Álvaro Pineda Botero - Memoria de la escritura

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Es usual que las memorias se escriban en primera persona del singular y que se ciñan a la vida de quien las escribe y a lo sucedido. Este texto se acomoda parcialmente a tal género porque, además de recuerdos personales, contiene crónica histórica, novela de formación y artificio literario. Está escrito en segunda persona creando una tensión entre quien lleva la voz narrativa y quien vivió. La vida se vive en presente, en forma secuencial, cada instante una sola vez, siempre hacia delante y no se puede modificar lo ya vivido. Quien lleva la voz narrativa y es responsable de la escritura, por el contrario, siempre puede corregir y organizar secuencias buscando efectos estéticos o intereses particulares. Puede, además, callar, sobrepujar, seleccionar o complementar.
Por eso, más que el relato de una vida, ofrecemos aquí una reflexión sobre los procesos de escritura y sobre la profesión de escritor. En el trasfondo, como elemento imprescindible de la vida de las personas, esbozamos la realidad histórica colombiana de buena parte del siglo XX y algunos años del XXI. – Álvaro Pineda Botero

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Nada, o casi nada comprendías de aquellas trasmisiones y aquellos gestos, solo percibías la tensión y la angustia de tu padre y, al evocarlas, resuenan en tu memoria palabras como guerra y desaparecidos , que fueron, si no las primeras, unas de las primeras que aprendiste del idioma.

Cuando Jorge se percataba de tu presencia, te alzaba y se iba contigo en brazos en busca de alguno de sus discos. Era un melómano, poseía sinfonías y sonatas –Beethoven era su preferido–, estudiaba con rigor académico la Histoire de la Musique , de J. Combarieu y asistía a los conciertos de cámara que se ofrecían en la ciudad. Tú seguías allí, a su lado, tal vez sentado en sus rodillas, sintiendo su respiración y su calor, y escuchando la música que comenzaba a sonar. Un día dijo: “los compases con los que se abre la Quinta son el llamado del destino”. Pronto fueron familiares para ti, y los escuchabas también como un llamado, al igual que los campanazos de la BBC.

Estas asociaciones se hicieron más complejas. Escuchabas la música imitando la devoción de tu padre, como si estuvieras a punto de oír una palabra superior, una revelación, como si fuera la vía segura hacia lo absoluto. Solo sentías aprehensión y temor. Muchas veces has meditado sobre aquellas impresiones. ¿Por qué te impactaban tanto? ¿Por qué aún hoy las consideras como determinantes en tu vida? La sesión de música era un rito diario en la penumbra, solemne, trascendental, cargado de amenazas y malos presagios.

Habías nacido sesenta y seis días después de Pearl Harbor, el 11 de febrero de 1942 –poco antes de las seis de la tarde–, en el Hospital de San Vicente de Paúl en Medellín. Según el registro que dejó mamá, medías veintiún pulgadas y tres cuartos y pesaste siete libras y seis octavos. El parto lo atendieron el doctor Miguel M. Calle y la hermana Lucrecia de La Merced. Fuiste bautizado en la capilla del hospital por el padre Manuel José Villegas. El evento lo reseñó el periódico local al lado de otras dos noticias: la primera informaba que los cruceros alemanes Gneisenau , Scharnhorst y Prinz Eugen , apoyados por destructores y escuadrones de aviación, zarparon ese 11 de febrero de Brest hacia el canal de la Mancha buscando la salida del mar del Norte. Al tratar de detenerlos, los ingleses perdieron cuarenta y dos aviones en seis horas. Y la segunda, que Borges acababa de publicar Funes el memorioso en Buenos Aires y que la crítica se mostraba desconcertada por no encontrarle significado. Seis meses más tarde, los alemanes ponían en funcionamiento la “solución final” de Treblinka.

Jorge nació en Santo Domingo en 1906. Fue el mayor del matrimonio de Francisco Pineda y Rita López. Vivieron en distintos pueblos porque Francisco trabajaba con las Rentas Departamentales. Cuando la familia se asentó en La Ceja, Jorge ingresó al colegio de los Hermanos Cristianos. Los viejos analfabetas que se reunían en la botica para comentar las noticias, lo llamaban para que les leyera en voz alta artículos de periódicos y revistas. El Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, acababa de ser asesinado y se desencadenaba la gran confrontación de 1914. Aquellas lecturas de horror, sin duda mal asimiladas, anidaron en su subconsciente y determinaron su temperamento nervioso y su fascinación y temor por los acontecimientos políticos y militares que ocurrían en el mundo.

