Intentar dibujar las constelaciones con ayuda de Maquiavelo
La Historia no se repite, pero rima; el futuro no está escrito, pero hay tendencias. Lo que define lo que vaya a pasar es ese lugar donde se cruzan fortuna –esto es, las condiciones objetivas, las estructuras–, virtud –esto es, los actores políticos y sociales en conflicto, la agencia– y necesidad –es decir, la conciencia de la ciudadanía, las ideas hegemónicas–. Lo contó Maquiavelo en El príncipe, lo simplificaron Marx y Engels diciendo que la lucha de clases es el motor de la Historia, y lo resume el saber popular proclamando que «hombre prevenido vale por dos», que «al abad sin ciencia ni conciencia no le salva la inocencia» y que «llegaron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege a los malos cuando son más que los buenos».
Los psicólogos sociales llaman «descuento hiperbólico» a la renuncia a un bien mayor porque el beneficio tiene que esperar. La naturaleza humana tiende a preferir una menor recompensa si es inmediata (preferimos tener cien euros ahora a mil euros en seis meses, una bajada de impuestos ahora a pagar en sanidad privada seis veces más en un año). Las instituciones son mecanismos para evitar ese error. Las instituciones son un acuerdo a medio y largo plazo donde todos nos beneficiamos. La alternativa es el mercado y la desregulación. Esto sí lo sabíamos, pero no ha servido de mucho. Es muy difícil entender que no entendemos porque pensamos mal. Y no es una cuestión de inteligencia: es que tenemos unos marcos donde, al final, concluimos que quien es buena gente lo es porque no es muy listo, no por justamente todo lo contrario.
Se trata en estos pasajes de intentar trazar el dibujo de las constelaciones, de unir las estrellas en un hilo de sentido, de dibujar el firmamento antes de que cayera sobre nuestras cabezas por culpa de un mal invisible. Se trata, apenas, del intento de deambular por el cielo juntando las piezas, colocando las teselas en la pared para ver si aparece el mosaico y su dibujo. Buscar el sentido que une las realidades para intentar organizar el desconcierto que ha traído el coronavirus. Buscar después, debajo de la maleza, los surcos por donde discurre el cauce social. Porque el camino inmediato está ahí escrito.
Carta de un sanitario del servicio de urgencias de la ciudad de Madrid (España)
Ayer, cuando llegué a casa, eché cuenta del tiempo que llevamos luchando contra esta pandemia.
Algo más de 2 meses que nuestra manera de vivir y trabajar ha cambiado totalmente.
En el recuerdo quedan decenas de avisos que, a día de hoy, cuesta mucho razonar o comprender.
Decenas de situaciones complicadas, rabia, lágrimas, dolor…
En este tiempo, las sensaciones buenas que recuerdo de esta «etapa» son los aplausos de los primeros días, las sonrisas y bromas de mis compañeros. Sí, incluso detrás de una mascarilla reconocemos las sonrisas y muecas.
También hay situaciones y recuerdos amargos que no voy a olvidar nunca.
Ir a domicilios a atender disneas, que habían evolucionado en nada de tiempo… y en vez de poder resolverlas como hacíamos casi siempre… te encontrabas fallecidos, y el médico sólo podía certificar su muerte. Pacientes agonizando en sus camas y sin ninguna posibilidad de salir adelante.
Entrar en un portal para atender una disnea en un cuarto piso (los primeros días de confinamiento) y darte cuenta de que entre el bajo y el segundo piso… había un olor que reconoces rápidamente, es el olor a muerte y descomposición de un cadáver.
Atender un intento autolítico (los intentos de suicidio en estos días se han disparado) de un profesional que estaba luchando contra el virus y decía no poder más, un profesional con muchos años de experiencia (intensivista) que no podía superar lo que estaba viendo, viviendo.
Síndromes de abstinencia, agresiones, brotes psiquiátricos, ansiedades, miedos, soledades de octogenarios en su domicilio y con miedo a morir… A morir solos.
