José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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—Eso era antes.

—Un chulo que va por libre se quedó con la fotografía. A los dos días me llamó por teléfono, una de sus chicas la había reconocido. Quedé con ellos en la habitación de un hotel y se presentó el tío acompañado de una puta de bandera. La chica me comentó que la conoció hace más o menos un año y medio. Coincidieron en varias ocasiones en una tienda de lencería sexy y muy cara del centro de Barcelona.

—¿No te querrían chulear la pasta? —advirtió Vicente. Cuando uno ofrece dinero a cambio de información, es complicado saber si lo que compras es verdad.

—Al chulo le enseñé la foto, pero le di un nombre falso. La joven que decía que la conocía, lo primero que me dijo era que cuando ella la conoció se hacía llamar Mónica.

—Vale.

—Tras coincidir en varias ocasiones en la lencería, las dos sabían a qué palo jugaba la otra. Dice que un día salieron y se sentaron en una cafetería. Mientras tomaban algo, comentaron un poco su vida. La coincidencia hizo que repitieran un par de veces más el cigarrito y el café, pero sin profundizar en detalles. Según dijo, Mónica se dedicaba a clientes de alto standing. Disponía de un piso para sus citas y solo en contadas ocasiones se desplazaba donde el cliente proponía.

—Me han dicho los compañeros de antivicio que el tema de la prostitución está muy controlado por las organizaciones de proxenetas y mafias que se dedican a este tema. ¿Cómo contactaba Mónica con los clientes?

—Según la chica, Mónica le comentó que estaba muy contenta y feliz, que su chulo la trataba muy bien. Él le buscaba los clientes y concretaba sus citas. Dice que se sorprendió cuando Mónica le dijo que trabajaba solo dos o tres veces al mes con clientes muy selectos.

—Dos o tres veces al mes es muy poco —dijo Vicente.

—Efectivamente. Eso también sorprendió a la joven con la que me reuní. Además, al parecer Mónica llevaba siempre una buena cantidad de dinero en efectivo. Le comentó que el resto del tiempo se dedicaba a vivir tranquilamente y a esperar que la llamase su noviete, con el cual salía en ocasiones como si fueran pareja. Dice que Mónica en ningún momento le llamaba chulo cuando se refería a él. Cree que estaba coladita por el maromo.

—No es muy verosímil lo que te ha contado. Para un proxeneta, sus chicas son pura mercancía. Ponerle un piso, dinero para que se compre lencería fina y no le falte de nada, solo por uno o dos clientes al mes, es bastante dudoso. O es muy buena en la cama y pagan una fortuna o aquí hay gato encerrado.

—Eso mismo le he dicho yo a la joven. Pero insiste en que es lo que Mónica le contó.

—¿Le dijo el nombre de su proxeneta?

—No. Tampoco la dirección donde tenía Mónica su piso. Únicamente le comentó que vivía en el centro.

—¿Y el nombre de la tienda donde coincidían?

Mármoles le dio un papel con el nombre de la tienda y el de la cafetería donde solían tomar algo. También constaba el nombre del proxeneta que le había servido de intermediario. Habían acabado de cenar.

—Mañana nos acercaremos a la tienda y a la cafetería a ver si averiguamos algo más —planificó Vicente. Si se confirmaba la información de Mármoles, era mucho más de lo que él había conseguido en todo este tiempo—. ¿Qué vas a hacer mañana?

—Tengo que ir a Valencia a primera hora. Pero si descubres algo y me necesitas, puedo volver por la noche. Si no, vendré pasado mañana.

—De acuerdo, por la noche te llamo.

Al día siguiente, Vicente, acompañado del inspector Agustín Talens, se personó en la tienda de lencería. La encargada y una dependienta confirmaron la información de Mármoles. Ambas reconocieron a Mónica Ortega como clienta, pero indicaron que hacía tiempo que no pasaba por allí. También en la cafetería un camarero la reconoció. No pudieron obtener nada más, pues Mónica pagaba siempre en efectivo. Nunca entró en la tienda acompañada, a excepción de otra clienta con la que parecía tener amistad. Lo mismo dijo el camarero; a excepción de una amiga, nunca la vieron con nadie más.

