a partir del 2002.2
La exacerbación del conflicto, en el periodo aquí estudiado, generó dos grandes fenómenos en Colombia: el desplazamiento forzado interno y la migración internacional. Entre 1985 y el 2002, de acuerdo con las cifras de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes, 2.914.853 personas fueron desplazadas del campo a la ciudad, lo que incrementó los cinturones de miseria en las ciudades intermedias —como Montería, Cartagena, Barrancabermeja y Cúcuta— y en las grandes ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla—. Paralelamente a esta cifra, se calcula que entre tres y seis millones de personas se vieron forzadas a salir del país, principalmente hacia Estados Unidos, España y Venezuela.
Las ciudades son convertidas así en el escenario por excelencia del conflicto político, armado y social, de la violencia común y del narcotráfico, y de las exclusiones económicas, geográficas, sociales, culturales o políticas. En ellas se sintetizan y expresan la mayor parte de las problemáticas del país. Obviamente, todo esto se manifiesta en la espacialidad urbana y en la arquitectura, desde lo doméstico hasta lo público.
En 1989, el arquitecto Alberto Saldarriaga Roa escribe el artículo “Arquitectura en un país en crisis”, título que toma prestado de la historiadora y crítica argentina Mariana Waisman, quien lo utilizó en un texto a propósito de su país y de la situación latinoamericana. En su artículo, Saldarriaga entronca los problemas locales con los mundiales: la pobreza generalizada, la destrucción de los recursos naturales, la sobrepoblación, la contaminación del aire y las aguas, los desastres naturales, el narcotráfico y, como derivado de lo anterior, un clima de relatividad ética en el ejercicio de la profesión de arquitecto frente a las realidades del medio impuestas por el capital —del narcotráfico y de los organismos internacionales— y las leyes del mercado, el proceso privatizador y los nuevos modelos de desarrollo urbano. En este marco, las políticas oficiales imperantes aludían a la demolición del tejido urbano existente, en beneficio de la construcción comercial y la extensión urbana periférica de baja densidad, ya fuera como operaciones inmobiliarias de carácter financiero o como urbanizaciones ilegales auspiciadas por políticos que recibían prebendas electorales y económicas:
En este modelo, la dinámica urbana está dada principalmente por el movimiento financiero del sector inmobiliario y de la construcción. Las ciudades, entendidas fundamentalmente como campos de inversión, se convierten en entes anómalos cuyas necesidades más apremiantes no son atendidas por los altos costos que requiere esa atención, en tanto los grandes recursos se diluyen en infinidad de proyectos económicamente lucrativos y urbanísticamente dañinos. Las batallas que hay que librar para defender lo que resta del patrimonio urbano y arquitectónico, para la recuperación del espacio público, para la defensa de la vegetación, para el mejoramiento de la calidad habitacional, para la salvaguardia de la seguridad ciudadana y para muchas otras causas, cuenta como principal opositor a veces al mismo Estado, que se encarga de favorecer más, a través de sus políticas, lo destructivo que lo creativo. Los mercenarios se imponen sobre los comprometidos con las causas de la ciudad, de la cultura y del medio ambiente.3
Este panorama absolutamente pesimista era una radiografía del proceso privatizador que vivía la ciudad colombiana en el decenio del ochenta, del dominio del poder económico legal e ilegal, del viraje de las políticas oficiales concernientes a la ciudad, de la carencia de propuestas adecuadas, tangibles e inmediatas para su redención, y de la falta de horizonte de la misma arquitectura y el urbanismo a pesar del boom económico que produjeron los dineros del narcotráfico. Las acciones combinadas de todos los agentes involucrados incidieron en la forma de definir la ciudad y cambiaron su paisaje urbano, en algunos casos de manera positiva, pero casi siempre con consecuencias negativas.
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