Juan Carlos Monedero - El paciente cero eras tú

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Las crisis rompen la normalidad, abren los tarros de las esencias y también la caja de los truenos. Traen de regreso un aroma de muerte y de peligro, y activan nuestro cerebro más antiguo. Son momentos en los que volvemos a pedir ayuda y en los que organizar la ayuda mutua vuelve a ser una posibilidad. Son momentos de expresar obediencia a quien piensas que te puede salvar, y de trenzar con tus iguales solidaridades frente a la adversidad. Las crisis son el momento de la comunidad, del grupo, del colectivo, del Estado. Con sus peligros y sus oportunidades.

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Ver el planeta como un ser vivo y probablemente inteligente le hizo ser blanco de no pocas burlas. Sus predicciones acerca de lo que está pasando con 40 años de anticipación le hicieron merecedor de respeto. La inteligencia de Gaia se expresa en la evolución. Su mecanismo, probado durante siglos, la configura como una unidad de la cual forman parte todas las entidades vivas. Su reproducción es autorreferencial a través de la autopoiesis y la homeostasis (esto es, «la capacidad de mantener una condición interna estable compensando los cambios en su entorno mediante el intercambio regulado de materia y energía con el exterior»[2]). Es un lugar común hablar de la etapa geológica actual como el «Antropoceno», concepto acuñado por el Nobel de Química Paul Crutzen; una etapa en la que la influencia del comportamiento humano creaba una nueva era geológica. Pero vino un pequeño virus y le recordó al ser humano que quizá era bueno para apropiarse de la naturaleza, pero que en ese viaje igual resultaba prescindible.

Nada de lo humano me es ajeno, dijo Nietzsche. Nada de la naturaleza nos es ajeno. Hemos pensado mal y estamos pagando las consecuencias. Teníamos frío y quemamos petróleo como si no fuera a acabarse nunca. Teníamos calor y los aires acondicionados nos helaban la nuca. Cambiar de coche se convertía en una manera de estar en el mundo, y, si no comemos carne, tenemos la sensación de que no estamos saciados. Tocas un bosque primigenio para convertirlo en un negocio y se te terminan achicando los pulmones. Y te mueres cuando estabas en un resort tomando el sol con una pulsera en la muñeca con derecho a daiquiris.

Bill Gates dice que él ya lo avisó, aunque sigue comprando tierras para hacer negocios. Tierras con ecologías probadas durante siglos que ven cómo se rompe ese control natural, cómo se unifican genéticamente especies de plantas y animales que dejan de hacer de «cortafuegos». Se rompe un equilibrio con cientos de años de ensayo y error, y se empiezan a liberar patógenos. Es un precio que no pagan los capitales de la agroindustria, igual que las empresas aeronáuticas no pagan el impacto ecológico de los vuelos. Los dos producen enfermedades que no forman parte de su estructura de costes. Que se curarán con una vacuna que te venderá alguna empresa vinculada a Bill Gates o a algún fondo de inversión. O no.

Nos advirtieron de que los bosques están marcados por ubuntu, que están relacionados, que se conectan por abajo y por arriba, y que nada de lo que pasa en una punta del bosque, donde están los hayedos, deja indiferente a la otra esquina, donde termina el prado. Nos contaron que la Tierra es una, Gaia, que está conectada con millones de nudos desde millones de años. Y que nosotros, que somos los que más estamos golpeándola, somos prescindibles: que si calentamos el aire, llenamos el mar de ácido y plásticos, secamos la tierra, nos metemos con la despensa de otros animales, derretimos los hielos y encendemos todas las luces, la Tierra, Gaia, puede prescindir de nosotros. Pero no nos hemos creído que nada de la naturaleza nos sea ajeno. Porque se había hecho posible cambiar nuestro cuerpo, moldearlo, reconducirlo, multiplicarlo, colocarlo en un orgasmo interminable, drogarlo, cambiar sus células, hacerlo inmortal, llevarlo al espacio. Escondidos en nuestros cascos oyendo música, atentos al móvil, entregados a series hechas para atraparnos, buscando desesperadamente likes, soñando con ser famosos y salir en la televisión. Y nos olvidamos de que no vivimos en una probeta; que necesitamos el aire y el agua y el trigo y el maíz, y que somos porque también están los otros. Y vino un enemigo invisible y gritó «¡Quieto todo el mundo!».

Entonces, una persona en Wuhan se comió un animal exótico, un murciélago o un pangolín –contaminado por un virus de un murciélago–, todos sacados de sus hábitats por culpa de los problemas de agua, de las hambrunas, de la deforestación, de la minería a cielo abierto, de la agricultura industrial, del urbanismo atroz que penetra cada vez más adentro. Consecuencias que llegan a un mercado de animales vivos en una ciudad china, pero que están dictadas por el agrobussines o la venta de metales que cotizan en las bolsas de Nueva York o Londres. Patógenos que estaban en unos sitios, se liberan cuando llega la industria alimentaria a esos nichos. Grandes granjas, grandes gripes. Y entonces un ciudadano chino se come un murciélago o un pangolín contaminado por una lógica dictada por un inversor que desayuna cereales en el Soho de Londres. Un inversor que forma parte, como nosotros, de los verdaderos paciente cero[3].

Algunos pensaban que se podía reventar la Tierra, su flora y su fauna, y que eso sólo se convertiría en mayores dividendos. Mientras alguien apuesta a futuros en la bolsa con los alimentos, esa ceguera ha convertido a los animales en supervivientes que pugnan por vivir en hábitats desmantelados, expulsados de sus nichos ecológicos, en un mundo vertiginoso que ha cambiado todos los paisajes. En días había llegado el contagio a Beijing y en dos semanas había recorrido miles de kilómetros para alcanzar a todo el mundo. No se demoró décadas como la Peste Negra. Si la peste bubónica siguió a las ratas, la covid-19 siguió los circuitos del capital a través de las cadenas del capitalismo global[4]. Apenas tres meses después, el mundo se llenó de muertos, de miedo, de mascarillas y desempleados.

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