David Rodolfo Altonaga - La Vieja de los Chimangos

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Con la pandemia del COVID como telón de fondo, y después de pasar casi un año encerrados, consumiendo noticias catastróficas, tres adolescentes porteños de clase acomodada, planean una escapada al campo, en vacaciones de invierno.
Allí, los protagonistas intentarán sobrevivir al asecho y las garras de su propia subjetividad.
En una época en que conectamos nuestro ser a pantallas digitales, La Vieja de los Chimangos nos invita a pensar cuánto tiempo destinamos a entablar conversaciones profundas, a cuestionarnos valores arraigados y a estar presentes en la vida, empatizando con el otro desde una relación orgánica y verdadera.

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DAVID RODOLFO ALTONAGA

La Vieja de los Chimangos

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EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

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Índice

1 Capítulo 1El sueño

2 Capítulo 2Porteños

3 Capítulo 3El Edén

4 Capítulo 4Joaquín, el que calla y otorga

5 Capítulo 5Marco, el que faltó...

6 Capítulo 6El viaje

7 Capítulo 8Déjà vu

8 Capítulo 7¿Dónde está Juanse?

9 Capítulo 9El mensaje de las aves

10 Capítulo 10El enemigo está entre nosotros

11 Capítulo 11El encuentro

Landmarks

1 Table of Contents

A mi hermana, que me leyó a Elsa Bornemann, Horacio Quiroga y Edgar Allan Poe, en las noches de mi infancia.

A mis padres, por apostar y construir esa biblioteca llena de aventuras y tenerla siempre al alcance de mi imaginación.

A mi hijo y a mi esposa, por compartir la vida y por animarnos a crear un mundo mejor.

Capítulo 1

El sueño

La madrugada del 15 de julio, Emilio soñó con aves revoloteando encima de su cabeza.

Al principio, estaban bien alto, casi tocando las espesas nubes del invierno. Luego, comenzaron a descender y a perseguirlo.

Se veía corriendo de manera desesperada, atravesando una vasta llanura de pastizales cortos, crujientes y de color ocre que se doblaban hasta quebrarse, al compás de un fuerte vendaval.

Los cúmulos pendían cargados de agua. La tierra estaba húmeda y en algunos sectores inundada, con olor a podrido. Sus pies se sumergían en el barro, haciendo más angustiante y desesperante su huida.

Los aguiluchos dibujaban ligeros círculos en el aire, ascendiendo y descendiendo en espiral. El sonido de las aves se confundía con el silbido del viento, tan agudo que podría asemejarse al chillido de un cerdo a punto de ser degollado.

Con un frondoso plumaje color marrón y las alas extendidas de par en par, desfilaban amenazantes y calculadores, tensionaban las garras y sus uñas negras. El pico curvo de color gris y la mirada intrigante completaban la fisonomía tenebrosa de los monstruos plumíferos.

En esa carrera extensa y agobiante, Emilio Fernández Fierro se veía acechado y corriendo en cámara lenta, con sus cabellos arremolinados por el viento y el rostro tensionado.

Mientras esquivaba los charcos más grandes y profundos, volvió a mirar hacia atrás.

—¿Cuántos eran? ¿Dos, tres?

—Eran seis —los contó en su pavorosa carrera. Aunque tuvo que empezar más de una vez, porque, al desplazarse por el campo, se le confundía la cuenta.

Dos de ellos lo perseguían por los laterales y cuatro observaban la cacería desde una alambrada.

De un momento a otro, percibió olor a quemado, pero no logró entender el origen. Podía sentirse en un estado de desesperación absoluta, fatigado, haciendo un esfuerzo tremendo por inhalar oxígeno y encontrar un lugar seguro para guarecerse.

A lo lejos divisó un galpón, aunque con la visión nublada y la mente perturbada por la adrenalina y el cortisol, se le hacía casi imposible calcular cuánto le costaría llegar a ese sitio. Además, cuando creyó que el tinglado era la salvación, comenzó a arder.

Observó la evolución de las llamas sobre el galpón, y una columna de humo negro que se desintegraba en el cielo. También, vio caer pedazos de mampostería y chapas retorcerse, al tiempo que se desprendían chispas incandescentes, como una erupción volcánica.

