Álvaro Pineda Botero - Memoria de la escritura

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Es usual que las memorias se escriban en primera persona del singular y que se ciñan a la vida de quien las escribe y a lo sucedido. Este texto se acomoda parcialmente a tal género porque, además de recuerdos personales, contiene crónica histórica, novela de formación y artificio literario. Está escrito en segunda persona creando una tensión entre quien lleva la voz narrativa y quien vivió. La vida se vive en presente, en forma secuencial, cada instante una sola vez, siempre hacia delante y no se puede modificar lo ya vivido. Quien lleva la voz narrativa y es responsable de la escritura, por el contrario, siempre puede corregir y organizar secuencias buscando efectos estéticos o intereses particulares. Puede, además, callar, sobrepujar, seleccionar o complementar.
Por eso, más que el relato de una vida, ofrecemos aquí una reflexión sobre los procesos de escritura y sobre la profesión de escritor. En el trasfondo, como elemento imprescindible de la vida de las personas, esbozamos la realidad histórica colombiana de buena parte del siglo XX y algunos años del XXI. – Álvaro Pineda Botero

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Jorge profesaba ideas liberales. ¿De dónde le venía el liberalismo? Como sus parientes del Santuario y Santo Domingo eran en su mayoría conservadores, no lo llevaba en la sangre; lo llevaba en el cerebro, por convicción: desconfiaba de los curas; pensaba que los individuos pueden forjar sus propios destinos, que la ciencia y el progreso mejoran el mundo; creía en el esfuerzo individual, en la iniciativa privada y estaba convencido de que la industria y el comercio eran herramientas poderosas para superar la pobreza ancestral del país. Luchó por esos ideales, pero fracasó. Las circunstancias no le fueron propicias, como veremos en estas páginas.

Jorge se retiró de las Empresas Públicas Municipales para fundar, a mediados de la década de 1930, la Droguería Americana, que fue exitosa desde sus comienzos. Era un negocio competido. Estaban los Laboratorios LUA, Droguerías Aliadas, Droguería Andina y otras. Importaban productos de farmacia y una larga lista de bienes de consumo, como licores, vinos, cerveza, rancho, perfumes, cremas y tapices. Más que una miscelánea como las de sus competidores, Jorge orientó su negocio a la importación, procesamiento y re-empaque de productos químicos y farmacéuticos. Su cultura general y sus conocimientos de francés e inglés le permitían mantener correspondencia con fabricantes y distribuidores. Poseía bodegas y promovía marcas propias a través de farmacias y boticas de la ciudad y el departamento. Tres de sus productos principales eran Efedrol (para la tos), Dinamol (reconstituyente) y M3 (pastillas para la fiebre). Dirigía una buena nómina de agentes viajeros y las ventas se hacían a crédito. Además, vendía al menudeo en la Botica la Playa, de su propiedad. Sus empleados de confianza eran dos de sus hermanos menores, Libardo en la contabilidad y Francisco en la bodega, y Manuel Mejía, quien ejercía como farmaceuta. El grueso de las importaciones provenía de Europa. (En 1936, Colombia importaba el ochenta por ciento de países europeos y menos del veinte por ciento de Estados Unidos. Después de la guerra, la relación quedó invertida.)

Los antibióticos habían sido descubiertos pocos años antes y apenas empezaba su comercialización. A la penicilina la calificaban de “milagrosa” en el control de enfermedades epidémicas como la sífilis y la tuberculosis. Cundía un aire de optimismo y médicos y pacientes esperaban desarrollos farmacéuticos maravillosos.

Jorge conoció a Regina, tu madre, a finales de los años treinta. Frecuentaban grupos sociales similares, asistían a las “funciones” en los teatros Bolívar y Junín y a los eventos del Circo España. Salían en auto por los pueblos acompañados por otras parejas de jóvenes. Los padres de Regina eran José A. Botero y Clementina Uribe. Venían de Sonsón. Regina era la cuarta de seis hermanos. Todos habían nacido en ese pueblo y se trasladaron a Medellín en la segunda década del siglo.

Fue un éxodo general. A la ciudad estaban llegando gentes de todos los pueblos. Eran familias que se habían enriquecido con la minería, la arriería y el café. Los apellidos son conocidos: Echavarría, Sierra, Jaramillo, Ángel, Botero, Olano, Villegas, Vallejo, Peláez, Bernal, Arango, Moreno, Rendón, Carrasquilla, López y Aristizábal. Las cifras muestran un crecimiento acelerado. En 1900 Medellín tenía 32.000 habitantes. En 1922 llegaban a 75.000; a 120.000 en 1928 y a 150.000 en 1935.

