Había llegado el Rolls. El doctor Ocampo lo miró con curiosidad. Era un impecable modelo Silver Ghost de 1957. –Daremos una vuelta de reconocimiento –el General arrancó suavemente y salió con los tres colombianos.
Vieron el monasterio de los diez mil Buddha, la Shatin Pagoda, el Tiger Balm Gardens, con sus esculturas polícromas, la ciudad flotante, el túnel submarino, el distrito central y todo lo que llama la atención al turista... ver chinos como en América y americanos como en China.
—Llévanos al mercado de joyas –le dijo al General. Las reverencias eran cada vez más profundas. El chinito se olfateaba una espléndida propina, y quería ganársela en buena ley.
—Aquí pueden conseguirse las joyas más perfectas y las más falsas del mundo. Hong Kong lo tiene todo. El que conoce es respetado y el que se hace el conocedor es engañado sin miramientos. Los gatos y las liebres peladas parecen iguales a los ojos de muchos turistas ricos. Aquí llegan algunos vanidosos que saben casi todo de casi nada, pero como se sienten superiores a los chinos... no pueden pasar por ignorantes.
Los chinitos son campeones mundiales para descubrir un ignorante: es aquél que sabe mucho... sólo que de manera diferente a la real. El método es el siguiente: les enseñan un hermoso jarrón chino de porcelana, y les dicen que es una joya arqueológica de la dinastía Ching–Chu Ling de la Era Precámbrica, desenterrada por ladrones de tumbas y contrabandeada hasta Hong Kong con muchísimo riesgo de sus vidas. Si el turista la toma en sus manos y comienza a analizarla... allí hay un ignorante. Sólo les queda saber la altura del fajo de billetes que trajo para ellos. Dicen que es cultural. Les enseñan a no ser tontos. El orgulloso turista regresa feliz a su mansión con un jarrón chino antiquísimo que compró a unos chinitos que no saben lo que valen las antigüedades... –él había visto uno parecido en Christie’s que costaba una fortuna–.
En Hong Kong hay muchas fábricas de antigüedades... siempre quieren que te comas el gato al precio de mejor liebre. No son muy considerados, si te descuidas te comen crudo. Como yo no soy un experto y tampoco me creo un ignorante, sé lo que no sé, por lo tanto iremos al negocio de Cartier, que sólo venden liebres.
Ambos sonrieron con la gráfica explicación del doctor Ocampo. Sabían que estaban en terreno con arena movediza. Esto no era Japón ni Suiza.
Llegaron a Cartier. Ocampo le dijo al Águila: –Elige un anillo que te guste. Quiero regalarte uno. No te fijes en el precio, sino en que realmente te guste. Cándido, elige una cadena de oro con la medalla de algún santo de tu devoción, lo necesitas en tu trabajo. Aunque dudo de que en Hong Kong se vendan santos.
Los amigos se miraron sorprendidos. El doctor estaba demasiado generoso. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Algo raro estaba pasando. Esperaban que por su actitud fuera algo bueno, y sospechaban que hizo un excelente negocio en Taiwán. El Águila dudó. Pero, ante la insistencia del doctor, eligió un sobrio anillo de oro de poco precio.
— ¡Serías ideal como esposa! –Le dijo su amigo–. Te pido que elijas un anillo de verdad y me sales con esa baratija. Traiga uno con un brillante de primerísima calidad y de un tamaño que se vea desde lejos –pidió el doctor al vendedor–.
El educadísimo joyero abrió una caja fuerte y sacó una bandeja de terciopelo azul con diez anillos que permitirían una buena vida sin trabajar a cualquiera.
—Pruébate éste –Ocampo tenía en sus manos el que consideraba el mejor de la bandeja. Un enorme brillante muy bien engarzado sobre oro y platino. Lo suficientemente ancho como para que no quedaran dudas de que era un anillo de hombre. El doctor no toleraba ni un pelo la moda unisex. ¿Cuánto cuesta?
