José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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La denuncia fue presentada por agresión e intento de violación. La declaración del taxista ratificaba lo que la joven manifestó.

Entre los informes policiales constaba el realizado por el médico forense, que dictaminó unas agresiones que se ajustaban a las declaradas en la denuncia.

Alberto Poncel asumió que cenó con la joven y después la dejó cerca de su casa. Negaba todo lo demás.

La joven fue a trabajar al día siguiente, pero el propietario declaró a la policía en las investigaciones posteriores que la chica no estaba en condiciones de trabajar, a pesar de que ella intentaba terminar su jornada. Volvió unos días después y solicitó la baja voluntaria. El dueño del establecimiento expresó que la joven la solicitaba porque quería volver a su país.

En la mesa de al lado trabajaban con lo que habían averiguado previamente de Mónica Ortega Valdés. La tarea de dos días no aportó prácticamente nada nuevo a lo que ya sabían.

Se miraron.

—Dime que no puede ser verdad.

—Esto me huele a gato encerrado.

—¿Cómo huele un gato encerrado? —preguntó Arturo.

—Mal, muy mal.

Sufur Kalan vivía en un piso alquilado en Valencia. Llevaba dos días intentando localizar por teléfono a su primo Salín. Estaba preocupado. No era para menos. Sus chanchullos les dejaban una buena pasta, pero los riesgos eran terribles.

Omar Salín trabajaba para Mustafá Hassan.

Mustafá Hassan, conocido como el Sr. Zagora, era uno de los hombres más importantes del mundo de la droga en Marruecos. Nunca salía del país, tenía su centro de operaciones en Casablanca, una ciudad cosmopolita, la mayor ciudad del país con más de tres millones de habitantes, y el principal puerto marítimo de Marruecos. Junto con Casablanca, las ciudades de Marrakech, Fez y Tánger eran los centros neurálgicos de su extensa organización.

Empezó con pequeños envíos de marihuana y hachís a España. Poco a poco amplió los destinos de su mercancía a Italia, Francia, Alemania, etc.

Contactaba con mafias de la zona y él se convirtió en un mero suministrador. Los beneficios eran menores, pero los riesgos también. Además, Hassan se despreocupaba de los canales externos de distribución. Con el tiempo contactó con proveedores de cocaína, todos de Sudamérica. Cambiar a las nuevas drogas era más arriesgado, pero los beneficios también eran mucho mayores. A estos les era más fácil y menos arriesgado mandar la mercancía a países africanos donde Hassan la recogía que mandarlos a Europa, donde los controles aduaneros eran muy estrictos. Luego Hassan la suministraba por los canales que previamente había formado y utilizaba los mismos contactos que poseía en Europa. Pagando enormes cantidades de dinero para sobornos, creó un paraguas de protección en los países de su entorno.

Investigó formas para cultivar en zonas desérticas. La cocaína era un filón de oro. En ese momento poseía plantaciones de marihuana y coca en los lugares más inhóspitos de Marruecos y sobre todo, del país vecino, Argelia. Con dinero todos los problemas se solucionaban y Mustafá Hassan tenía mucho, mucho dinero. Si en la zona de su plantación no había agua, se transportaba en tráiler.

Seguía manteniendo contactos con diferentes cárteles de la droga en Colombia y Brasil, pero si antes le suministraban toda la cocaína, ahora necesitaba de ellos solo un treinta por ciento de lo que servía. El setenta por ciento restante lo recogía de sus propias plantaciones. También había creado laboratorios de mezcla de sustancias químicas para poder servir drogas sintéticas.

Tenía por norma no salir de Marruecos, principalmente por seguridad y después por comodidad. Itinerantemente cambiaba de residencia por diferentes ciudades de Marruecos, todas ellas mansiones de lujo, apartadas del mundanal ruido. En su interior acumulaba hasta el último detalle de lo que su imaginación le pudiese pedir. Él organizaba y supervisaba todo, contaba con cuatro hombres de su más absoluta confianza; ellos eran sus ojos, sus oídos, su voz y también sus manos. Estos hombres eran los responsables de las diferentes estructuras de una impresionante maquinaria de hacer dinero. Mustafá había aprendido mucho de los cárteles colombianos, sobre todo a dividir los riesgos en departamentos independientes

