José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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—Tengo que hablar con mi superior. Esta información no absuelve a Alberto Poncel, pero da cierta credibilidad a la teoría que mantiene el padre. —A Vicente le salía humo por las orejas, estaba asimilando toda la información y analizando las consecuencias. Había localizado una persona con motivos para vengarse y además, con importantes recursos para llevar a cabo esa enmarañada venganza. Al igual que existían todas esas pruebas incriminatorias contra Alberto, ahora aparecía el Hugo de los cojones complicando las cosas.

—Antes de que explotes —adivinó Borja—, ¿qué te parece si nos vamos a comer?

—Claro —contestó Vicente sacando el móvil—. Llamo a Agustín y os invito.

—Yo soy de buen comer, te lo advierto —y soltó una gran risotada—. La verdad es que esta historia ha despertado mí curiosidad. Hacía tiempo que no me encontraba con nada tan excitante. Pero lo primero es lo primero. ¿Has dicho que pagas tú?

—Es lo menos que puedo hacer. —Pagaría el departamento. Se excedería del presupuesto, pero a la mierda. Estos días había comido de menú, pero hoy era un día estupendo para hacer un extra.

Mustafá Hassan se encontraba en el jardín de su residencia a las afueras de Marrakech. A esas horas que el sol se encontraba en su ocaso y el aire proveniente del desierto no era tan caliente. Su momento del día preferido para sentarse y evadir la mente, disfrutar de los sentidos. En su buen cuidado jardín, varios hombres trabajaban todas las mañanas para que él pudiera en estos momentos oler la fragancia de multitud de plantas aromáticas combinadas con árboles, naranjos y limoneros. Varias láminas de agua regalaban a sus oídos el susurro del sonido más extraordinario que pudiese percibir cualquier persona sobre la tierra. Provenía de generaciones de hombres del desierto, gentes de una dureza extrema como el medio en el que vivían, donde el agua es el bien más preciado, es la vida misma. El poder escucharla, olerla, sentirla, era como para el avaro el tintineo de monedas de oro.

Tenía absolutamente prohibido que nadie le molestase en estos momentos. Todos los que le rodeaban lo sabían y conocían las consecuencias. Nadie valoraba en su medida lo importante que era para Hassan, tal vez porque desconocían que cuando él cerraba los ojos y se concentraba en percibir a través de los demás sentidos lo que tenía alrededor, se transportaba a su venerado pasado.

Abdel se aproximaba a su señor caminando silenciosamente. No obstante, sabía sin ninguna duda que su jefe era consciente de su presencia. Se sentó en los cojines que se encontraban esparcidos por la tarima de madera al estilo árabe. Su señor permanecía en silencio con los ojos cerrados en absoluta concentración y Abdel, sin decir nada, se limitó a esperar. Había sido el propio Hassan, quién ordenó la inmediata presencia ante él, en cuanto llegara.

—Tu nombre es uno de los más hermosos en esta tierra —le susurró sin abrir los ojos—. Abdel, servidor de Alá.

—Su significado me llena de orgullo —respondió.

—¿Encuentras lugares tan bellos como este en occidente? — le preguntó en referencia a su jardín. De todos era conocida la pasión que sentía por él y los esmerados cuidados que exigía a los responsables de su mantenimiento.

—Mi señor —se dirigía a su jefe como lo hiciera un hombre cuatrocientos años atrás pero en cambio, en su voz no se apreciaba ninguna inflexión que pudiera parecer servil. Por el contrario, sus palabras serenas, con voz profunda, eran como conversarían dos personas de tú a tú—. He aprendido, mí señor, que lo realmente bello e importante de un lugar no es el lugar en sí. Es lo que sintamos en él a través de nuestra alma, de nuestros sentimientos.

—Eres un hombre sabio. —Por fin abrió los ojos y giró su cuerpo para ponerse de frente al visitante—. Considero este lugar, a esta hora del día, el paraíso en la tierra. Por eso y por otros motivos, doy todos los días las gracias a Alá porque me ha bendecido.

El hombre escuchaba en silencio.