La pista de nuevo se cerraba, Vicente se sentía frustrado. Por un lado se aclaraba la sospecha de que Mónica, durante el tiempo transcurrido hasta su llegada a Valencia, se dedicó a la prostitución. Por ese motivo no constaban datos laborales sobre ella. El piso, posiblemente alquilado, iría a nombre de su proxeneta. El dinero que le pagaba, en negro. Si tenía que acudir a un médico, iría a uno privado. Una forma de no dejar rastro alguno.

Vicente deducía que la historia de la primera joven que denunció a Alberto iría por los mismos derroteros que la de Mónica.

Pero quedaban muchas incógnitas por resolver. De momento, había que averiguar quién era su chulo. Si su vida era tan cómoda y perfecta, ¿por qué motivo dejó Barcelona y se fue a Valencia a trabajar en una hamburguesería? Y, ¿eran el chulo que tenía en Barcelona y el novio de Valencia la misma persona?

Llegados a ese punto muerto, Agustín le dijo a Vicente que era momento de visitar al oráculo. El oráculo era un inspector que se había especializado en reunir información sobre delincuencia organizada, sus entramados y conexiones. Lo sabía todo sobre los que operaban en Cataluña y sus ramificaciones por toda España. Se desplazaron a la central y subieron a la planta sexta, tras saludar Agustín a varios inspectores, entraron en una sala donde los esperaba Borja Sardanés. Le habían llamado de camino. Ambos inspectores se presentaron.

—Hemos hablado varias veces por teléfono, pero me alegro de conocerte personalmente —le dijo Borja a Vicente.

—Lo mismo digo. Fue vital la información que me suministraste sobre el croata que detuvimos el año pasado —le agradeció Vicente mientras observaba a Borja y su sala.

—Fue muy simple. Lo tenía fichado y era cuestión de tiempo que pretendiese independizarse, aunque tengo que decirte que el mote lo supe de casualidad. —Mijaíl Mark pasó tres años como machaca en un club de alterne de Badalona. Cuando aprendió lo suficiente, se trasladó al norte de Valencia y secuestró al dueño de otro club situado en esa ciudad. Acudió en su apoyo un colega de su país y ambos pidieron rescate a su mujer. Esta recurrió a la policía y recibieron la oreja derecha del marido. Un testigo del momento en que lo secuestraron aseguró que uno de los secuestradores llamó al otro Block. Consultadas las bases de datos, no aparecía ninguna identificación que coincidiese con el de Block. Entonces, Vicente se puso en contacto con Borja, quien le confirmó que según sus archivos, Mijaíl Mark, tenía el apodo de Block. Por la matrícula de su vehículo se le localizó en Requena, en un chalet de las afueras. En un momento que Mijaíl y su colega salieron a la puerta se procedió a las detenciones. En el registro del chalet, en el sótano estaba el cadáver del propietario del club con una oreja menos.

Borja Sardanés tendría aproximadamente la edad de Vicente. Alto, sobre un metro noventa y gordo, sus facciones prominentes. Cuando se estrecharon las manos en el saludo, Vicente constató que poseía unas manos grandes y fuertes. Su mirada curiosa, instigadora, revelaba que Borja Sardanés era un hombre muy sagaz.

Se apreciaba que la sala cumplía la doble función de despacho y centro de operaciones. Una gran mesa con varios ordenadores, sillas alrededor de la mesa como si trabajasen varias personas en ella junto a unos archivadores. El resto de la habitación, sin mobiliario. Las paredes tenían impresa la verdadera función de la sala, estaban cubiertas de paneles de corcho. Sujetas con chinchetas, infinidad de fotos y hojas escritas de forma piramidal, como organigramas empresariales. Vicente se acercó, le contemplaban innumerables caras en fotos de treinta por veinte junto a hojas de identificación. Al menos seis grupos formaban el conjunto. En algunos grupos se contaba con una foto y una hoja oscura a su lado; en otras, era la foto la que permanecía velada junto a unos datos personales. Había más de doscientas, y otras tantas hojas repletas de casos pendientes de procesarse en la base de datos.

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