—Señores —Vicente se dirigió a los dos técnicos de la policía científica—. Ya se ha solicitado orden de registro, nos la está tramitando el jefe. Estará aquí en dos horas. Tened presente que a la misma hora que se lo han cargado, tres tipos han accedido a la vivienda. Mirad bien la cerradura, el agente dice que parece no estar forzada, pero aseguraos.
—Descuida.
—Vale, luego nos vemos.
En ese momento llegó el juez de guardia. Se terminó el procedimiento y se procedió al traslado del cadáver al anatómico forense. Los inspectores tomaron declaración a las vecinas que poco más pudieron aportar a lo que se sabía. La vecina estaba segura de que tres hombres habían accedido a la vivienda del fallecido, pero no podía atestiguar más datos sobre ellos. Los inspectores comprobaron la visión a través de la mirilla y efectivamente se apreciaba a las personas pero era imposible ver detalles, era muy antigua. La finca seguía tomada por varios agentes de uniforme a la espera de abrir la puerta de la vivienda, Vicente estaba seguro de que no habría nadie, pero era mejor ser precavidos. Se preguntó a todos los vecinos, pero nadie había observado nada extraño. Terminando con ellos, llegó la orden de registro. Abrieron con las llaves del fallecido y tras comprobar que estaba vacio, iniciaron junto con los técnicos el registro. En ese momento sonó el móvil de Vicente.
—¿Dígame? —contestó.
—¿Vicente Zafra?
—El mismo.
—Soy Antonio Mármoles.
—Hombre, Mármoles. ¿Cómo estás?
—Bien, muy bien. Me gustaría hablar contigo. Te invito a comer.
Vicente conocía a Mármoles prácticamente toda la vida, juntos fueron a la «mili». Al término del servicio militar, ingresaron en el cuerpo de la Policía Nacional. Empezaron en la escala básica y juntos realizaron los cursos de profesionalización y promoción pertinente dentro del cuerpo, pero Mármoles pronto destacó por su obstinación y dedicación en los estudios. No era el clásico empollón. De personalidad abierta, alegre y con un sentido del humor extraordinario, tal vez un poco sarcástico, daba la sensación de ser el clásico alegre del grupo. Pero cuando de estudiar se trataba, era serio, constante y demostraba poseer una inteligencia poco común entre los que le rodeaban. Inició la carrera de abogacía y se graduó en el tiempo mínimo imprescindible. Emprendió entonces la carrera de criminología y profundizó en análisis forense. Al final solicitó una excedencia y montó un gabinete de asesoramiento jurídico y una agencia de detectives.
Seguían manteniendo una excelente amistad. Se llamaban y quedaban de vez en cuando para tomar unas cervezas o reunirse con las familias a comer. Como ocurre casi siempre, poco a poco fueron distanciándose y pasaba más tiempo entre sus llamadas. Pero cuando se encontraban, era como si se hubieran visto antes de ayer. Eran conscientes de mantener una de esas pocas amistades que durarán toda la vida aunque no se alimenten diariamente. En el momento en el que Vicente escuchó su voz, dedujo por instinto el motivo de la llamada y quién lo había contratado.
—Has tenido una crisis de nostalgia.
—Necesito hablar contigo y además, tengo ganas de verte. ¿Puede ser?
—Pues claro. ¿Dónde quedamos?
—Dime dónde estás y paso a recogerte.
Le dio la dirección y quedaron en veinte minutos.
—Arturo, tengo que irme. Realizáis el registro y a las cinco nos vemos en comisaría.
—Claro. ¿Pasa algo?
—Un buen amigo quiere verme, voy a comer con él.
—Pues lo primero es lo primero. Luego nos vemos y hablamos.
Le entregó las llaves del vehículo oficial y se marchó. A los veinte minutos, Mármoles le recogió en la esquina indicada por Vicente.
—¿Dónde me llevas a comer?
—A Pontevechio.
—Estupendo. ¿Cómo estás? —preguntó Vicente.
—Muy bien. ¿Y tu mujer?
—Mejor que yo —contestó Vicente. Siempre iniciaban así sus conversaciones. Ya tendrían tiempo de entrar en materia después de comer—. ¿Y el trabajo?
