Margarita García Robayo - Primera persona

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Margarita García Robayo nos entrega en este libro sus crónicas de la intimidad. Con una prosa por momentos despiadada y sin concesiones recrea una suerte de novela familiar donde indaga en su niñez y adolescencia, la admiración por su padre, la compleja personalidad de su madre, las fobias y las manías.Los textos de
Primera persona conforman una trama conceptual que es la obsesión por la identidad, el sentido de las cosas y el lugar de pertenencia. Quizá, el atractivo se desprende de ese desacomodamiento que transmite la autora cuando se siente acorralada en la pertenencia."Mi primer recuerdo es molesto, el escozor de la sal en las heridas de la infancia". Así comienza su primera crónica sobre el mar de su niñez y la vida familiar, que se continúa en otros textos que exploran la necesidad de huir de la educación religiosa, sus relaciones con hombres mayores o las imposiciones de la maternidad y la lactancia. De una honestidad sin mezquindades, García Robayo alcanza, como en sus otros cuentos y novelas, un bello y delicado equilibrio en un relato personal que logra huir de la mirada autocomplaciente.

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Esa noche —mientras cenábamos los fritos que había tocado ir a comprar a un puesto de ruta porque Matilde no cocinó— mi mamá le dijo a mi papá que quizá le haríamos un favor llevándosela a Morales. Mi papá se rio:

—¿Será para tanto? —Tenía los labios brillantes de aceite.

Mi mamá se puso seria. Su plato estaba intacto:

—Eso que hizo no es normal —dijo—, ¿no lo ves? Matilde está loca.

Al principio un loco era alguien que se comportaba distinto al resto. Que hacía cosas raras y destructivas. Que deliraba y se desviaba de la conducta convencional. Que hablaba y se reía solo, que se sacaba la ropa y los mocos y salía a caminar, y se agachaba en una vereda a hacer sus necesidades.

Después, loco era el epiléptico, y el leproso. Y la encarnación del mal.

Hubo una época en que se invirtieron los papeles: locura y razón fueron una misma cosa que, en determinados momentos, se desdoblaba para revalidar su presencia necesaria en el mundo. Se empezó a aceptar que la gente no tenía que ser solo loca, que cada tanto se podía tener “brotes” y no era como para escandalizarse. Los artistas, los bohemios, los libres se hacían los locos. Dejaban salir esa parte reprimida por el resto y sus conductas cobraban formas extrañas o delirantes pero pasajeras.

Hubo otra época en que la locura empezó a tratarse con encierro. La razón se impuso con violencia. A los locos y a los raros se los recluía porque eran una amenaza para el resto: no hay tal cosa como un loco inofensivo. Con el tiempo se le fueron poniendo nombres y marcos a las manifestaciones de la locura. Una de las más visibles debió ser la esquizofrenia, pero hay tantas y tantas. Loco, en todo caso, sigue siendo alguien que se aparta del concepto que la mayoría supone de normalidad, que no sabemos muy bien lo que es, pero somos rápidos detectando lo que no es. Conclusión: ser loco no es normal, punto.

Pero tampoco es algo necesariamente malo. A veces sí, sobre todo cuando resulta un tormento para quien lo padece.

No es que mi madre estuviera loca, no exactamente, pero padecía un desequilibrio que nadie encaraba como tal. Ella menos. Y sufría. Mucho. Sugerir un psiquiatra o un psicólogo en el contexto en el que crecí era lo mismo que mandarla a la hoguera en plena Inquisición. Entonces iba a la iglesia, se refugiaba en sus rezos y sus cantos plañideros y en el cura de turno. En la iglesia encontraba sosiego, decían. Pero ¿por qué necesitaba sosegarse? ¿Qué era lo que la atormentaba? El Diablo. Lo bueno de la iglesia es que tiene respuestas tajantes e indiscutibles para todo. Ahora sabíamos que si mi madre lloraba o gritaba o se hacía un bulto en el piso era porque el Diablo la estaba cercando, le decía cosas al oído, la molestaba. Pero si ella conseguía estar conectada con Dios todo el tiempo, al Diablo ya no le quedaría espacio para atormentarla. Si bien los ataques disminuyeron en sus épocas más pías, nunca se fueron del todo. ¿Por qué, si no había un segundo en que mi madre no estuviese conectada con Dios? Porque a veces hay pruebas, decía el cura. Las pruebas que Dios le mandaba a ella eran los ataques, así no se olvidaba de cómo era su vida antes de Él. Dios cerraba y abría el grifo de la cordura para probarla. Dios era un perverso. Y ella lo aceptaba, y después le agradecía con cantos y mantras. Más de una vez la vi levantarse de su mecedora para contestar el teléfono, y en vez de aló decía: “¿Alabado?”. El desconcierto de quien llamaba duraba hasta que ella explicaba, con disculpas y risas, que era que estaba en medio de una oración y el teléfono la había interrumpido. “Ah, claro”, decían al otro lado, de lo más normal.

