Juan Fernando Sellés Dauder - Teoría del conocimiento

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Teoría del conocimiento es la disciplina filosófica que estudia cómo es el conocer humano y cuáles son sus niveles. El conocimiento se da en planos distintos, organizados y jerarquizados: no es lo mismo ver un árbol, que recordarlo o imaginarlo, también es distinto el acto cognoscitivo que lo entiende, lo valora o lo distingue de otras realidades. Son actos diversos, más o menos intensos y elevados. Aquí se estudian los cuatro niveles del conocer humano: el sensible, el racional, el intelectual y el personal. Asimismo, se estudia la verdad y la rectificación de los errores más habituales contra ella, así como los tres errores básicos contra el conocimiento de la misma: el relativismo, el escepticismo y el subjetivismo. Se resumen también las tres propuestas noéticas que más han influido en la historia de la filosofía: el nominalismo, el idealismo y el realismo. Se estudian finalmente los diversos saberes y ciencias, que responden también ordenadamente a los diversos niveles del conocimiento humano.

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Por ejemplo: la mesa pensada es universal y presente mientras se piensa, es decir, está al margen de las condiciones espacio-temporales. Por eso tal mesa carece de la concreción (color, pesadez…, de madera o de metal…) de la mesa vista o de las particularidades de la mesa imaginada (grande, pequeña, de estilo rococó o funcional…), es siempre igual (no afectada por la carcoma, la humedad, la oxidación temporal...).

Nótese que si el objeto abstracto está al margen de las condiciones espacio-temporales, también el acto de abstraer debe estarlo. Por tanto, es el primer nivel cognoscitivo humano por medio de cual nos damos cuenta de que en nosotros hay algo que trasciende el espacio y el tiempo físicos; por tanto, que no somos espacio ni tiempo físicos. Repárese en que la inteligencia nos declara, desde su primer acto, que ella no es cuerpo y, por tanto, que no está sometida a las leyes del universo físico.

Abstraer es presentar los objetos de los sentidos internos pero desparticularizándolos, es decir, universalizándolos. El abstracto es universal; una forma inmaterial que remite a lo sensible, de donde tal forma se ha abstraído. El abstracto es uno solo para cada acto de abstraer (si se abstrae ‘gato’, no se abstrae ‘perro’); es inmune al cambio y separado de las condiciones materiales (el ‘gato’ y el ‘perro’ como objetos abstractos no envejecen ni mueren). Lo abstraído, el objeto abstracto, se da siempre unido al acto de conocer u operación inmanente, lo cual quiere decir que no hay objeto abstracto sin acto de abstraer y a la inversa (por eso, la hipótesis de las ideas innatas es un error). El abstracto siempre se da conmensurado con acto de abstraer, es decir, a tanto acto, tanto objeto; ni más ni menos (ej. el acto que presenta ‘mesa’ es inferior al acto que presenta ‘gato’, y este al que presenta ‘hombre’).

Como el acto de abstraer permite conocer el tiempo sin ser temporal, con él detenemos el curso de los acontecimientos físicos y, por eso, podemos cambiar su curso. En consecuencia, este acto es útil para nuestra vida práctica, pues en vez de someternos al modo de transcurrir de la naturaleza física (como los animales) la cambiamos. Sin este conocer no sería posible la cultura, pues esta es fruto de dotarle a la realidad física de un partido del que ella naturalmente carece.

Este es el modo racional más básico y común de conocer para el hombre, pero por ello mismo no es el superior. Notar esto implica conocer que el acto de abstraer es limitado, y que su límite estriba precisamente en que conoce formando un objeto pensado (una forma), y esta, por definición, es siempre limitada, aspectual, pues con tal objeto (por ejemplo, con el de ‘perro’) no conocemos la realidad entera de la que este abstracto se ha abstraído (en este caso, el perro real, respecto del cual, obviamente, caben muchos ulteriores conocimientos y profundizaciones). Pero conocer que el acto de abstraer es limitado es un conocer que no depende del mismo acto de abstraer, sino de un conocer superior a él, a saber, del hábito cognoscitivo que se describe a continuación.