—Señor, tiene usted un gusto magnífico... es realmente una pieza única e irrepetible. Ese anillo cuesta ciento ochenta y ocho mil dólares estadounidenses. El brillante no tiene fallas y la talla es superlativa…
El Águila se sacó el anillo asustado y lo dejó sobre la bandeja muy suavemente, como si su fragilidad fuese también superlativa. Dio un paso atrás y se negaba a tocarlo. El doctor Ocampo lo volvió a levantar. Agarró la mano de su amigo y se lo puso en la palma, cerrándosela a la fuerza.
—Esto es tuyo, quiero hacerlo porque me place y porque eres mi gran amigo de toda la vida. No lo desprecies. Solamente tengo dinero. Con él no puedo hablar ni compartir mi mesa. Ustedes son mis únicos amigos. Les doy lo único que tengo. En el fondo soy más pobre que San Francisco. Sólo tengo dinero...
El vendedor no había entendido la conversación en castellano. Pensaba que discutían por el precio... levantó otro anillo y se lo enseñó al doctor diciendo: –Tengo éste parecido que vale la mitad.
—Yo no compro basura –dijo el doctor en inglés dejando duro al vendedor–. Compro este anillo y la cadena que está al lado de la que eligió Cándido, la más gruesa y firme, como corresponde a mi guardaespaldas. Pagaré con cheque certificado del City Bank Local.
El vendedor aprobó con la cabeza.
—Debo ver al gerente. ¿Me permite sus documentos?
Ocampo lo miró con altanería... pero era lo correcto. Sacó una carterita oculta y le dio su documento.
—Lo siento, es un procedimiento de rutina.
Cinco minutos después salía el Águila mirando su mano derecha donde brillaba una joya que jamás pensó tener y Cándido con una recia cadena de oro Tourbillón que sería la envidia de un gitano en Turquía.
El doctor Ocampo parecía más aliviado en su dolor.
—Hong Kong tiene renombre de noches inolvidables. Viviremos Las mil y una noches chinas... Estos chinitos nos recordarán en sus leyendas.
El guardaespaldas y el Águila desconocían esa faceta divertida del administrador de los Cárteles colombianos. Se miraban entre ellos haciendo señas con los ojos... ¿qué bicho le había picado al doctor Ocampo? – ¿Adónde iremos? –preguntó el Águila.
Su amigo le contestó: –Estamos en China... “Pekín–Londres”. Pero quisiera aplicar aquí lo que dijo el chino Lin Yutang: “ un buen viajero es aquel que no sabe adónde va. El viajero perfecto ni siquiera sabe de dónde viene ”. Eso haremos nosotros. No sabemos adónde vamos, sólo que iremos a divertirnos. Aquí son fabulosas las casas de masajes. Tienen unas chinitas que son un poema. Son famosas hasta en Colombia. El General conocerá alguna de primera categoría... estos choferes del Hilton son los mejores guías del mundo si tienes una fortuna disponible. El doctor Ocampo estaba alegre. Desconocido incluso para él mismo.
—Oye, General, llévanos a una casa de masajes chinos de primer nivel.
Lo mejor de lo mejor de toda China. –Como usted oldene, honolable señol.
Subieron al Rolls y llegaron a un sobrio edificio con un enorme letrero vertical rojo con ideogramas negros. Ninguno entendía ni jota. Pasaron al vestíbulo y los recibió una distinguida señora china de unos cuarenta años vestida de seda gris con un cinturón negro. Todo era inmaculadamente sencillo. No se veía una sola chinita alegre ni triste por ningún lado. La señora entregó a cada uno una tarjeta con un número, indicándoles las habitaciones...
Aquello no era lo que esperaban. ¿Dónde están las chicas más alegres de Asia? Querían elegir a discreción. No que les dieran la que les tocara en suerte.
El Águila entró a la habitación asignada. Parecía una sala de cirugía. Brillaba de limpia. Había una mesa acolchada elevada en el centro y un montón de toallas blancas perfectamente planchadas.
Nadie... estaba vacía, hasta que abrió una puerta y entró una chinita con idéntico vestido de seda gris que la honorable señora de la recepción. Tenía un ideograma dorado en el pecho que decía... algo en chino. Pidió cortésmente por señas que se quitara la ropa...
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