Una vez, cuando era chica, soñé que mi mamá me mataba. Entraba a mi cuarto mientras dormía, se paraba al lado de mi cama y me miraba por un rato largo hasta que yo abría los ojos. Tenía un cuchillo en la mano y me decía: “Corre, corre bien lejos”. Pero enseguida se abalanzaba sobre mí y hundía el cuchillo en mi barriga.

Me levanté gritando y la encontré como en el sueño: parada al lado, pero sin cuchillo. Trató de calmarme, estiró los brazos hacia mí; yo me escabullí, pegué un salto hasta la cama de mi hermana y me aferré a ella, entre llantos, diciéndole que no la dejara acercarse. La evité durante días. Y en esos días mi hermana se convirtió en el escudo que me protegía de mi madre. Ella le insistía en que la dejara hablarme, explicarme que había sido un sueño, que ella era mi mamá y nunca iba a enterrarme un cuchillo en la barriga; pero mi hermana, recia y altiva, estiraba su cuello de gacela y soltaba: “Déjala, te tiene miedo”.

Con los años fui perdiendo el vínculo con toda mi familia. Por elección, hoy no tengo mayor relación con ninguno de ellos, mucho menos con mi madre, y eso me hace recordar sus gestos con lo que yo llamo cierta distancia saludable y otros —¿ellos?— podrían llamar crueldad. Pero justo ese gesto de mi hermana lo guardo como un tesoro extraño, una piedra deforme pero valiosa que me regalaron alguna vez. No sé de dónde le salió protegerme de esa forma, pero lo hizo hasta que yo la liberé de la responsabilidad y busqué a mi madre mortificada para decirle que ya estaba bien, que se me había pasado.

Cuando todavía la veía, cuando iba de visita a mi ciudad, me sorprendía de las cosas que le escuchaba decir de sí misma, o de mí, o de mis hermanos. Me hablaba de extraños, me hablaba una extraña. Y en ese punto, ya no podía estar segura de si era ella quien construía relatos paralelos o yo. Cuando le preguntaba por sus nervios decía que estaba perfecta, tomando sus aguas homeopáticas, disfrutando de los nietos. Empecé a verla como una niña que mentía para defenderse desde la más furiosa inocencia. Contaba episodios maravillosos o trágicos de su vida familiar con el mismo movimiento frenético de manos, con el mismo sudor en el bozo y esos ahogos crónicos que interrumpían constantemente sus monólogos. El espacio para contestarle se hacía cada vez más delgado; su atención frente a lo que el otro decía, cada vez más sorda. Y en esos ratos breves que compartíamos el a parecía tensa pero controlada. Como alguien que se guarda muchas cosas incomprensibles —y, por ende, aterradoras— para sí misma y prefiere poner candados a las puertas que las contienen. Y si a uno se le daba por asomar un ojo en esas puertas, solo encontraba bruma.

Nuestro primer alejamiento duró unos seis años, pero después hubo una tregua. Cuando la vi de vuelta todo en ella había cambiado. Era comprensible: mi papá, su marido por casi cuarenta años, había muerto hacía poco. Ella vino a visitarme a Buenos Aires, una ciudad que no conocía ni había pensado conocer jamás. Pero no tenía curiosidad. Estaba casi siempre callada, mirando el vacío como si fuera un pozo de nubarrones. Hablaba suave, medida, conteniendo alguna erupción repentina que no correspondía exponer. A veces solo murmuraba y yo le decía “¿Qué?”. Y ella: “¿Qué?”. Los ojos apagados, enrojecidos. Y: “Que está todo bien, todo tranquilo, perfecto”, repetía.

Estaba deprimida. Era obvio.

“¿Por qué no hablas, mami?”. “Me refugio en el silencio de Dios”.

Le insistí en que viera a un médico, que eso que le pasabapodía curarse con una pastillita de nada, que se tomaba a la mañana con el café. Era simple, mentí. Me dijo que sí, que lo haría, como para no discutir, porque esa era la nueva tónica. Una de las últimas tardes que estuvo acá, mientras almorzábamos en un lugar coqueto y luminoso, se quedó mirando por la ventana largamente hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas. Afuera había árboles de flores violetas, jóvenes que iban y venían en ropa primaveral, niños con sus madres y sus mochilas fluorescentes en la espalda. Traté de decirle algo. Soy mala para decir cosas.

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