José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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—¿Qué queréis concretamente? —La determinación inicial de zanjar el asunto había disminuido—. Aunque sigo opinando que es perder el tiempo.

—Trasladarnos unos días a Barcelona y solicitar apoyo a la policía autonómica.

—Pero necesito unos días para preparar los procedimientos de colaboración entre los diferentes departamentos. —Eso, de momento, significaba que daba luz verde para investigarlos.

—Usted inicie los protocolos burocráticos, pero yo mantengo una estrecha colaboración con los responsables del CGIC (Comisaría General de Investigación Criminal) en Cataluña —indicó Zafra—. Intentaremos situar a las jóvenes, dónde vivieron y cómo consiguieron sobrevivir. Lo más factible es que se dedicaran a la prostitución. Si es así, sabremos dónde trabajaron y para quien.

—Tengo entendido que la familia Poncel ha contratado a un investigador privado. ¿Sabes algo?

La pregunta dirigida a Vicente era una trampa. No iba a mentir a su jefe. Este sabía de sobra el nombre del investigador. También conocía la amistad entre Vicente y Antonio Mármoles. Quería averiguar si el investigador privado había contactado con él.

—Sabes de sobra que se trata de Mármoles. Hemos hablado del tema y se ha comprometido a comunicarnos cualquier información que competa a esta investigación. —De momento prefería no mentir, pero tampoco quería decirle a su jefe toda la verdad.

—Lo ha contratado su propio padre, un súper abogado y chanchullero. Déjate de camaradería con Mármoles, a ver si te vas a pillar los dedos. No quiero sorpresas desagradables, ni quejas oficiales, ni de particulares. Este asunto tiene ramificaciones políticas y eso significa que no sabes de dónde, ni cuándo te puede salpicar la mierda. Atengámonos a los procedimientos habituales y no nos salgamos del guión.

—Sí, jefe.

—No me llames jefe.

—Vale Comisario. ¡Como está hoy el patio! —contestó con algo de guasa Vicente.

—¿Y tú qué dices? —preguntó directamente a Arturo, que había permanecido en silencio en todo momento.

—Yo no digo nada, que luego todo se sabe —ironizó con una sonrisa.

—Veo que le estás enseñando bien —le dijo a Vicente—. ¿Quién se hace cargo de los gastos en Barcelona?

—Pues el departamento. No me voy de vacaciones —contestó Vicente.

—Vale. Pero te vas sólo tú. A Arturo lo necesito aquí.

—No hay problema —respondió Arturo.

Ocupaba una habitación doble en un discreto hotel de tres estrellas en el centro de Barcelona. En una de las camas, extendida sobre la colcha, la documentación relativa a la investigación.

Vicente llevaba cuatro días en Barcelona. Al llegar a la ciudad le recibió su colega Agustín Talens Cogollos. Durante cerca de tres horas, Vicente le explicó con sinceridad el doble propósito de su investigación. Por un lado intentar averiguar dónde habían vivido y trabajado las dos jóvenes, llenar con datos ese espacio en blanco desde que entraron en España hasta su llegada a Valencia. En segundo lugar, indagar si tenían algún tipo de consistencia las sospechas del padre. Averiguar lo primero podría llevar directamente a destapar lo segundo o descartarlo totalmente.

Estaba seguro de la culpabilidad de Alberto Poncel. Todas las pruebas apuntaban a ello. No podía ser de otra forma. La investigación se había realizado con total escrupulosidad, ateniéndose a los protocolos, analizando las pruebas encontradas, siguiendo la línea de custodia. No se trataba de una colilla encontrada en el escenario de un crimen con el ADN de un sospechoso. No se trataba de una prueba fácil de manipular para incriminar a una persona. Todo apuntaba a que tenía que ser, por fuerza, el asesino de esa joven.

¿Y si descubrían conexiones entre la dos jóvenes? No se lo podía ni imaginar.