Luego, para que adelantara el bachillerato, Francisco lo envió al Liceo de la Universidad de Antioquia en Medellín, que funcionaba en una casona cerca de la Plaza de Flórez. El choque cultural del joven debió ser traumático. Había crecido en los pueblos donde regía la cultura tradicional, donde nada o casi nada sucedía. Ahora los medellinenses estaban preocupados con el progreso, discutían el primer “Plan de Desarrollo” y las controversias eran violentas: para unos, el progreso era lo peor: producía insomnio, trastornos cerebrales, los autos confundían al peatón con sus bocinas y los suicidios iban en aumento. Para otros, era el valor más elevado; decían que ya era incontenible y que quienes no se acomodaran quedarían marginados.

La ciudad se trasformaba. Ya contaba con una clase empresarial que desde comienzos del siglo era reconocida a nivel nacional. Funcionaban muchas empresas, entre ellas Coltejer, Argos, Tejidos de Bello y el Banco Alemán Antioqueño. Jorge venía ajustándose a este entorno. Ya cursaba el quinto año de bachillerato y, animado por los consejos de su padre, se disponía a escoger carrera. Pero sus aspiraciones quedaron truncas cuando recibió la noticia de su muerte. Nunca supimos la causa. Tengo la sospecha de que fue un hecho de violencia; tal vez un atraco o un accidente. El único recuerdo que nos queda es un dibujo a plumilla de un cuarto de pliego, copiado, sin duda, de una fotografía. Está fechado en 1945, es decir, unos veinte años después de su muerte, y la firma del dibujante es ilegible. Representa a un hombre blanco, de treinta y cinco años, más bien delgado, de frente amplia, la mirada serena, el cabello corto y negro, la nariz larga y fina, los labios también finos y el mentón delgado. Luce un bigote negro, espeso y terminado en puntas. Viste con naturalidad saco elegante de paño, chaleco y corbata. Estos rasgos y posturas los he visto reproducidos en sus descendientes y, sin duda, los ojos verdes o azulosos de algunos provienen por esta línea.

Al perder la única fuente de sustento, Jorge comprendió que, por ser el hijo mayor, debía suspender estudios y hacerse cargo de nuevas responsabilidades. Entonces salió en busca de un puesto de trabajo que le permitiera enviarles fondos a Rita y a sus hermanos menores. Con una nómina tan nutrida de industrias en la ciudad, no necesitó buscar por mucho tiempo. Su presencia era elegante y el trato educado y comedido. Su letra manuscrita era hermosa, tenía facilidad para la ortografía, la redacción y las matemáticas. Encontró una posición de aprendiz en el departamento de contabilidad de la empresa de energía. Se trataba, sin duda, de la mejor opción, ya que era el sector de mayor crecimiento: a finales del siglo anterior, inversionistas particulares habían puesto a funcionar un acueducto en la quebrada Piedras Blancas, una rueda Pelton en la Santa Elena capaz de generar energía para el alumbrado público, y un número de líneas telefónicas. Ahora la municipalidad se hacía cargo de estos negocios organizándolos bajo una sola razón social que denominaron “Empresas Públicas Municipales”. Allí trabajó por más de diez años y vivió de cerca la construcción de la primera etapa de la Central de Guadalupe. Se generó tanta energía que las autoridades construyeron un sistema de tranvías eléctricos para comunicar los distintos barrios, con lo cual la ciudad se puso a la altura de las más desarrolladas del planeta.

La suspensión temprana de sus estudios formales no le impidió continuarlos como autodidacta y desde joven se propuso conformar su propia biblioteca. Alcanzó un buen conocimiento del francés y del inglés y se aficionó a la música y a la historia. Se interesaba por lo que llamaba “la actualidad” y era un obsesivo lector de periódicos y revistas.

Al avanzar su juventud, sus gustos se refinaron. La ciudad se daba ínfulas de cosmopolitismo. Llegaban artistas internacionales y compañías de ópera y zarzuela españolas, italianas y francesas. Estaban los teatros Bolívar y Junín. El Circo España era una construcción cubierta para siete mil espectadores donde se llevaban a cabo fiestas bailables, representaciones teatrales, opera, cine y hasta corridas de toros. Existían salones de té, entre ellos el Astor –especializado en pastelería suiza– y los muchachos y muchachas salían a pasear en auto por los pueblos vecinos. Había exposiciones de pintura y era abundante la producción de Horacio Longas, Ignacio Gómez Jaramillo, Eladio Vélez, Pedro Nel Gómez y otros artistas contagiados por el impresionismo y demás corrientes de moda. Florecían las librerías y las tertulias. La gente aprendía de memoria y recitaba poemas de Rubén Darío, Guillermo Valencia y José Asunción Silva y, unos años después, los de Barba Jacob y Alberto Ángel Montoya. La novela La Vorágine , de José Eustasio Rivera, causó agitadas polémicas ideológicas. Las de José María Vargas Vila estaban condenadas por la Iglesia y prohibidas por las autoridades, pero circulaban profusamente, en especial entre obreros y otras gentes del pueblo y eran la delicia de sus furtivos lectores.

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