Recuerdas a tu abuelo materno. Vivían en una casona de la calle Ayacucho, a poca distancia del parque de Berrío e ibas a saludarlo llevado por mamá. Estaba anciano. Era alto y grueso. El rostro blanco, redondo, la cabeza totalmente calva. Se movía con dificultad, apoyado en un bastón, por causa de un derrame cerebral. Pero aun así, salía solo a departir con amigos en los cafés y cantinas del barrio. Nació en 1882 y murió en 1946. Había sido el onceno de una familia de catorce hijos. Sus hermanos mayores se fueron para la colonización buscando tierras de labranza y guacas indígenas en las últimas décadas del siglo XIX, por los territorios de los actuales departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda. De niño arriaba mulas, encerraba terneros, cortaba leña y solo tuvo uno o dos años de escuela primaria. Un día, con motivo de la guerra de los Mil Días, llegaron funcionarios de reclutamiento del bando conservador. Como sus hermanos y primos habían partido para la colonización, él también quería irse del pueblo. No había cumplido los diez y seis años y mintió respecto de su edad para ser aceptado como recluta. Pasó a Panamá donde peleó contra las tropas liberales. Estuvo preso en la iglesia de Aguas Claras, en la provincia de Coclé, de donde fue liberado cuando terminó la contienda. La anécdota la conociste por boca de mamá y dio pie para uno de tus primeros cuentos, “La guerra civil”. José A. regresó con el título de capitán; traía un sable de asalto que sus hijos veneraron como reliquia. Como soldado recorrió buena parte del país a pie. Al terminar la guerra se casó con Clementina –en 1905– y siguió recorriendo los caminos ahora como arriero, trayendo a Medellín mercancías de Bogotá y Boyacá. Llegó a ser rico. Tenía fincas en Sonsón y en el suroeste antioqueño, propiedades urbanas y un establecimiento de comercio en Medellín con el pomposo nombre de Almacén José A. Botero, que se especializaba en artículos de lana.

De la calle Ayacucho se mudaron para Monte Blanco, un palacete a la entrada de Envigado, construido en la década de los treinta, con cuatro enormes e imponentes columnas neoclásicas en el pórtico que remedan las de la Casa Blanca, rodeado de rosales, con naranjal y potrero (hoy convertido en colegio y residencia de una comunidad religiosa). Lindaba con la finca “El jardín del Alemán” (conocida después como “Otraparte”) del escritor Fernando González. Hizo amistad con su vecino y departían cuando esperaban el bus de escalera que los llevaba a la ciudad. Reía de las ocurrencias de González y decía que andaba “deschavetado”. Nunca aprendió a conducir un automóvil, pero le regaló a tu tía Julia un flamante Ford Coupe negro modelo 1938, con radio y cojines forrados en cuero, que permaneció en la familia por más de una década. Cuando tenías pocos años te sacaban a pasear en él y guardas nítidas las sensaciones del aire entrando por la ventanilla, la tersura del cuero, su color oscuro y el sonido de la radio.

La abuela Clementina era la cuarta de una familia de diez hijos. Nació en Sonsón hacia 1887 y murió en 1949. Sus padres fueron José María Uribe Botero y María Pastora Botero Botero. José María, quien en la familia se conoció como don Marita , o Papá Marita , dejó fama de rico y en Sonsón lo recuerdan porque donó los altares de mármol de Carrara para la catedral. Se inició como arriero y llegó a tener centenares de mulas y bueyes cargueros, organizados por recuas con sus capataces, recorriendo las trochas del país. Daniel, el único hijo varón, estudió abogacía en Bogotá, donde se destacó como profesional, tan refinado que lo llamaban El Conde y tan afortunado que heredó el grueso de la fortuna de don Marita .

A la abuela Clementina la recuerdas de rostro adusto, tez trigueña y movimientos lentos. Lucía el cabello entrecano y largo hasta la cintura y las hijas ayudaban a peinarlo. Su cuarto parecía una capilla, porque los objetos más visibles eran un crucifijo de un metro con cincuenta, de una desnudez deslumbrante, exaltada por grandes y sangrantes heridas; una vistosa camándula de cuentas de cristal pulido como diamantes que colgaba de uno de los brazos del crucifijo, y que había sido encargada a Roma; una “bendición” con la fotografía del pontífice Pío XI dirigida a “José A. Botero, señora y familia”, también traída de Roma, y uno o dos cirios encendidos. Tenía un reclinatorio tapizado en tela roja, y un número de taburetes, porque la abuela convocaba allí a la familia y a la servidumbre para rezar el rosario. Presidía desde el reclinatorio o sentada en la cama, que estaba en el rincón más oscuro. Algunas veces debiste asistir al rezo y lo recuerdas como un castigo. La voz de la anciana, entrecortada y cavernosa, repetía las palabras, siempre las mismas, de todo lo cual te quedó una extraña sensación: había que invocar a Dios, un ser lejano, omnipotente y cruel, que nos castiga por un pecado que no hemos cometido.

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