Margarita García Robayo - Primera persona

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Margarita García Robayo nos entrega en este libro sus crónicas de la intimidad. Con una prosa por momentos despiadada y sin concesiones recrea una suerte de novela familiar donde indaga en su niñez y adolescencia, la admiración por su padre, la compleja personalidad de su madre, las fobias y las manías.Los textos de
Primera persona conforman una trama conceptual que es la obsesión por la identidad, el sentido de las cosas y el lugar de pertenencia. Quizá, el atractivo se desprende de ese desacomodamiento que transmite la autora cuando se siente acorralada en la pertenencia."Mi primer recuerdo es molesto, el escozor de la sal en las heridas de la infancia". Así comienza su primera crónica sobre el mar de su niñez y la vida familiar, que se continúa en otros textos que exploran la necesidad de huir de la educación religiosa, sus relaciones con hombres mayores o las imposiciones de la maternidad y la lactancia. De una honestidad sin mezquindades, García Robayo alcanza, como en sus otros cuentos y novelas, un bello y delicado equilibrio en un relato personal que logra huir de la mirada autocomplaciente.

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—Ey —el chico dio unos pasos lentos hacia atrás y atravesó el marco de la puerta. Me señaló con el índice y soltó—: Tu mamá está mal de la cabeza.

Antes, hace mucho, les echaba la culpa a las telenovelas. Décadas de consumo activo de Televisa y Venevisión. Conductas dramáticas extremadas, deformadas bajo el gusto de Delia Fiallo, Inés Rodena, Caridad Bravo Adams, Maricármen y Cuauhtémoc, y otros. Algo de todo eso debía quedarse adentro. Lesiones, mayormente.

Era notable su empeño en seguirlas día a día y en ver, además, los resúmenes del fin de semana; y la mirada siempre brillante y temblorosa, al borde de la erosión emocional. Mi madre podía repetir parlamentos extensos de Valeria y Maximiliano, y en cambio era incapaz de escuchar con un mínimo de atención lo que le decía un interlocutor de cuerpo presente. Mi madre —está bien, hablemos de una abstracción arbitraria que hago de ella—, ya lo dije tantas veces, ya la disfracé de tantos personajes, solo responde a su monólogo interno.

Le funciona. Con muchas grietas, es cierto. Pero se ha hecho un lugar en el mundo a fuerza de tergiversar su condición patológica en una especie de manía inofensiva que, en teoría, solo la daña a sí misma. Cuando se es madre no hay nada que solo te dañe a ti misma. Ella debía saberlo, aun así, no lo controlaba.

Esa tarde, cuando entré a la casa con ese chico que no volví a ver, por suerte, entendí que la justificación que me había inventado me servía para darle un marco superfluo y bizarro, incluso gracioso, a un comportamiento con el que tenía que convivir. Nadie quiere convivir con la locura, prefiere disfrazarla de otra cosa. Pero esa tarde, cuando un extraño me señaló lo obvio, dejé de hacerme la estúpida y entendí que debía preocuparme; y que debía haber algo más: un trastorno leve pero quizá visible en una tomografía; o alguna función mal llevada por su cerebro que, para tantas otras cosas —nombres de actores, cumpleaños de parientes, peleas anacrónicas, cuentas domésticas— funcionaba como una máquina perfecta. Lo que estaba claro era que la dimensión del problema nos excedía a todos. Entonces hacíamos lo que mejor nos salía, porque fue lo que mejor nos enseñaron a hacer: negar.

—No tiene nada —dijo mi papá—, si no la molestan va a estar bien.

Como si habláramos de un perro díscolo.

Obedecí. Pero más adelante, poco después de abandonar la casa paterna, se lo dije directamente a ella. Me visitaba en la oficina donde hacía mi pasantía de periodismo, se tomaba un tinto con la sonrisa tensa. Esa mañana había atropellado, sin querer, a nuestro perro Junior. Ella salía del garaje en reversa, iba deprisa; él dormía detrás de la rueda trasera. Ya estaba viejo, muy. Y ciego, pobre.

—No sufrió —decía mi mamá—, lo llevé al veterinario y le dieron la inyección, y listo.

—¿Y tú estás bien? —le dije.

Ella asintió rápido y se abanicó con las manos.

—Qué calor —contestó. Y tomó una bocanada de aire voluminosa, como si estuviera a punto de sumergirse en lo profundo del océano. Pero no le alcanzó, porque enseguida tomó otra y otra, y empezó a respirar más rápido sin dejar de abanicarse. Hiperventilar, se llama a eso, pero yo todavía no les atribuía nombres a sus síntomas. Solo sospechas.

—Pero qué calor —repitió.

—El aire está a full —contesté sin moverme de la silla.

Ella se había puesto de pie: caminaba en círculos, manos en las ancas, en el espacio escaso de mi oficina. Yo intentaba no marearme, pero a medida que circulaba el resto de cosas se movían con ella y me situaban a mí en el centro de ese torbellino emocional, procurando controlar que todo se mantuviera anclado al piso, que nada volara por los aires y se estrellara contra las paredes.