Entrar en residencias donde llevaban 3 días con un positivo o varios, fallecidos… que aún los servicios funerarios no daban abasto para recoger tanto cadáver. Domicilios donde tardaban en recoger un cadáver de 24 a 48 horas.
Y mil cosas más que podíamos contar cualquiera de los que estamos trabajando…
Compañeros, amigos que han enfermado, sin olvidar a los que han fallecido luchando contra esta pandemia (D.E.P.).
Llevo días enfadado, enojado, parece que mucha población aún no se entera de qué va esto, gente haciendo deporte pegados como lapas, gente haciendo corrillos con los perros y charlando animadamente, sin mascarillas, gente haciendo botellones o reuniones en una plaza, ni distancia de seguridad ni hostias.
Hoy me levanto viendo a gente que se ha manifestado en la calle, enarbolando cacerolas y banderas como si «el Bicho» no fuera con ellos. Total… un desmadre de idiotas que vemos a diario haciendo «de su capa un sayo».
Particularmente he dejado de sentir pena y lástima, sólo me queda intentar proteger a mi familia y compañeros en la medida que me sea posible. Los demás seguid haciendo lo que queráis, ojalá nunca tengáis que vernos vestidos así, a menos de 20 centímetros de vosotros o de un ser querido.
A todos los que estáis cumpliendo las normas básicas, sociales y sanitarias de este confinamiento, agradeceros el ESFUERZO y mostraros mi más absoluto RESPETO.
¡GRACIAS! Gracias de corazón.
Un sanitario más
Gaia, al final, claro que existe
(Gaia es) una entidad compleja que implica a la biosfera, atmósfera, océanos y tierra, constituyendo en su totalidad un sistema retroalimentado que busca un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta.
James E. Lovelock, Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra (1975)
Los animales de este bosque ni ensucian ni ponen en peligro la naturaleza. Por favor, compórtense mientras están aquí como animales.
Cartel anónimo en la sierra de Madrid
El batir de alas de un murciélago en Wuhan no genera ningún terremoto en la bahía de San Francisco. Las alas de murciélago no producían temblores en la cueva donde el murciélago estaba tranquilo. Fuimos nosotros los que llegamos allí a producir catástrofes. Nos lo advirtieron, pero no hicimos caso. Regañar ahora no sirve de nada. Porque los argumentos rebotan en las cabezas incapaces de pensar un poco más allá de regresar a un pasado que ya no existe. No te bañas dos veces en el mismo río. La segunda vez está más sucio, escribió el maestro Fernández Buey.
Frenar es bueno. Es una enseñanza de la naturaleza. Vivir pegados a los ciclos de la tierra. Comer los productos estacionales. No acelerar a la tierra imprudentemente. Como un guiso que se toma su tiempo. Si viajas menos, leerás más sobre el sitio al que te diriges; incorporas la reflexión a la acción, piensas más todo. Frenar es bueno cuando estás derrapando. Los indígenas americanos hablan de la Pachamama, de la madre tierra, a la que hay que respetar. Occidente se reía de ellos y los veía exóticos. Los científicos más reputados del planeta saben ahora que tenían razón.
En 2019 se cumplían los 50 años de la teoría de Gaia y el centenario de James Ephraim Lovelock, nacido el 26 de julio de 1919 en Letchworth Garden City, en el Reino Unido. En 1969 publicaba su hipótesis Gaia (hoy teoría de Gaia)[1]. En ella, definía el lugar donde habitamos los humanos como «una entidad compleja que implica a la biosfera, atmósfera, océanos y tierra, constituyendo en su totalidad un sistema retroalimentado que busca un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta». En su lectura, veía la Tierra como un organismo superior compuesto a su vez por una red viva de organismos en interacción y en un frágil equilibrio. Gaia como un sistema autorregulado que tiende al equilibrio. Gaia como un ente hospitalario sólo porque compensa constantemente materia y energía para mantener ese equilibrio.
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