Rodolfo Dagnino - Las insoportables transparencias

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Desde el vago azar o desde las precisas leyes, el primer volumen de cuentos del narrador y poeta Rodolfo Dagnino (¿Roberto Lara?), contiene la suma (y por consiguiente resta, diría el gran Cronopio) de sus otredades y alteridades. Las insoportables transparencias es el canto de cisne de las últimas boqueadas de las pulsiones adolescentes y miedos genitales, rito de paso de una escritura que presiente y preanuncia una nueva bancarrota de imágenes en el espejo. Convicto –y confeso– del «ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro» como lo dicta el epígrafe de uno de sus dioses tutelares, podría concluirse que la inminente navegación escritural del narrador, personajes y materia investigada –tal vez muy próxima pero de cualquier manera ineludible– discurrirá inevitablemente entre el zumbido incesante de una multitud de voces que nos dicen, inequívocamente, la vida, siempre, está en otra parte.

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Ahora coges la taza y te quedas en suspenso durante unos segundos en los que oyes los murmullos del otro lado de las paredes. ¿Ya te despertaste primo? Grita Gisel desde la sala. No sabes qué hacer. ¿Se refiere a ti? ¿Tienes que contestar algo? Te sumerges en dichas cavilaciones cuando se abre la puerta. Un hombre alto y corpulento entra a la habitación. Lo reconoces de inmediato, es el hombre del cuerno de chivo, sólo que ahora es enorme. Gisel se adelanta para ponerse a tu lado. ¿Qué onda pinche primo? Llegaste bien pedo anoche. El hombre se detiene y te observa con cautela. Mira, este es mi novio, Rogelio. Logras salir por un instante de tu petrificación para estirar la mano. Mucho gusto. El hombre se demora en responder el saludo y tú sientes que el tiempo es una pesada piedra inamovible que cubre la única salida de la trampa en la que estás encerrado. ¿Conque tu primo? Dice el hombre dirigiéndose a Gisel. Sí, ya te había hablado de él, pero nunca pones atención a lo que te digo. El hombre echa la cabeza hacia atrás y resopla con ironía. Tú continúas con la mano extendida sin saber si debes permanecer así o bajarla. Por fin el hombre te saluda y tú te sientes disminuido con el contacto de esa enorme mano de fuerza y firmeza que te supera y te sacude como una descarga eléctrica. ¡Quihúbole mi cabrón! Soy el Roger. Recuerdas, mientras eres sacudido por el monstruoso brazo, que el Calacas te había mencionado ese nombre la noche anterior. Te arrepientes terriblemente de no haber preguntado más sobre él, como si tener más información sobre el peligro te fuera a salvar ahora. Es Gisel quien rompe la tensión y se aferra al brazo del Roger. Ándale, hay que dejar que se ponga los zapatos. Y lo arrastra hacia la sala. El Roger sale del cuarto sin despegar la vista de ti que debes estar más blanco que la cáscara de un huevo. Cierran la puerta y los murmullos se intensifican, hasta casi ser gritos, del otro lado. Te apresuras a buscar tus zapatos y mientras te los pones pasan por tu cabeza miles de imágenes patrocinadas por los noticieros en los últimos meses: personas colgadas de los puentes, hombres con las manos amarradas a la espalda que yacen con los pantalones abajo y un tiro en la nuca, una mujer que cuelga desnuda en un poste de luz, cuerpos calcinados en la cajuela de un coche, un hombre al que le han hecho un agujero en el pecho para sacarle el corazón, fosas repletas de cadáveres anónimos y putrefactos, un hombre sentado en la banqueta de un mercado municipal al que le han quitado la piel de la cara y le han puesto un sombrero y un cigarro entre los dientes. Con esta última imagen vuelves a recordar al Calacas y lo maldices en silencio. Estás a punto de llorar, pero la intuición de algo te detiene. ¿Lo habrá planeado todo el Calacas? A fin de cuentas él te llevó al Vaquero, te habló del Roger y te dirigió directamente a la mesa de Gisel, y seguramente sabía de la relación entre estos dos. Pero ¿con qué propósito lo había hecho? No obstante, también es posible que pienses ahora todo esto para buscar un culpable, un chivo expiatorio, alguien a quién responsabilizar de tu mala suerte. Quizá no haya culpables y todo sea una sucesión de acontecimientos movidos por el azar que te llevan inevitablemente a la catástrofe.