De momento, sobre la cama, tenía los datos enviados desde sus lugares de procedencia. Mónica Ortega había contactado por Internet con una persona que vivía en Barcelona. Se desconocía de quién se trataba. Después de chatear con esa persona durante un tiempo, esta le prometió trabajo en España. Era toda la información de que disponía la familia. Antes de su llegada a Valencia, Mónica mandaba regularmente ciertas cantidades de dinero a su familia a través de locutorios.

De Carmen Aranda, la familia decía que tenía amigas en España y estas la habían alentado a venir con la promesa de que encontraría trabajo. La familia desconocía de qué amigas se trataba. Cuando regresó a su país con el dinero obtenido canceló algunas deudas de sus padres y compró un apartamento donde se trasladó con su hija, que dejó a cargo de sus padres mientras ella estuvo en España. La asesinaron a los nueve meses de regresar. El informe policial indicaba que todo apuntaba a un atraco con arma de fuego. La joven presentaba dos impactos en el pecho. Los casquillos pertenecían a un arma utilizada en otro atraco seis meses antes. Nunca se detuvo al culpable y el caso seguía sin resolverse.

Junto a estos informes extendidos encima de la cama, las hojas donde Vicente había resumido el trabajo realizado en estos cuatro días en Barcelona. Acompañado por Agustín, se había reunido con personal de los departamentos de delincuencia organizada y antivicio. A los datos de las jóvenes acompañaban las fotos de que se disponían. Dando por hecho que durante ese periodo de tiempo del que se desconocían datos las jóvenes hubieran residido en Barcelona, y sin conocerse la existencia de familiares, se visitó las diferentes comunidades de venezolanos y donde solían reunirse. Era común que entre compatriotas se alquilaran habitaciones y se ayudaran para conseguir trabajos domésticos clandestinos, donde no se daba de alta a la empleada y se les pagaba en negro. Nadie reconocía a ninguna de las dos jóvenes.

Se preguntó en clubes de alterne, prostitutas en la calle y se contactó con los informadores habituales. Se presionó a personas metidas dentro del mundo de la prostitución de forma discreta pero contundente, sin resultados positivos.

La policía autonómica colaboró eficazmente y no se encontró nada a nombre de las dos jóvenes.

Vicente se preguntaba si no estaría dando palos de ciego. Podían haber residido en cualquier lugar de España. Pero en cambio, su instinto le insistía en que no estaba equivocado. Sonó su móvil. Miró la pantalla y vio que lo llamaba Mármoles.

—¿Dime? —contestó.

—¿Has cenado?

—No —respondió Vicente mirando su reloj. Eran las diez.

—Llevo unos bocadillos a tu habitación y hablamos.

—Vale.

Media hora después llegaba Antonio cargado con una bolsa de papel y su maletín. Sacó una botella de vino y cuatro bocatas. También traía dos vasos de plástico, un descorchador y servilletas de papel. Despejaron la mesa de la habitación y se sentaron.

—Vienes bien preparado. —El sacacorchos es algo que no se suele llevar encima.

—Yo, siempre —contestó Antonio, enseñando con satisfacción la botella de vino—. Es una lástima que bebamos este vino en vasos de plástico, pero las circunstancias mandan.

Mientras daban buena cuenta de la improvisada cena, Antonio preguntó.

—¿Has averiguado algo?

—No. Como si nunca hubieran estado en Barcelona. ¿Y tú?

—He tenido mucha suerte. Una persona ha reconocido a Mónica.

A Vicente le dio un vuelco el corazón.

—Cuéntame.

—Te dije que yo también tengo mis recursos. Huelo a pasma y eso ahuyenta a mucha gente. Pero entonces enseño mi placa de detective privado y hablo de dinero, mucho dinero, a quien me facilite información. Hay que andarse con ojo, pero si sabes dónde sembrar, al final la codicia mueve montañas.

—Pensaba que las montañas las movía la fe.

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