Él, igualmente, seguía corriendo asustado y sin mirar hacia atrás.

De repente perdió una zapatilla y tropezó con un alambre suelto, que se enredó en sus pies como si se tratara de una serpiente. Lo hizo caer de golpe, impactando su rostro sobre la tierra húmeda, sin llegar a amortiguar la caída con sus manos.

Tan de repente apareció en escena ese alambre de fardo que parecía haber caído en una trampa tendida por el destino.

Uno de los aguiluchos descendió como un misil, se precipitó sobre su espalda y le clavó las garras en su omóplato derecho. El resto de las aves se abalanzó sobre su cabeza y también lo abordaron por las piernas, picoteando y arrancándole trozos de su pantalón.

Con las garras clavadas en su piel y lanzando chillidos ensordecedores, las aves lo fijaron para no poder moverse, y con sus picos lo trozaron, para después comer jugosos pedazos de carne.

Seguramente cortaron alguna vena o arteria, porque su líquido vital salía bombeado con fuerza y teñía de rojo todo el pastizal, mientras se escurría por los charcos, inundando las huellas en el barro.

No cabe dudas de que eran pájaros fuertes y entrenados para la caza. Tenían más de cincuenta centímetros de largo, con un voraz apetito caníbal. Además, olían de una manera muy particular; desprendían un aroma a pólvora mezclado con amoníaco que desvanecía las ganas de luchar de Emilio Fernández Fierro.

Le desgarraron la piel del cuero cabelludo y arrancaron a picotazos partes de su rostro. Por más que la víctima luchara para liberarse, estaba casi desmayado, con muy poca fuerza para darles batalla.

En el sueño, Emilio se observó desde lo alto. Vio su cuerpo tendido en el suelo, con las aves encima disfrutando de su sangre, mientras el alma lentamente, se separaba de su envase y se elevaba hacia los cielos.

Se despertó de un salto, empapado de transpiración. Respiraba agitado, abriendo la boca y los ojos, intentando que el oxígeno llegara lo más rápido posible a sus pulmones.

Podía sentir un hormigueo en sus piernas y brazos. Recordaba los picotazos como si aún los sintiera en carne viva. No lograba entender con claridad de qué se trataba; si estaba en el limbo o ya había despertado en el paraíso.

Cuando comprendió que todo había sido una vívida pesadilla y que se hallaba tendido en su cama, en la negrura absoluta de su cuarto, quiso incorporarse completamente ciego, pero la oscuridad lo mareó y cayó al suelo.

Con un hilo de voz intentó gritar el nombre de su madre, aunque la puerta de su habitación estaba cerrada y veía destellos de luces que daban vueltas a su alrededor.

Decidió nuevamente cerrar los ojos y dejarse caer en sí mismo, prestando atención a su respiración alterada y su pulso acelerado. Tomó aire por la nariz, lo retuvo y lo guardó unos segundos, uniendo pulmón con diafragma, para luego liberarlo lentamente. En sus oídos se mantenía un chillido de acople insoportable, de esos que aparecen luego de escuchar música fuerte por un largo período de tiempo.

Un rato después, creyó que su saturación de oxígeno se volvía cada vez más baja, y se terminó convenciendo de que estaba en una situación más complicada que la del sueño.

—Quizás haber soñado mi muerte sea el detonante de mi ataque cardíaco —pensó.

Podía sentir realmente que estaba muriendo. Analizó cómo se apagaban sus signos vitales, los sonidos a su alrededor y los movimientos de sus extremidades...

Por fin se convenció de que no podía hacer nada y decidió quedarse así como estaba, tendido en el suelo, sobre una alfombra sucia, pisoteada y con un olor similar al de los aguiluchos.

Tal vez si no se movía, la sensación pasaba más rápido y la muerte llegaba de un tirón, sin hacerse esperar. Poco a poco, los latidos de su corazón ganaron sus oídos y se fundieron con su existencia.

Emilio se dejó alcanzar nuevamente por el sueño y se entregó a la muerte sin resistencias. Pero encontró un descanso profundo y relajante, del lado de la vida, aunque él estaba totalmente convencido de que era el final.

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