Primera edición.
El cazador de escarabajos.
© 2022, Vicent Sala.
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© Corrección: Laura Mas.
© Diseño de portada e interiores: Marta F. Alarcón.
ISBN: 978-84-125372-0-8
Estas líneas suelen destinarse a advertir a los desaprensivos que ni el contenido ni la cubierta de este libro pueden reproducirse sin permiso del editor, pero de poco sirven porque casi nadie las lee, y si algún despistado lo hiciera, podría incluso darle ideas. Así que si estás leyendo esto es que perteneces a ese grupo de lectores voraces que leen hasta las instrucciones de los abanicos. Por eso nos gustaría recompensar tu interés revelándote aquí el secreto de la existencia o alguna otra de las variopintas incertidumbres que afligen al ser humano. Por desgracia, ya no nos queda espacio.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
CAPÍTULO 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Epílogo
Ya era mediodía cuando Adrien Bélanger, exagente de la Sous-Direction Anti-Terroriste francesa (SDAT) y fontanero a jornada parcial, se despertó en un sofá inmundo. Como era habitual en aquellos tiempos, el primer pensamiento que le vino a la cabeza fue el de meterse una pistola en la boca y desayunar una ración de plomo crudo; sin embargo, su estómago, que prefería algo más nutritivo, se interpuso con un rugido de apremio. Con los párpados aún medio pegados, el detective hizo un esfuerzo por ser positivo y atender a su demanda fisiológica. Y es que, a escasos metros, un tintineo sordo de madera contra acero inoxidable y un olor a pasta hervida anunciaban la hora de comer.
—¡Hombre, dormilón! —exclamó alguien. El terrible acento holandés, seco como un portazo, acabó de situarle en el tiempo y el espacio: era sábado y se encontraba en el apartamento de Bartel, el camello con la cara más dura de Aulnay-sous-Bois.
En efecto, al conseguir abrir del todo los ojos se topó con aquel lugar por desgracia tan familiar: el pequeño ático que Bartel usaba como vivienda habitual, punto de trapicheo ocasional y after eventual, estaba salpicado de ropa indolentemente tirada, ceniceros rebosantes y botellas a medio terminar, formando un tapiz que confería a la estancia el aspecto de una caótica jaima.
El cuchitril del traficante, además de oler a pasta, hedía a polvo, pies y marihuana. Mucha marihuana. Bélanger, mientras, se incorporó como si estuviera pegado a un siamés todavía más abatido que él.
Al asomar la cabeza por el respaldo del sofá, Bélanger pudo ver cómo Bartel removía una cazuela con una cuchara, mientras con la otra mano sostenía un cigarro bien aliñado, a juzgar por el aroma. El holandés era un tipo alto y regordete, con una barba rojiza de hípster con la que trataba de compensar su incipiente alopecia, y un aire campechano que camuflaba sus mañas de timador empedernido.
—Esto ya casi está —aseguró animado—. Supongo que estás hambriento.
—Esta casa apesta a hierba —se quejó Bélanger.
—Y no a las finas precisamente, ja, ja, ja. —Bartel se rio de su propia gracia y dio una calada tan fuerte al porro que este resplandeció como una antorcha.
Bélanger tragó saliva, en un vano intento por abortar las arcadas que pugnaban por encumbrarse a su garganta. Se dirigió corriendo al lavabo, pero la urgencia le obligó a encestar la vomitona casi desde la zona de triples, con escaso éxito.
Hay que decir que Bélanger era un tipo corriente. No es que fuese mediocre, insulso, ni tampoco se podía afirmar que hubiese tenido una vida anodina, para nada: casi había terminado la carrera de Psicología, era un consumado experto en varias artes marciales, y había pasado cinco años como agente en la Seguridad Interior. Pero, desde entonces, había desempeñado multitud de trabajos hasta acabar de fontanero, siguiendo la tradición familiar. Se conformaba con ser amable y educado con el prójimo, hacer su trabajo con honestidad, y emborracharse y meterse cocaína cada cierto tiempo.
Al salir del baño, se acercó a la nevera en busca de agua fresca. A menos de un metro, Bartel vigilaba el punto de cocción de los espaguetis, al tiempo que removía una salsa boloñesa que borboteaba perezosamente en una sartén de color indefinido. Mientras bebía directamente de la botella de agua mineral, Bélanger advirtió que había tres pequeñas cucarachas recorriendo las asas de plástico de la cazuela, dos en la de la izquierda y una en la derecha. Como hormigas en una cinta de Moebius, daban vueltas por la rugosa superficie en un ir y venir atolondrado e hipnótico, acercándose al recipiente guiadas por el olor, para, en el último momento, dar la vuelta sobre sí mismas, espantadas por la temperatura abrasadora del metal. Medio segundo después, una vez fuera de peligro, el ansia por la comida se volvía a apoderar de ellas y emprendían la acometida por el otro flanco, topándose de nuevo con el calor insoportable que las volvía a espantar hacia el extremo del asa. El estéril bucle en que se hallaban atrapados los insectos le evocaba a Bélanger algo indefinido y familiar al mismo tiempo; finalmente, apartó esa idea de su mente con un bufido hastiado y se dirigió al fregadero.
—Malditas cucarachas —se quejó Bartel mientras Bélanger buscaba dos tenedores por el agua cenagosa—. Son suramericanas, no sé cómo han llegado hasta aquí, pero me tienen harto; he hecho fumigar esto dos veces ya, y nada, las cabronas están por todas partes.
El traficante pareció adivinar el pensamiento de Bélanger al añadir:
—No te preocupes, al sofá nunca se acercan; se ve que no les gusta el olor a maría.
—Creía que eso era tu colonia —replicó Bélanger, que trataba de desatascar el fregadero, lleno a rebosar de cubiertos y vasos sucios.
Bartel hizo una mueca que bien podía ser de aprobación, dio una calada olímpica al menguante canuto, apagó los fogones y mezcló la salsa y la pasta en un cuenco de plástico. Agitó la cazuela hasta que las cucarachas cayeron al suelo, las pisó y, con un puntapié, las lanzó bajo la nevera. Después, cogió el cuenco con una mano, abrió la nevera con la otra, sacó una litrona y se acercó a la mesa, donde Bélanger había puesto los tenedores tras haberle pasado una bayeta.
Bartel encendió la tele y puso el canal especializado en cine de acción; en ese momento estaban pasando una película de Chuck Norris.
—¿Cuál es esa? ¿ Masacre en Vietnam 6 ? —inquirió Bélanger con sarcasmo.
—¿Qué dices, tío? Pero si es Desaparecido en combate 2 —repuso el camello, indignado—. Es todo un clásico. Desde luego, qué poca cultura cinematográfica tienes. Parece mentira que seas licenciado en Literatura y artista marcial tremendamente cualificado.
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