Alfredo observaba todo con extraño interés, incluso con cierto disfrute. En otro momento la música hubiera sido un elemento desagradable, pero no fue así. Incluso veía a las parejas bailar y se sentía muy divertido. Gisel lo observaba con curiosidad. Le hizo una señal al Calacas, este se acercó a ella e intercambiaron palabras al oído. Después el Calacas se dirigió hacia las otras dos mujeres y las invitó a bailar. Alfredo y Gisel se quedaron solos en la mesa. ¿Y qué, tú no bailas? Le dijo ella mientras se servía Buchanan´s en el vaso. No. Reaccionó Alfredo después de algunos segundos. Los hombres duros no bailan, remató, alegre de haber encontrado una situación que le permitiera usar esa frase tomada del título de una novela de Norman Mailer que había leído no hacía mucho tiempo. ¡Ah chingá! ¿Y tú eres un tipo duro? Preguntó ella y dejó escapar una carcajada abierta y franca. Él se vio acorralado tratando de buscar una respuesta ingeniosa y audaz pero no encontró ninguna. Ella se levantó y estiró la mano. ¡Ándale, vamos a bailar! Él intentó negarse pero al verla ahí de pie, con una minifalda de licra negra que permitía ver casi por completo un par de piernas torneadas, firmes y blancas, levantó el brazo como si fuera un robot muy lento y se dejó jalar por la fuerza de la mujer. Ya sé por qué no bailas. Le dijo Gisel una vez abrazados. ¡Eres muy malo! Y soltó otra carcajada. Él intentó decir algo pero seguía enmudecido por la poderosa presencia física de ella. ¿Cuántos años tienes? Preguntó Gisel. Sintiendo el cuerpo cálido de ella contra el suyo, los senos duros contra su cuello y luchando por no hacer evidente la erección que le crecía en la entrepierna, Alfredo respondió con cierta dificultad: dieciocho. Ella metió una de sus piernas entre las suyas y sonrió con malicia al sentir su verga endurecida. ¿Y tú? Preguntó él para distraerla y distraerse. ¡Upa, cabrón! ¡Eso no se le pregunta a una dama! Respondió Gisel y lo acercó más hacia ella. Bueno, te lo digo nada más porque no me avergüenza, tengo treinta años cumpliditos. Te ves más joven. Atinó a decir él. Ella soltó otra carcajada y lo abrazó con más fuerza poniendo la mano en la nuca de él, lo arrastró hacia un vórtice de vueltas que casi lo hacen caer del mareo. ¡Lo dicho, eres muy malo para bailar! Pero eso sí. Continuó ella rozando el muslo contra la erección de Alfredo. Resultaste un tipo duro. Soltó una nueva carcajada y siguieron bailando. “Ponte tu vestido rojo que con ese me vuelves loco; / ponte tu perfume favorito que con ese me excito. / Habitación 69, es la misma que la vez anterior y terminar los dos cansados, / cansados de hacer el amor”. Una vez que terminó la canción, Gisel le dijo. ¡Vámonos de aquí! Lo agarró del brazo, fue hasta la mesa, tomó su bolsa, le dio un trago a su whiski y le dijo al Calacas, que llegó preguntándole qué pasaba. ¡No pasa nada cabrón! Sólo que ya me aburrí y ya me quiero ir. El Calacas intentó hacer una seña a las otras dos mujeres que seguían bailando, pero Gisel lo atajó. No, ustedes se quedan. Nos vamos sólo… ¿cómo dijiste que te llamabas? Le preguntó a Alfredo que seguía colgando de su brazo. Alfredo. Respondió él. Alfredito y yo. Y terminó de un golpe el resto de whiski que quedaba en su vaso. Pero yo creí que… intentó decir el Calacas, pero Gisel lo interrumpió con brusquedad. Pues no andes creyendo. Y se fue de ahí arrastrando a Alfredo. El Calacas se quedó paralizado con la boca abierta, como si alguien lo hubiera clavado en el suelo. En el estacionamiento se detuvieron frente a un Audi color rojo. ¿Este es tu coche? Preguntó Alfredo intimidado. Sí, pero ya lo quiero cambiar, es de un modelo anterior y quiero uno 2011. Él no supo qué responder. Una vez adentro, envueltos por el olor a piel de los asientos blancos, sacó una bolsita con cocaína, esnifó por ambas fosas nasales y le se la pasó a él. Alfredo hizo lo mismo para evitar parecer incómodo. Cuando recorrían avenida Insurgentes rumbo a Ciudad del Valle sonó el teléfono de Gisel. Alfredo alcanzó a leer en la pantalla el nombre de Luis, no mostraba ninguna foto del que llamaba, sólo una silueta blanca e impersonal. Gisel resopló con molestia y contestó con agresividad. ¿Qué? Silencio. No, no, lo dejamos para la próxima. Un nuevo silencio. ¡Que no, chingada madre! ¿No entiendes un no? Se tranquilizó un poco y modificó su tono de voz. Ya sé lo que platicamos. Echó una mirada rápida hacia Alfredo y continuó. Pero mejor lo dejamos para el próximo, ¿sí?

