Rodolfo Dagnino - Las insoportables transparencias

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Desde el vago azar o desde las precisas leyes, el primer volumen de cuentos del narrador y poeta Rodolfo Dagnino (¿Roberto Lara?), contiene la suma (y por consiguiente resta, diría el gran Cronopio) de sus otredades y alteridades. Las insoportables transparencias es el canto de cisne de las últimas boqueadas de las pulsiones adolescentes y miedos genitales, rito de paso de una escritura que presiente y preanuncia una nueva bancarrota de imágenes en el espejo. Convicto –y confeso– del «ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro» como lo dicta el epígrafe de uno de sus dioses tutelares, podría concluirse que la inminente navegación escritural del narrador, personajes y materia investigada –tal vez muy próxima pero de cualquier manera ineludible– discurrirá inevitablemente entre el zumbido incesante de una multitud de voces que nos dicen, inequívocamente, la vida, siempre, está en otra parte.

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Ella prefiere el de papaya

Me levanté de un brinco esa mañana. La insistencia del sol no fue un elemento desagradable como lo es de común. Al contrario, corrí las cortinas y lo dejé entrar hasta el último rincón. Era un sábado magnífico. Un grupo de nubes encendidas atravesaba el cielo con actitud de buenos augurios, ni una sola gota de alcohol surcaba mi sangre y Verónica no tardaría en llegar. Una semana atrás había dicho por fin que sí a mi persistente invitación: ir de campamento al cerro San Juan.

Hice los preparativos pertinentes: una buena sacudida a la casa de campaña, a la mochila y al sleeping. Acomodé los suministros y hurté del cuarto de mi padre un cuchillo estilo Rambo y una botella de tequila aullador, la cual transferí a un envase de plástico previniendo así cualquier sensible accidente en caso de caída. No terminaba aún de tomar toda clase de medidas (condones, anticuerpos, condones, agua, condones, grabadora, condones, Pink Floyd, condones, Sabina, condones, cigarros, cerillos y condones, llevaba látex como para un destacamento en día libre) cuando el timbre del teléfono se me clavó en el estómago como signo impreciso de malas noticias. Levanté el aparato rogando no escuchar la voz de Verónica diciéndome que la disculpara pero no le iba a ser posible llegar. El reloj marcaba las once y media. Al posar el oído en el frío auricular me di cuenta de que era mucho peor de lo que imaginaba.

–¿Qué pedo putín? ¿Ya nos vamos?

Maldiciendo el momento en que al frescor de las cervezas se me ocurrió contarle al Negro mis planes para ese fin de semana, pregunté como si no tuviera la más mínima idea de quién hablaba.

–¡Siiiii! ¿Quién llama? –dije imitando la voz de mi padre con la esperanza de desconcertarlo.

–¡Pus yooo, güey! Armando... ¡El Negro, imbécil!

–¡Aaaaah! –y en tono amable inquirí–. ¿Qué pasa mi Negriux? ¿Qué dice el hombre?

–¿Cómo que qué pasa, güey? ¿Ya nos vamos?

–¿Adónde mi estimado africano venido a mal? –dije fingiendo demencia.

–No estés mamando, cabrón, dijiste que si conseguía una vieja podía ir.

–Pues sí mi negroide –le asesté un golpe al hígado, ya que sabía perfectamente que él también andaba tras los huesitos y suculentas carnes de Verónica–, pero esto es cosa de dos, tú entiendes ¿no?

–Pus ya tengo a la vieja. Además llevo un toquesín ¡y es de la pelirroja, bro!

–Está bien –contesté en el acto–, de todos modos, dos son mejor que uno, digo, por si algún cabrón se quiere pasar de lancha allá arriba.

–¡Aaaah verdaaa güey! –me dijo a carcajadas.

–¡Ya ya ya! –contesté retomando la seriedad del asunto–. A las dos llega Vero, así que los quiero aquí a esa hora o antes, porque eres bien güevón, ya me la sé. ¡Ah!, y trae más tabacos, yo sólo llevo dos cajas.

Verónica llegó una hora y media antes, cuando apenas terminaba yo de desayunar. Mi madre la recibió con su euforia característica

–¡Hiiija! ¿Cómo estás? Nos tenías muy abandonados.

–Ya ve señora... la escuela... –respondió Verónica sin poder evitar el rojo en sus mejillas que en realidad eran blancas.

–Si ya me imagino. Lo bueno es que tú sí le dedicas tiempo a la escuela –y apuntándome con el rabillo del ojo, continuó– ¡NO COMO OTROS! Tu mamá debe estar muy contenta.

Inmediatamente antes de que mi madre se soltara pregunté.

–¿Ya desayunaste?

Cambiando rotundamente de gesto, mi progenitora me siguió.

–¡Siii, mija! Te sirvo.

–No señora, en serio, desayuné como a las ocho.

–Mira –dijo mi madre refiriéndose a su vástago, o sea a mí–, ella sí se levanta temprano.

Adivinando lo que se avecinaba me incorporé ipso facto y sosteniendo una jarra con la mano estirada y trazando una espléndida sonrisa pregunté.

–¿Un licuadito?

Mi madre, sin darle tiempo de responder, tomó un vaso y lo llenó.

–¡Sí sí sí!, aunque sea un licuadito, ándale, está bien rico, es de plátano.

–No señora, de veras. Además no me gusta el de plátano. Prefiero el de papaya.

Mi madre la observó pasmada como si le resultara inconcebible que a alguien no le gustara el plátano y haciendo uso de la expresión que la salva de caer en el abismo de lo desconocido dijo:

–¡Qué raro!

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