—La agencia va viento en popa. He contratado a un joven fotógrafo que es un auténtico fenómeno. Actúa como un verdadero espía, se cree que todavía estamos en la guerra fría. Pero cuando se pula, será un diamante.
Continuaron hablando de temas profesionales. Comieron sin prisas, hablando de cosas intrascendentes, alegrándose y disfrutando de la mutua compañía. Una vez terminada la comida, pidieron café. No era casual que Antonio hubiese escogido la mesa del fondo.
—¿Qué tenías que preguntarme? —inquirió sin más preámbulos Vicente.
—De todos los compañeros, tú eras el más agudo. Cuando pones esa mirada me recuerdas a un inquisidor, siempre perspicaz y paciente. Creo que ya has deducido quién ha solicitado mis servicios. ¿Verdad?
—El padre de Alberto Poncel.
—Afirmativo.
—Sabes que estamos en medio de una investigación y existe el secreto del sumario. No querrás que me busque la ruina adelantándote cosas.
Los dos rieron.
—Lo sé. Sé lo que puedo y no puedo preguntar. También sé lo que no me puedes revelar. Y si te busco la ruina, siempre puedes venir a trabajar conmigo.
—Ya estoy mayor para cambiar de profesión.
—Eso es verdad. Con tu edad, no te contrataría ni tu padre, pero yo soy tu amigo. Además, si te busco la ruina, es lo menos que puedo hacer por ti.
—¿Qué te ha dicho su padre?
—He leído el pliego de cargos, lo incrimina sin ninguna duda. Claro que su padre no requiere mis servicios como abogado. Insiste en que hay una conspiración, una trama de venganza hacia su persona. Me ha relatado la conversación que mantuvo con vosotros. Cree en ella a pies juntillas y quiere contratarme para que la sustente con pruebas tangibles.
—Quiere contratarte, lo cual me induce a pensar que de momento no has aceptado.
—Efectivamente. Me ha ofrecido todo tipo de ayuda y no escatima en gastos. De hecho, me pone sobre la mesa un cheque en blanco. Pero yo soy un profesional integro. No quiero pegar palos de ciego. Antes de aceptar, necesito averiguar qué fundamentos poseen sus sospechas.
—Todo lo que hemos encontrado de momento contra él lo tiene su abogado. Por lo tanto, lo tienes tú.
—Lo he leído.
—Hemos trabajado siguiendo escrupulosamente el protocolo. Todas las pruebas le incriminan directamente y son irrefutables. Cuando se presentó su padre en comisaría, yo estaba totalmente convencido que era el responsable del asesinato de esa joven. Tengo serias dudas sobre la película que nos contó su padre, pero ciertamente despertó mi curiosidad. Por lo tanto indagué, como habrás hecho tú, sobre los fallecimientos de sus dos hijos.
—Su padre tiene toda la información sobre los dos sucesos. Me los trajo y los he leído.
—Tú y yo no creemos mucho en las casualidades, pero también sabemos que estas existen. Puede que la desgracia se haya cebado en esta familia, y casos de este tipo, sin resolver, en las comisarías hay un montón.
—Te adelanto que voy a aceptar el trabajo. Me ocurrió lo mismo que a ti. En un primer momento, la versión de la conspiración se me antojó un poco peliculera, y que hubiese sobornado a la primera testigo para que retirase la denuncia era tirarse piedras sobre su propio tejado. Tu y yo estamos cortados por el mismo patrón, pensaste lo mismo que yo, estoy seguro: padre con dinero, con importantes contactos, prepotente y manipulador, acostumbrado a salirse con la suya de cualquier forma y a cualquier precio.
—Efectivamente.
—En ti despertó curiosidad y echaste un vistazo a las circunstancias sobre los sucesos que ocasionaron la muerte de sus dos hijos mayores. En mi caso, solo quería saber qué probabilidades existían sobre esa versión. Tengo un negocio y me debo a mis clientes, pero tampoco quería meterme en el ruedo sin ver qué toro me tocaba lidiar. Podía utilizar la estrategia de embarrar todo el proceso con el propósito de enturbiar la verdad. Y en rio revuelto, ganancias de pescadores. No sé si me explico.
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