—Pero hay una cualidad tuya que valoro por encima de la sabiduría: tu lealtad. Has de saber que confío en ti por encima de todas las cosas. —Abdel se limitó a asentir con la cabeza—. Háblame de lo que ha ocurrido. Y de las soluciones que has adoptado —le preguntó Hassan.

—El contacto y distribuidor de la mercancía que nos robaba Omar era un primo suyo llamado Kalan. Vivía entre Valencia y Madrid, pero operaba mayoritariamente en Madrid. Tenía una burda red de yonquis que distribuían la mercancía en discotecas de moda. También mantenían clientes en varios puntos de la ciudad. Me he limitado a mandarlo con Alá, quien también lo juzgará. —No era un fanático religioso, era más bien un hombre práctico. Mantenía las creencias religiosas en su justa medida—. No he tocado a ningún miembro de esa pequeña y miserable red. Eran occidentales, sin ninguna relación con nuestra organización y ninguna responsabilidad.

—Me parece muy acertado —respondió complacido—. ¿Quieres tomar un té?

—Sí.

Hassan levantó un brazo y, como por arte de magia, apareció un sirviente.

—Tanto Omar como su primo escondían importantes cantidades de dinero en metálico —informó a su jefe.

—Quédatelos —le regaló sin preguntar de qué cantidad se trataba—. ¿Conoces a Osvaldo Almeida?

—Sí.

—Nos proporcionaba la cocaína que introducíamos en Europa. Fueron días rentables para ambos. Está molesto con nosotros porque en estos momentos solo nos proporciona entre un veinte y un treinta por ciento de la mercancía que movemos. Y por supuesto, introducimos la nuestra en mercados que antes ocupaba la suya. ¿Crees que representa un peligro?

Reflexionó la respuesta a la pregunta de su jefe mientras degustaba el té que les habían servido. Era la primera vez que le pedía una valoración sobre un posible conflicto. Él sabía que las evaluaciones de los riesgos se trataban directamente con sus hombres de confianza. No sabía cuántas personas componían ese círculo tan cercano a Hassan; cuatro o cinco, como máximo. Que le hiciese una pregunta operativa directa, pidiendo opinión para valorar un riesgo, suponía una oportunidad y un peligro. La oportunidad de tener más peso en la organización, a pesar de que en la tarea que realizaba en estos momentos no solo era el mejor, sino que además le gustaba. Y un solo peligro, el riesgo de equivocarte. Y en este trabajo, las equivocaciones se pagaban.

—Hay mercado para absorber nuestra mercancía y la suya. Pero hay acciones motivadas por la avaricia. Creo que existe un peligro evidente para nosotros, pero ese riesgo lo tendremos siempre en el destino final de la mercancía: Europa. Jamás intentarán atacarnos aquí. No se atreverán porque no disponen de infraestructura en nuestro país y si intentaran infiltrar algún comando, nuestros hombres nos alertarían y les detectaríamos inmediatamente. Aun disfrazado, es sudamericano.

—Gracias. Puedes irte.

Era el mismo análisis que había pronosticado uno de sus hombres de confianza, encargado de las estrategias en temas de seguridad, tanto de la propia organización como de su seguridad personal.

Cuando salió, Hassan saboreo el té que le habían servido y volvió a concentrarse, absorto en sus pensamientos. El recuerdo de su hermano lo envolvió por entero. Cerró los ojos y escuchó la voz de su hermano, cuando de pequeño no paraba de hacerle preguntas; su curiosidad era insaciable. Recordaba con una satisfacción indescriptible la cara de admiración del pequeño a sus repuestas. Siempre quería acompañarlo, ir donde fuese su hermano mayor y Hassan podía sentir lo orgulloso que se estaba de él y lo mucho que le amaba.

Sus padres habían tenido siete hijos, de los cuales él era el primero y su hermano Ibrahim el cuarto. A excepción de ellos dos, ninguno de sus otros hermanos habían llegado a cumplir los dos años. Todos habían muerto. En su mundo era normal ese índice de fallecimientos en niños de esas edades. Era como tener que habituarse a morir varias veces, siempre entre terribles y desgarradores dolores. Esa tristeza, por muy común que fuese, se reflejaba en los rostros, en las miradas y en los silencios.

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