Ahora sales de la habitación, recorres el pequeño pasillo hacia la sala y te encuentras al Roger de frente, está recargado en la barra de la cocina sobre la que ha puesto una pistola. Te ve fijamente. Gisel va hacia él con una cerveza en la mano. El Roger destapa la cerveza y le da un trago sin quitarte los ojos de encima. Gisel se sienta sobre sus propias piernas en el sillón y te sonríe como si en realidad fueras su primo. ¿Quieres una primo? Alcanza a preguntar y tú respondes que no con un leve movimiento de cabeza. El eructo del Roger truena en todo el espacio de la sala, deja la cerveza a un lado de la pistola y camina hacia ti. ¿Conque primos, no? Y pasa un brazo enorme sobre tu hombro y te imaginas cómo sería ser devorado por una boa constrictora. Piensas que debe medir casi el doble de lo que tú mides. Y ¿dónde vives primo? ¡Es de Guadalajara! Contesta abruptamente Gisel poniéndose de pie para ir a pararse a un lado del Roger quien no despega la vista de ti, es como un depredador que ha localizado a su presa y no está dispuesto a perderla. La presa eres tú. Vino de visita. Y ¿dónde te estás quedando? Gisel no sabe qué responder. Con unos amigos, en la Lindavista. Alcanzas a contestar sorprendido de poder hacerlo a pesar del miedo. ¡Eeey! Canturrea el Roger y suelta una carcajada atronadora y tú sientes que el suelo se abrirá en cualquier momento y te devorará. En el fondo, casi deseas que eso suceda. ¡Ah que mi cabrón, pos ta bueno! Quita el brazo de tu cuello, que ya empezaba a dolerte. ¡Pos orita te llevamos, no faltaba más! Toma su teléfono y marca un número. ¡Muerto! Mi vieja tiene visita. Un primo. Orita nomás me echo uno y lo llevamos. Ves los ojos oscuros del Roger y las piernas te flaquean. ¡Sí, nomás no dejen que se vaya, pa darle rait! Cuelga el teléfono, regresa a su cerveza y la termina de un trago. No se preocupe, yo me puedo ir solo. La voz te tiembla, tienes la boca seca como si acabaras de tragarte un puño de arena. ¡Cómo vergas no, si somos de la familia! Nomás deja me pongo al corriente con mi vieja y nos vamos. Toma a Gisel de la cintura y la levanta, ella no opone resistencia, luce tan pequeña y tan indefensa al lado del Roger que no tendría oportunidad ni de protestar. ¡Un mes en la sierra, está cabrón! ¡Ni modo que con puras burras! Se pone a Gisel en el hombro como si cargara un costal y antes de perderse en el pasillo hacia la habitación te susurra de paso mientras te guiña un ojo. ¡Bueno, y una que otra huicholita! ¿No? Se carcajea y se va con Gisel a cuestas. ¡Ah que pinche primito! Entra a la habitación y patea la puerta para que se cierre de un golpe. Te quedas solo en la sala. No sabes qué hacer. Piensas en salir corriendo pero recuerdas la llamada, abajo te estará esperando un tal Muerto y te irá peor si te agarra tratando de huir. Aunque hay otros cinco departamentos en el edificio, otras personas entrarán y saldrán por la puerta principal y el Muerto no te conoce, igual no te arriesgas a salir, pues es posible que el Muerto ya esté apostado afuera de este departamento. Ves la pistola sobre la barra y piensas en tomarla, entrar a la habitación, donde ya se empiezan a escuchar gemidos, y darle un tiro al Roger. Pero nunca has usado armas y es muy seguro que escuchándose la detonación el Muerto y el otro entren a acribillarte aquí mismo. ¡Maldita