—Aquí tengo el cronograma de pedidos y la forma en que debe enviarme la mercancía. Todo está asegurado y aceitado. –El nuevo código numérico es el que tiene esta tarjeta. Quería saber su opinión y confirmar las cantidades en tiempo y forma.
Eso significaba que los altos políticos y una cadena de personajes que ostentaban mucho poder estaban corrompidos, y protegían la operación embolsando dinero sucio sin impuestos y sin remordimientos. El doctor Ocampo estudió lentamente la carpeta que le había alcanzado Max. Fechas. Cantidades. Lugares de entrega... todo lo necesario para la operación.
—Max, nosotros somos productores y usted es vendedor de nuestros productos. El más importante distribuidor del mundo por si no lo sabía. Sus pedidos serán cumplidos sin problemas... siempre y cuando sus honestos muchachos de la DEA y su puritano Presidente no nos molesten. De eso debe ocuparse usted en forma tan eficiente como hasta ahora.
El doctor Ocampo conocía a Max. Era como él. Necesitaba que lo reconocieran importante y lo respetaran a su modo por lo que era y por lo que hacía. Ambos eran tan orgullosos que se habrían encargado sus propios monumentos en vida para tenerlos frente a sus escritorios.
Sus palabras fueron recibidas con una amplia sonrisa y un apretón de manos de Max que hizo doler los dedos del manager colombiano.
—Trato hecho. Brindemos por eso.
Charly, sin mediar ninguna orden, traía dos copas y una caja de corcho.
—Nunca tomo alcohol –dijo el doctor Ocampo disculpándose.
Pero Max insistió con su copa de brandy Cardenal Mendoza, de Jerez de la Frontera, bien añejado. El mejor, según su opinión y el único que tomaba. Lo llevaba siempre consigo.
Ambos estaban chocando sus copas cuando se abrió la puerta de la suite y penetró el secretario del doctor Ocampo. Pidió hablar con él sin saludar a Max, y le dijo al oído que el capo del Cártel de Cali lo llamaba por teléfono en su habitación. No lo había llamado por la línea interna pues ésta estaba ocupada con la llamada desde Colombia.
El doctor pidió permiso a Max con un gesto y salieron juntos a contestar la llamada. Volvió nuevamente solo a la suite del senador para completar el brindis. Pero la cara de Max no era la misma... una máscara pétrea y los ojos acerados remarcaban la blancura de sus finos labios apretados de rabia.
— ¡Ese bastardo entró a mi suite sin mi autorización! –gritó con la cara enrojecida–. ¿Quién es?
—No se preocupe, Max –dijo el señor Ocampo suavemente–, es mi secretario privado. De absoluta confianza. No hay problema de ningún tipo.
—Sí lo hay. ¡Me ha visto contigo! ¡Puede reconocerme! ¡Eso es inadmisible! El senador se dio vuelta hacia la ventana dándole la espalda al doctor Ocampo. Un largo minuto de silencio tensó aún más la atmósfera en la suite presidencial. Sin mirarlo le ordenó: –Debes eliminar a ese hombre inmediatamente.
—Le aseguro que ni siquiera sabe quién es usted. Es mi piloto y amigo desde la infancia. De absoluta y total lealtad. Sería capaz de morir por mí. Nunca le haré nada a mi amigo –contestó con voz suave que ocultaba una autoridad férrea y testaruda. Casi amenazante...
—Pues yo te aseguro que en mi trabajo no dejo cabos sueltos. Ni aquí ni allá. Por eso estoy donde estoy. Soy un senador de los Estados Unidos y todo el mundo me reconoce sin presentarme. No soy un pelagatos al que solamente lo ubican su madre y una tía abuela. Soy un hombre público. Hablo en televisión y actos políticos. No puedo permitir que algún día ese señor cambie de opinión y comente que estuve contigo. ¡Nada menos que contigo! Para evitar eso me vine a Taiwán. ¿Te das cuenta? Hemos visto muchos casos de esos. Yo no confío en nadie, prevenir es muy eficaz y económico. Para eso me vine al otro extremo del mundo y para eso te pedí que vinieras solo. Lo recalqué dos veces. Ven solo. Es tu error y debes arreglarlo de una sola forma: liquidándolo.
