Si la familia de Salín estaba muerta, él mismo lo estaría pronto si no espabilaba. Conocerían de su existencia y pronto llamarían a su puerta, estaba seguro. Corrió a la habitación. Estaba recogiendo algo de ropa cuando se asomó a la ventana que daba a la calle por la que se accedía al patio. Una furgoneta oscura paró justo frente a su portal. Bajaron cuatro hombres, mientras otro permanecía sentado al volante. De los cuatro que descendieron del vehículo, uno de ellos se situó en la acera frente a la entrada y los otros tres subieron.
Ya no tenía tiempo. Cogió del cajón una bandolera donde guardaba el dinero y una pistola automática. Salió corriendo de su casa, cerró la puerta y subió un tramo de escaleras. Vivía en el tercero y había estudiado previamente una ruta de escape. Justo cuando llegaba al cuarto, la puerta del ascensor se abrió en el tercero. Salieron dos de ellos mientras el tercer hombre subía el último tramo de escaleras. Se aproximaron a la puerta. Dos se ocultaron de la mirilla, mientras otro tocaba el timbre. El de su izquierda sacó una escopeta de cañón corto y el otro una pistola. Sufur subió en silencio al quinto piso, tenía la llave de la puerta que daba acceso a la terraza. Había subido en varias ocasiones y sabía que podría huir saltando a otras terrazas colindantes.
Volvieron a llamar al timbre. Al no haber respuesta, el que llamaba sacó unas ganzúas y se dispuso a abrir la puerta con ellas mientras los otros dos se encontraban en total alerta. Le costó treinta segundos forzar la cerradura y entrar. Al mismo tiempo Sufur salía a la terraza, cerró la puerta y con la llave desde fuera, puso el pestillo. Saltaría dos terrazas, forzaría la cerradura y por la escalera bajaría al garaje y podría salir por la calle trasera. Lo tenía todo estudiado.
Cuando terminó de cerrar se giró y se encontró de frente, a menos de un metro, con un hombre de unos cuarenta años, de un metro ochenta aproximadamente. En un primer momento parecía delgado, pero inmediatamente observó que era de constitución fibrosa, como los corredores de fondo. De pelo moreno, un rostro agraciado, con una sonrisa que en estos momentos era sarcástica, con ojos oscuros y fríos sin una pizca de compasión antes de morir, intentó sacar la pistola del bolsillo. Pero el hombre se movió con una rapidez inusitada, deslizó todo su cuerpo aproximándose a Sufur y su brazo derecho salió disparado cómo si dispusiera de un resorte. El cuchillo de doble hoja penetró horizontalmente entre las costillas a la altura del corazón. Una vez dentro el asesino movió su muñeca y el arma rotó como una llave dentro del cuerpo. Murió instantáneamente. Sacó el arma del cuerpo y limpió la hoja en las prendas de Sufur. Llamó a los que se encontraban en el piso y les dio instrucciones. Cogió la bolsa con el dinero y se marchó.
Vicente recibió la llamada por teléfono del Comisario. Sabía que se les terminaba el tiempo.
—Dígame jefe.
—Necesito que os ocupéis de un asesinato cometido en una azotea. ¿Cómo lleváis el tema de Alberto Poncel?
—Pues han aparecido unos datos curiosos que nos gustaría comentar con usted.
—Vale. Ocupaos del fiambre de la azotea y esta tarde nos reunimos en mi despacho para comentar las novedades.
—¿Se han presentado ya los cargos contra él? —preguntó Vicente.
—Se están recibiendo los últimos informes de los peritos. Pero el fiscal lo tiene claro.
—Bien. Esta tarde nos vemos.
Cuando los inspectores llegaron al lugar encontraron el clásico caos que acontece a un crimen: en doble fila, varios vehículos policiales y de los equipos técnicos. Pararon detrás de estos. Un agente en el portal los miró mientras se aproximaban a él y se identificaron.
—Están en la terraza —les informó el agente.
—Gracias.