sea! Te sientas en el sofá y recargas la cabeza sobre las manos, quieres llorar pero extrañamente no puedes, algo te lo impide. ¿Qué tienes que hacer tú atrapado en estas historias, en este cuento vaquero, en este cuento enloquecido? Ojalá fuera un cuento, ojalá bastara con cerrar un libro y salir de esta realidad para regresar a tu realidad cotidiana, a la seguridad de tu cuarto donde lees sin arriesgar nada, sin correr un solo peligro. Los gemidos que provienen de la habitación se intensifican hasta convertirse en gritos. No sabes si están teniendo sexo o la está matando. No puedes evitar pensar en ellos. Ves a Gisel a gatas sobre la cama y al Roger sodomizándola con furia, y de alguna forma esa imagen te humilla, te sojuzga, te somete a ti también. Tienes ganas de vomitar, te sientes mareado. Te dejas caer sobre el respaldo y te cubres los oídos para no escuchar. A ti vuelven las imágenes de ajusticiados, levantados, encajuelados. Imágenes que antes pertenecían al ámbito de la televisión, de los noticieros, de la lejanía mediática, no tenían nada que ver contigo, pertenecían a una realidad tan ajena, desagradable pero ajena. Ahora es tu realidad, ahora estás esperando un destino similar al de más de cuarenta mil asesinados en todo el país. Viene a ti la imagen de ese video que viste en la casa del Ebrick mientras tomaban unas chelas, un video que bajaron del Blog del Narco, en el que a un tipo le cortaban la cabeza con un cuchillo, recuerdas cómo borbotaba sangre del esófago recién cercenado, cómo el verdugo, encapuchado y todo, se vio en la necesidad de golpear con el cuchillo para romper las vértebras cervicales del cuello y por fin arrancarle por completo la cabeza, para después hacerla bailar frente a la cámara y terminar haciendo dominadas con ella como si se tratara de un balón de futbol. El Ebrick y tú se arrepintieron durante semanas de haber visto ese video y, ahora, nadie te asegura que no sea ese tu destino, tu propio final. Algo vibra sobre la mesa de centro, es el celular de Gisel. En la pantalla aparece el nombre de Luis y una silueta blanca e impersonal. Piensas en contestar pero te detienes al recordar que es el mismo que estuvo llamando ayer por la noche. Recuerdas la mirada que ella te echó cuando habló con él en el coche, una mirada que ahora te resulta significativa, como una suerte de clave que pudiese resolver todo esto. No contestas. Quizás este Luis tenga algo que ver con tu nueva situación. Dejas que el teléfono vibre. Cuando se detiene piensas en llamar al Calacas, necesitas decirle dónde estás y qué está pasando, que le avise a tu mamá, que le diga que lo sientes, que no has sido el mejor de los hijos pero que la quieres mucho. Los gritos de la habitación se detienen. Te paralizas con el teléfono en la mano. Lo pones en la mesa en el momento en que se abre la puerta. El Roger sale con el torso desnudo abotonándose el pantalón. Al llegar a la sala se pone la camisa, se dirige hacia el refrigerador, saca una cerveza, la bebe de un trago, coge su pistola y se la faja en el pantalón. ¡Pus vámonos, primo! Te quedas como hipnotizado viéndolo. Te observa y te dice. ¡Ándale mi cabrón! Antes de salir, ves a Gisel envuelta en la sábana, te hace una leve señal de adiós con la mano. Su rostro te parece triste.

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