Rodolfo Kusch nació en Buenos Aires el 22 de junio de 1922 y falleció en la misma ciudad el 30 de septiembre de 1979. Infatigable investigador de la realidad americana, negado y silenciado más por aquellos de estructura mental eurocéntrica académica que por fundamentos ideológicos válidos, vuelca en este trabajo su pasión entrañable por la “América parda” y hace de su permanente indagación la carta más segura de nuestras aventuras titánicas. Por eso leer esta América profunda es tomar contacto, una vez más, con el gran interrogante de nuestro destino.
En las páginas que abren a la dimensión no pensada de lo americano, Kusch reconstruye la máxima tensión de ese contraste como la oposición entre el hedor y la pulcritud, dos formas arquetípicas que evocan el drama existencial de las clases medias urbanas y de sus intelectuales frente a la presión de lo popular.
En nuestro continente –dice Kusch– “por un lado están los estratos profundos de América, con su raíz mesiánica y su ira divina a flor de piel, y por el otro los progresistas occidentalizados de una antigua experiencia del ser humano. Uno está comprometido con el hedor y lleva encima el miedo al exterminio, y el otro en cambio es triunfante y pulcro y apunta a un triunfo ilimitado, aunque imposible”.
La lección de Kusch conjuga una incitación filosófica y un gesto vital. Su invitación a pensar América desde su propio entorno, lejos de constituir una presunción localista, significa una reivindicación del pensar mismo concebida como acto genuino y universalizante.
RODOLFO KUSCH
AMÉRICA PROFUNDA
Existe una especie de obsesión por la racionalidad, que no permite ver cualquier otra posibilidad...
RODOLFO KUSCH
La más tremenda e inflexible de las formas de opresión es aquella que ejercen las leyes de la naturaleza, obligándonos a transcurrir en un mundo aparentemente clausurado a las potencias sagradas. Hay dos posibilidades: o el universo es una gigantesca casualidad, una masa de combinaciones químicas, de dispersiones, contracciones y aleaciones determinadas por el mero azar, o –lo que sería más piadoso– existe una razón oculta, una finalidad última ante la cual cobran sentido todas las cosas que suceden y también nuestras vidas.
Las observaciones de las leyes que citábamos al principio hacen que los espíritus científicos sospechen la primera de las posibilidades. Los espíritus sensibles, sin embargo, prefieren apostar su vida a la segunda. Pero para ello hay que abrir la puerta a lo sacro, al misterio, o a lo simplemente olvidado. Ocurre entonces que cuando los hombres abren esa puerta sienten miedo, ese viejo terror al Gran Secreto, a los mensajeros de una justicia incomprensible. Ese misterio que, como tal, preside la existencia del hombre.
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Las cosas en el lenguaje se enuncian mediante el concepto. El concepto es la representación de la cosa. “Animal racional”, por ejemplo, es un concepto que designa un conjunto de notas y caracteres que representa a los hombres en general sin ser ninguno de ellos en particular. Es una abstracción que habla de todos sin decir nada de ninguno.
Esta característica es la que da al concepto su singular paradoja: la del todo y la nada. Singularidad que precisamente es la que le otorga la peligrosidad de las armas de doble filo. Por eso pensar es difícil y, además, peligroso. Cuando de pensar se trata hay que tener bien sujeto bajo los ojos esa resbalosa particularidad de los conceptos. Un momento de distracción puede significar que nos quedemos con la nada y se nos escape el todo; que, después de todo, es ese detalle importante que diferencia el pensar de la mera actividad racional.
Sabemos que conquistar una verdad no es tarea fácil; es más, a veces hay que pagar demasiado. Por eso hablar de las cosas manejando los conceptos por el lado de la pura nada es jugar con las palabras. Hay que vivirlos. Es la única manera para que dejen de ser abstractos y pierdan su singular contradicción.
Por otra parte, sabemos que la contradicción es un invento de la lógica, y nosotros después de dos mil años de historia hemos aprendido que la vida nada tiene que ver con un silogismo. 1 1 . Véase R. Díaz, “La novela como antropología”, en América Qué , I, 1, Buenos Aires, 1966, pp. 6-7. 2 . Véase Emmanuel Lévinas, Le Temps et l’autre , París, PUF, 1983, p. 21. 3 . R. Kusch, La negación en el pensamiento popular , Buenos Aires, Cimarrón, 1975, p. 5.
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La verdad es tan subjetiva como la realidad. En este mundo, el mundo de las grandes ciudades y de las grandes masas colectivas, es indiferente saber si esto tuvo lugar realmente y de qué fenómeno histórico nos creemos los actores y los testigos. Lo que llamamos “realidad” es una utopía. La historia tal como nos la representamos y tal como creemos vivirla, con su sucesión de acontecimientos tranquilamente lineal, sólo expresa nuestro deseo de atenernos a cosas sólidas, a acontecimientos indiscutibles que se desarrollan en un orden simple al que el arte narrativo presta valor en provecho de la atractiva ilusión.
Pero ya no somos capaces de experimentar la felicidad de la narración sobre cuyo modelo se constituyeron siglos de realidades históricas. Si vivimos, lo hacemos en un mundo de posibilidades y no ya de acontecimientos, mundo en el que no ocurre nada que se pueda contar.
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Las páginas que siguen exigirían, sin duda, que se hiciera acentuado hincapié en un tipo de advertencia que ya se ha hecho clásica.
En efecto, aquí sería menester no sólo anunciar lo que el libro no es sino agregar que en modo alguno se trata de un libro, puesto que se instala en la digresión. Y esto por dos razones de desigual importancia. En primer lugar, fue mediante esta forma de pensamiento digresivo, mediante esta manera de indicar o de evocar un estilo de pensamiento alejándose y acercándose uno de él como comenzó, precisamente en 1953 con La seducción de la barbarie , una reflexión de la cual este trabajo es el remate provisional. Son estas digresiones las que las mantuvieron constantemente en la tensión de la distancia y de la proximidad, en el límite del encantamiento y de la argumentación, entre la elegancia y la reserva, entre la vehemencia y el tacto, entre la figura del habitante de la ciudad y la figura del indígena.
La segunda razón (y ésta es decisiva) es la de que bien se ve que esas reflexiones se organizan en un territorio por entero paradójico. Para decirlo en el estilo de Kant, los conceptos de la antropología filosófica de Kusch tienen un territorio en el que son reguladores, pero no tienen un dominio en el que legislen.
En el caso de Kusch, el pensamiento digresivo recorre la obra, interroga a la filosofía sobre sus fundamentos, dejándola sin embargo en la incertidumbre en cuanto a sus objetos y en cuanto a su campo disciplinario. Pero es evidente que se cometería cierta injusticia si se caracterizara esta obra de manera negativa y se la considerara una frágil síntesis del pensamiento intuitivo, como descripciones fundamentalmente subjetivas que sólo tendrían el interés de lo curioso y de lo introspectivo (lo cual reduciría la obra de Kusch a su dimensión etnográfica) o como intento marcado por una especie de indecisión disciplinaria que vacilaría entre la psicología, la sociología, la antropología y la filosofía.
Trátase más bien de un modo de estructuración inmanente que hace explorar fenómenos situados en el límite del campo de la filosofía dominante, pues esta obra, América profunda , vuelve a interrogarse sobre los fundamentos de la disciplina y llega a hacer problemática la noción misma de filosofía.
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