Él y sus cuatro hombres de confianza se reunían como lo haría una junta de una gran multinacional. Mustafá les había enseñado, como si de un credo se tratase, que su principal misión era crear varias redes, cada una de ellas divididas en demarcaciones que se gestionaban de forma autónoma y estanca, sin tener conocimiento de la existencia y funcionamiento del resto. Al frente de esos departamentos, había individuos que se responsabilizaban con su vida de la buena gestión de su parcela. Esas personas y todos los que trabajasen en la organización, aunque no supiesen a ciencia cierta que pertenecían a un proyecto mucho más amplio, tenían que saber que por su trabajo, su lealtad y su silencio, cobrarían un muy buen sueldo y que nada les faltaría a sus familias. Los hombres de confianza de Mustafá insistían a sus responsables en las diferentes áreas dentro de la organización que no escatimaran esfuerzos y dinero con los miembros inferiores. Pero también quedaban advertidos de lo que les ocurriría si los defraudaban robando o se iban de la lengua.

Omar Salín pertenecía, cuando aún vivía, a esa inmensa estructura. Era la mano derecha del responsable de la recepción y entrega de la mercancía a los contactos preestablecidos en los puertos desde Valencia a Marsella. Este grupo no trataba con los compradores. El destinatario se ocupaba personalmente de la recogida en el punto de entrada de los alijos de droga y la gente de Salín ni siquiera conocían la llegada de este envío. Su jefe, un hombre gordo e indolente, empezó cada vez más a disfrutar de los placeres de la buena mesa y de las mujeres occidentales. Lejos de su país y con la buena marcha del negocio, fue relajándose y depositando más confianza en Salín. En ocasiones, la mercancía tenía que recogerse y almacenarse en lugar seguro hasta la entrega al comprador. Omar empezó por robar pequeñas cantidades de marihuana, hachís, cocaína o cualquiera de las drogas químicas que se suministraban. Luego se las pasaba a su primo Sufur y este las distribuía de forma discreta en discotecas de Madrid y alrededores. Esto le reportaba un dinero extra que guardaba como un avaro, con el sueño de que algún día podría trasladarse con su familia a Europa. Con el tiempo se fue confiando como hacía su superior; robaba cuando podía. En el trayecto antes de la entrega, aprovechaba cualquier momento para guardarse una pequeña parte de la mercancía. Se imaginaba viviendo junto a sus hijos en un lugar donde hubiera muchos árboles y lloviese en abundancia. Fue cuestión de tiempo que sospechasen. Se puso un cebo y Omar picó. Ahora estaba muerto, como su familia, y su jefe, descuartizado y dado de comer a unos cerdos.

Kalan volvió a marcar el número de su primo. Como en los dos días anteriores, saltó el buzón de voz. Buscó entre unos papeles y encontró una ajada libreta. En su pueblo natal no todos tenían teléfono y sus padres tampoco. Localizó el número de teléfono de su abuela. Lo marcó y tras tres timbrazos contestó una voz de mujer, cansada y dulce en árabe.

—¿Dígame? —contestó la anciana.

—Abuela, soy Sufur.

Al otro extremo de la línea un gritó de alegría.

—¡Qué alegría oírte! Dime, ¿cómo te encuentras, hijo?

—Estoy bien, abuela. ¿Cómo estáis todos en casa?

—Muy tristes.

Se le aceleró el pulsó.

—Ha muerto toda la familia de tu primo Omar. Ha sido un terrible accidente.

Sufur colgó. ¿Un accidente? Todos sabían y comprendían lo que había ocurrido. Todos se beneficiaban de trabajar para Mustafá Hasan y asumían los riesgos. Nada estaba escrito, no existían contratos de trabajo, nada era legal desde un prisma europeo. En su tierra, pocos sabían leer o escribir. Los pactos se cerraban con un solo apretón de manos, y la letra pequeña del contrato se expresaba a través de los ojos. Todo estaba implícito en las miradas, lo que se esperaba y a lo que se comprometían, no habían engaños ni falsedades. Con Mustafá se comprometía toda la familia. Nada salía en los telediarios ni en la prensa. De una forma soterrada, como la brisa del desierto, todos sabrían que Salín había robado. Había roto el compromiso adquirido, defraudado a todos y era el culpable de las consecuencias. Comprendió lo que su abuela le había dicho. Un accidente.

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