Se trata del espacio de las situaciones significativas, constitutivas de una cultura indígena que se despliegan mediante trueque en el mercado local de la cultura; de relaciones que ningún lenguaje constituido puede estructurar de manera unívoca, desde el momento en que la gestualidad va unida a las palabras.
Desde este punto de vista, se impone decir que un rostro no es la epifanía que describen las fenomenologías de la alteridad. El actor típico de la antropología de Kusch se encuentra en el límite de sí mismo, está en su límite. No quiere decir esto que supere o trascienda su contingencia, quiere decir que ese actor es siempre interpelado en el umbral de su identidad y que la manera en que él proyecta situarse dejará en suspenso mil situaciones concretas, luminosas y mudas, en las que sólo será un rostro que únicamente tiene que ver con rostros.
* * *
Lo que subyace en el subsuelo de América como lugar del sentido es precisamente la experiencia antropológica fundamental. Ésta no representa la culminación triunfal de una dialéctica de las conciencias, reino único de la visión silenciosa que obliga a sufrir el despotismo de un sentido único, sino que es el fracaso de la interacción.
Evitemos toda confusión: la lógica de las interacciones en la filosofía de Kusch no es una dialéctica, es una lógica de la negación en las que las condiciones de inteligibilidad de un evento son inseparables de la definición de un plano en el que aquel podrá connotar con otros acontecimientos. Estos acontecimientos designan la dimensión de surgimiento y de resurgimiento, las pulsaciones del proceso que aspiran a restituir el primado de la situación de interacción, el primado del sitio, sobre aquello que se desarrolla en él.
Es muy probable que la antropología filosófica de Kusch no tenga nada que ganar dejándose interpelar por la historia “oficial” de América. Lo cierto es que la fuerza de su pensamiento sólo se concibe poniendo entre paréntesis esa historia, convocada aquí y allá sólo de manera alusiva, como por añadidura, para legitimar una analogía formal.
Lo esencial de sus planteos radica en una estética y una ética de la asociación. A diferentes formas de sensibilidad, diferentes formas de percepción que mantienen el discurso filosófico más acá de un cuerpo conceptual y más acá de una teoría descriptiva.
Los símbolos funcionan en su pensamiento como índice de un análisis futuro que permanece vacío, al que todavía le falta algo y al que siempre le faltará algo, como si el símbolo fuera indicador de una precariedad en el pensamiento.
Trátase pues de dar señales a falta de interpretar o, mejor dicho, de interpretar a martillazos. En el mejor de los casos nos situamos frente a un dispositivo de fuga, una manera de liberarse de tres imposibilidades: imposibilidad de no escribir, imposibilidad de escribir en la lengua dominante e imposibilidad de escribir de otra manera.
La ruptura que tal perspectiva deja insinuada es el comienzo de una pérdida y de una fragmentación; pérdida de la familiaridad con el mundo y fragmentación del espacio y del tiempo vividos. Mundo precario, pero también mundo arcano y profundo en el que toda noción de progreso, de finalidad, es puesta en duda. Precariedad restauradora, trabajada por la idea de recobrar una identidad perdida.
Orientarse en ese mundo es, pues, inevitablemente asumir la excentricidad de nuestra situación cultural y sobre todo religiosa, pero no para emanciparse de los vínculos tradicionales, sino para reivindicar la particularidad de tales vínculos.
La experiencia de la precariedad del mundo no es quizá su falta de futuro sino que es lisa y llanamente la experiencia de la fragmentación del tiempo y la experiencia de una regresión imposible en él.
“Las crisis”, decía Kusch, “dan siempre que pensar. Son en el fondo fecundas, porque siempre vislumbran un nuevo modo de concebir lo que nos pasa. Irrumpe una nueva, o mejor, una muy antigua verdad”. 3 3 . R. Kusch, La negación en el pensamiento popular , Buenos Aires, Cimarrón, 1975, p. 5.
¿Habrá que guardar para el silencio el doble privilegio de la ansiedad y la ironía, o tendremos que recorrer incansablemente los precarios y estrechos senderos que conducen hacia la América profunda, si queremos develar definitivamente nuestra más esencial condición?
NORBERTO MAICAS
NOTA. Agotadas las tres primeras ediciones, esta cuarta edición de América profunda aparece con pequeñas correcciones sobre el texto y se completan algunos datos formales faltantes en las ediciones anteriores.
La primera edición fue publicada por Hachette, en la colección “Nuevo mirador”, en 1962. La segunda edición fue publicada por Bonum, en la colección “Enfoques latinoamericanos”, en 1975, y la tercera edición, por la misma editorial como volumen independiente (no figura bajo ninguna colección) en 1986. La presente sigue la de 1975.
1. Véase R. Díaz, “La novela como antropología”, en América Qué , I, 1, Buenos Aires, 1966, pp. 6-7.
2. Véase Emmanuel Lévinas, Le Temps et l’autre , París, PUF, 1983, p. 21.
3. R. Kusch, La negación en el pensamiento popular , Buenos Aires, Cimarrón, 1975, p. 5.
Este libro pudo haber sido terminado hace muchos años, pero le faltaba el fundamento o, mejor, la definición exacta de lo americano en su dimensión humana, social y ética. Era ésta una exigencia que había quedado en pie en mi primer libro, La seducción de la barbarie , donde había analizado lo americano a partir de una intuición del paisaje. Numerosos viajes al altiplano y la investigación sobre religión precolombina, limitada a las zonas quechua y aimará, me dieron la pauta de que había hallado probablemente las categorías de un pensar americano.
De ahí, entonces, este libro que surge de la firme convicción sobre la continuidad del pasado americano en el presente, aun cuando éste se halle poblado por nuestros buenos inmigrantes. También ellos tienen su parte en esta continuidad. Y he tratado de explicarla no a la manera de nuestros profesionales de la historia, la política, la filosofía, ni los novísimos de la sociología –quienes parecen esgrimir su ciencia a manera de exorcismo, antes bien para no ver a América que para verla– ni de los pecaminosos especuladores a lo Toynbee, que menosprecian al pobre “homo atomicus” sólo para hacer el juego a una ciudadanía presuntuosa y falsamente heroica; sino que quería hacerlo al modo antiguo, sondeando en el hombre mismo sus vivencias inconfesadas, a fin de encontrar en los rincones oscuros del alma la confirmación de que estamos comprometidos con América en una medida mucho mayor de lo que creíamos.
Y valía la pena. No lo digo por la calidad de la interpretación aquí aventurada, porque ésta correrá por cuenta de unos pocos lectores, a quienes interesará realmente encontrar esa continuidad –los más preferirán no verla y es probable que los irrite saber que alguien pudo intentar esa aventura–, sino más bien porque el estudio del problema me ha llevado a remover estructuras ignoradas por nuestros investigadores universitarios. Indudablemente, se trata de una aventura que está al margen de nuestra cultura oficial. El pensamiento como pura intuición implica, aquí en Sudamérica, una libertad que no estamos dispuestos a asumir. Cuidamos excesivamente la pulcritud de nuestro atuendo universitario y nos da vergüenza llevar a cabo una actividad que requiere forzosamente una verdad interior y una constante confesión.
En América, ya lo dije en mi primer libro, se plantea ante todo un problema de integridad mental y la solución consiste en retomar el antiguo mundo para ganar la salud. Si no se hace así, el antiguo mundo continuará siendo autónomo y, por lo tanto, será una fuente de traumas para nuestra vida psíquica y social.
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