— ¡No lo haré! En mi tierra no se mata a los amigos. Puedo mandar al infierno a cualquiera, menos a él.
—Pues si no lo haces tú, lo haremos nosotros de todas formas... con o sin tu consentimiento. Ese hombre ya está muerto. Además quedarás sin mi protección en los Estados Unidos. Te caerá la DEA del cielo y pediré a tus jefes que te cambien. Yo manejo la droga en Estados Unidos. Se hace lo que yo digo o no hay negocio. No te conviene ponerte en mi contra. Tú también puedes ser prescindible... sólo eres un peón, si acaso un alfil en el tablero. El que pone la cara. No eres el jefe. Elige. Tú o él... Mejor dicho: él o los dos. Pues si estás en mi contra también eres hombre muerto.
No hay alternativa. Allí estaba “el amigo” que lo saludara afectuosamente hacía unos minutos. Ahora lo amenazaba de muerte. Y hablaba en serio... de eso estaba seguro el manager de la droga.
El doctor Ocampo se sintió entre la espada y la pared. Maldijo la hora en que su amigo había entrado a la sala. El muy idiota. Nunca pensaba en las consecuencias. Se tomó todo el brandy de un trago y se sirvió otro hasta el borde de la copa. “Por el Águila”. Se dijo a sí mismo. Y trató de tomárselo a lo cowboy, entre estornudos y atragantadas.
—Eres una mierda, Max. Debes saberlo. Alguna vez te arrepentirás de haberme presionado a este extremo.
La cara de odio del senador se transformó en una mueca que unificaba su triunfo y su desprecio. – ¿Eso significa que estamos de acuerdo? –preguntó Max. Sin esperar respuesta siguió hablando.
—Le diré a Charly que se ocupe él. Es experto y nunca deja rastros. Creerán que fueron los chinos del barrio bajo donde será encontrado estrangulado.
— ¡No! –contestó el doctor Miguel Ocampo enfurecido. El senador y su marica lo miraron confundidos. –Él no morirá aquí –en su cabeza buscaba alguna salida que dejase con vida a su amigo. Como no la encontraba, la mejor forma era ganar tiempo. Ya lo discutiría con el doctor Hinojosa. Él podría ayudarlo en esta emergencia. Quizás pudiese convencer a Max de que el Águila no era un peligro futuro latente y lograse disuadirlo.
El tiempo ayudaría a todos.
El senador volvió a poner cara de asco. –Necesito estar seguro, mi querido amigo. Te mandaré a Charly para que te ayude y verifique que se cumpla todo como debe ser. No admito fallas. Tampoco busques una salida que no sea liquidarlo. No existe. Considéralo muerto.
El colombiano miró a Max con ojos de guerra japoneses. Estrechos y durísimos. El odio le impedía seguir la conversación. –Puedes mandar a tu marica asesino, pero debe obedecer lo que yo le diga o lo mando a baraja.
El colombiano, vencido y dolorido, sentía hervir su sangre latina. Envejeció veinte años en un instante. Todo el cuerpo le pesaba como plomo. Siempre supo que “esta” organización estaba por arriba de las personas. Es la ley de los bajos fondos. Así había mandado a muchos al otro mundo sin remordimiento. Pero no contaba con que también podía tocarle el turno a su único amigo.
Max lo miraba como si oliese mierda. Con desprecio y repugnancia. Salió sin saludar de la suite y se prometió mandarlo al infierno en cuanto se presentara la ocasión. También el senador podía darse por muerto.
En su habitación se juntó con sus compañeros. Quería despedir al Águila de la mejor forma posible y lo haría brindándole todo lo mejor que pudiera disfrutar en Taiwán y el resto de Asia. Le regalaría una semana más entre los vivos.
—Salgamos de fiesta –dijo inesperadamente-.
Los dos hombres se alegraron de que su jefe despidiese la fragancia de un fino brandy. Debería tomar una copa más seguido. El Águila no sabía que se despedía de la vida.
—Pidan lo que deseen y será concedido –dijo el doctor ante la sorpresa de ambos.
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