Ese día, después de que se fue, dediqué varias horas a googlear lo que creía haber visto en ella; era una especie de crisis nerviosa que le aceleraba las pulsaciones como si acabara de correr una maratón.Por eso sentía que se ahogaba. Cuando se presionaba las sienes era porque, probablemente, le estaban palpitando. “¿Cómo se apaga un tambor que no para de sonar dentro de tu cabeza?”, preguntaba una mujer en un foro de nerviosos. Pude ver a mi madre encarnando cada uno de los síntomas que figuraban en las listas desplegadas al lado de fotos de gente desorbitada:

Explosión colérica.

Pérdida de control de las emociones.

Imposibilidad de responder de una forma equilibrada ante la ansiedad.

Temblor, taquicardia, tensión muscular, sudoración abundante.

¿Cómo se curaba todo eso?

—Busca ayuda, mami —le dije esa noche, cuando la llamé por teléfono—, no estás bien.

Y le entró un ataque.

Los sábados eran el día. Mi mamá se enfundaba en jeans elásticos y se alborotaba el pelo con las manos dejándose una mata de rulos negros que, combinada con sus Ray-Ban y los blusones de algodón, le daba un aire sesentoso. Todavía no había adoptado el que sería su peinado más recurrente: un moño apretado en la mitad de la cabeza que despejaba su cara morena y la hacía una auténtica misia.

Debía tener unos treinta y largos cuando los rulos,cuando esos sábados. Mis hermanos y yo corríamos al Polara, y nos enrumbábamos al pueblo para hacer el mercado en uno de esos abastos de antioqueños solícitos que se echaban a la espalda los sacos de mercadería, como mulas. El premio era una paleta de frambuesa que vendían ahí mismo, y que había que tragarse en tres bocados para que no se te derritiera en la mano. Pero antes de eso, estaba la ruta al pueblo. Y en la ruta estaba la radio en una emisora de boleros que ella se sabía de memoria —“Lindo capullo de alelí…”—, y las ventanas abiertas y el viento pegajoso pero fresco. Y en la ruta, ya casi al final, cuando los carros disminuían la velocidad para doblar hacia el pueblo, estaba la clínica del doctor Morales: un edificio verde manzana con ventanas enrejadas de las que los locos se agarraban y gritaban cosas a los que arrastraban las carretas de verdura por el costado de la vía. Cuando éramos chicos nos reíamos, nos parecía una cosa fascinante pero también tenebrosa. Nos reíamos de nervios. Una amenaza frecuente en mi casa de la infancia era que, si nos portábamos mal, nos llevarían a donde el doctor Morales. Y eso no era una cosa abstracta, como el limbo o el infierno. Todos sabíamos dónde estaba el doctor Morales.

En el abasto, mi mamá les daba órdenes a los tenderos: que le subieran tal o cual saco, que le buscaran los mejores tomates. Y ellos le decían “Sí, patrona, cómo no”.

O puede que no.

Mis recuerdos suelen estar contaminados.

Quizá ella llenaba sus bolsas, como todos los demás, y los tipos las subían al carro y recibían su propina.

Tengo la tentación de recordar a mi madre joven como una especie de doña Bárbara que a lo mejor no fue. La verdad es que, por fuera de los ataques, nítidos en mi memoria, casi todo el resto se me escapa y tiendo a reconstruirlo como más me gustaría que fuera. Mi madre: una mujer fuerte y mandona con jeans apretados y caderas caribeñas; mi madre: una señora de carácter que se plantaba con pataletas para conseguir lo que quería, aunque nadie sabía interpretarlo y los intentos por calmarla y complacerla derivaban rápidamente en la impaciencia, el enojo y, finalmente, el desprecio solapado. Ya se le va a pasar, decía mi papá, y seguía con su libro o su noticiero o su plato de comida, simulando que el llanto asfixiante que inflaba las venas verdes del cuello de su esposa era un zumbido molesto pero —en la medida que se hacía constante— tolerable.

Nunca vi al doctor Morales. El día que lo tuve más presente fue esa vez que mi madre sugirió que Matilde, la empleada de la casa, debía ir a verlo. ¿Por qué? Porque hablaba sola. Varias veces mi hermano la había descubierto diciendo cosas a nadie, mientras le pegaba con un palo a la ropa que lavaba en la batea. Pero eso era accesorio, lo peor fue una vez que Matilde llegó tarde y mintió. Con un par de llamadas, mi madre averiguó rápidamente el engaño. Cuando Matilde llegó a la casa, empezó a interrogarla; primero con delicadeza, después se puso más incisiva. De a poco la fue acorralando hasta que se fundió en su sombra; la perseguía y le decía: “Dime la verdad, estabas con el policía, ¿cierto?”. Matilde se escabullía como una rata cercada: “Déjeme, señora, por favor, déjeme tranquila”. “Ay, Matilde, qué poco te quieres”. “Se lo ruego, señora, déjeme en paz”. “Qué puta, Matilde”. Hasta que Matilde estrelló unos platos contra el piso y empezó a llorar, a gritar, a jalarse de los pelos. Terminó echada en un rincón, encogida en su corpulencia, como una gran albóndiga: “Nadie me quiere, señora”, lloraba, se limpiaba los mocos con un repasador curtido. Mi madre, ablandada, se agachó para abrazarla: “Yo te quiero, mija”.

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