Subieron al último piso, el quinto. Luego, un pequeño tramo de escaleras y salieron a la terraza. El cuerpo se encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Había sangrado de tal manera que todo su pecho y el suelo alrededor del cuerpo estaban teñidos de rojo. Dos agentes tomaban muestras alrededor del cadáver. El fotógrafo y el forense parecían haber terminado su trabajo.
Un agente de uniforme se acercó a ellos, llevando una pequeña libreta en la cual venía anotando algo. Vicente lo reconoció, habían coincidido en otras intervenciones. «Tiene futuro», pensó Vicente.
—Señores inspectores, buenos días.
—Buenos días. ¿Eres Agramunt, verdad?
El agente levantó la vista, complacido por que el inspector recordase su nombre, algo inusual. Los inspectores de homicidios solían adoptar una actitud prepotente con los de uniforme y tendían a menospreciar las indagaciones preliminares que realizaban. Con el inspector Zafra era todo lo contrario. En comentarios con otros compañeros coincidían en que Zafra no solo escuchaba al agente que había llegado en primer lugar al escenario del suceso sino que también solía preguntarles detalles de ese primer acto de presencia.
—Sí señor. Tomas Agramunt.
—¿Qué tenemos?
—Lo encontró hace aproximadamente una hora una vecina que subió a tender. Llevaba encima documentación a nombre de Sufur Kalan, marroquí. Lo ha identificado la propia vecina. Dice que vive solo en la puerta número doce, en el tercer piso. Le he preguntado si la puerta de la terraza suele estar abierta y asegura que estaba cerrada con llave. Mientras el compañero permanecía aquí he bajado al tercero. No contesta nadie en la puerta doce, pero ha salido la vecina del rellano y asegura que hace aproximadamente dos horas, tres hombres, después de llamar al timbre, han abierto la puerta y han entrado. La clásica cotilla que mira por la mirilla. Pero de lo que está segura es de que eran tres hombres y han entrado. La puerta no parece forzada pero por si acaso, un compañero permanece en el rellano.
—¿Dónde tenemos a la vecina que lo ha encontrado? —preguntó el inspector.
—La vecina cotilla le ha preparado una tila y están las dos en su casa. Les he pedido que no salgan porque he supuesto que usted querría hablar con ellas. Están en la puerta catorce.
—Estupendo.
—¡Inspectores! —les llamó un técnico que se encontraba junto al cadáver. Ambos se acercaron—. Lleva una pistola en el bolsillo derecho de la cazadora.
—Dámela —se la pidió Arturo mientras sacaba una bolsa de muestras y se ponía unos guantes de látex—. Mira a ver si tiene llaves y nos las das.
El agente extrajo el arma y tras observarla:
—No lleva el seguro puesto —les advirtió.
—Un tío temeroso de Dios. —Arturo cogió el arma, puso el seguro y la introdujo en la bolsa de muestras. En ese momento se les acercó el forense. El técnico les entregó un llavero con varias llaves.
—Se lo han cargado clavándole algún tipo de arma punzante en el pecho. Herida mortal sin ninguna duda.
—Joder, Torres. Qué vocabulario tenemos de buena mañana. Una puñalada.
—No sé qué arma han utilizado, pero le ha dejado un boquete de miedo. ¿No ves cuánta sangre ha salido? Hace menos de tres horas que ha pasado a mejor vida y a primera vista, no observo ninguna otra señal de lucha. Pero luego te comentaré más cosas.
—De acuerdo.
Vicente sacó el móvil y llamó a su superior.
—Dime Zafra.
—Esto se está liando.
—Explícate.
—Han apuñalado a un joven marroquí en la terraza, lleva una pistola en el bolsillo y una vecina asegura haber visto a tres hombres entrar en su vivienda más o menos cuando se lo han cargado. Parece ser que vive solo. Tenemos las llaves, pero necesitamos urgentemente una orden de registro.
—De acuerdo. —Y colgó.
—Zafra, una de las llaves abre la puerta de la terraza. —Arturo había probado con el fin de asegurarse—. Una de estas será la de la vivienda, seguro, y la otra del patio.
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