Ningún acto es ‘autointencional’ sencillamente porque ningún acto es ‘intencional’; lo ‘intencional es exclusivamente el objeto pensado; y, precisamente por eso, lo ‘intencional’ no es real. Sostener lo contrario es un error (cometido primero por Escoto, luego por Brentano, Husserl, Scheler, Heidegger, y por muchos fenomenólogos y neotomistas).

a.2. El hábito abstractivo. No es lo mismo el acto de abstraer que el acto por el cual conocemos, nos damos cuenta, de que abstraemos. Este segundo acto de conocer es el hábito abstractivo. ‘Hábito’ (palabra derivada del latín ‘habere’) significa tener, disponer, poseer. Lo que se tiene se puede usar de él. Con este tener cognoscitivo conocemos nuestras operaciones abstractivas y, por tanto, disponemos de nuestros actos de abstraer, esto es, sabemos que tales actos están bajo nuestro poder cognoscitivo. La prueba de que tenemos este hábito es que abstraemos cuando queremos.

El acto de abstraer se agota conociendo el objeto abstracto que presenta, porque se conmensura con él. Por eso, conocer el acto de abstraer es propio de un conocer superior a tal acto: el del hábito abstractivo. En modo alguno el acto de abstraer (y cualquier otro acto) se conoce a sí mismo, es decir, ningún acto es ‘autorreferente’. En el conocer humano hay que distinguir siempre entre método o nivel cognoscitivo y tema conocido. Ambos son siempre distintos. No hay nunca ‘identidad’ entre conocer y conocido.

Como el abstracto es una articulación del tiempo, y el hábito nos permite darnos cuenta de que el acto de abstraer articula el tiempo, el primer nivel –no el único– que permite formar el lenguaje es este hábito, porque el lenguaje es una articulación temporal. Se trata del lenguaje sin predicación y sin conectivos, o sea, del lenguaje elemental conformado por ‘nombre’ y ‘verbo’ unidos (ej. “perro perrea”, “lluvia llueve”, “ente es” etc.).

El hábito abstractivo se adquiere al iluminar un solo acto de abstraer (ya veremos de qué nivel cognoscitivo depende tal iluminación), pues al darnos cuenta de que abstraemos un objeto pensado (ej. ‘casa’), sabemos que como ese objeto pensado podemos abstraer otros muchos de realidad física (ej. ‘árbol’, ‘mesa’, ‘silla’, etc.), y podemos hacerlo sin ninguna dificultad. Por tanto, abstraído un objeto, se adquiere la perfección de abstraer para siempre y sin posibilidad de perderla. ¿Qué conocemos con este hábito? Obviamente, los actos de abstraer, nada más.

Por tanto, conocemos unos actos de la razón, es decir, unas realidades que no son ni físicas ni sensibles y que trascienden el tiempo, realidades que permiten conocer lo físico y lo sensible con mucha ganancia, pues no conocemos una por una, sino en universal, ya que conocemos todas las de una misma especie con un solo abstracto y de un golpe de vista o acto de conocer. Así, conocemos con el objeto pensado ‘perro’ conocemos (aunque aspectual y no exhaustivamente) todos los perros habidos y por haber. Y los conocemos sin posibilidad de que tales perros envejezcan o mueran…

El hábito abstractivo permite darnos cuenta de que los actos de abstraer de la razón humana transcienden lo físico.

Por eso, el materialismo, empirismo, sensismo, etc., que son espacio-temporalistas, es decir, no advierten la índole de la abstracción, no pueden dar razón de lo inespacial y de lo intemporal (lo presente) y, por ende, de lo universal. Por eso a lo largo de todas las épocas de la historia de la filosofía esas corrientes han encallado siempre en este primer nivel del conocer racional humano. En efecto, ese ha sido su caballo de batalla. Pero repárese que es el nivel inicial, el más bajo, de la razón.

El hábito abstractivo conoce el acto de abstraer, pero no a sí mismo.

Ya se ha adelantado que ninguna dimensión del conocer se conoce a sí misma, es decir, ninguna es ‘reflexiva’; la teoría de la ‘reflexividad cognoscitiva’ es un error en teoría del conocimiento. Lo que precede no implica en modo alguno que, si se mantiene que el primer ‘hábito adquirido’ no se refiere cognoscitivamente a sí, deba existir otro ‘hábito adquirido’ que conozca al primero y así sucesivamente (conciencia de conciencia de conciencia…), y mucho menos implica que sea una ‘operación inmanente’ la que conozca a ese primer ‘hábito adquirido’ y otra a esta y así hasta el infinito. Tales hipótesis, que responden al ejercicio de la imaginación y no de la razón, desconocen cómo es la jerarquía y unificación de los niveles cognoscitivos humanos superiores, de los que se tratará en adelante.

Conocemos este hábito, esta perfección intrínseca de la razón (y todos y cada uno de los adquiridos) por medio de un conocer superior a la razón que permite darnos cuenta de todos los hábitos que la razón tiene. Se trata de un hábito innato, el inferior de ellos, el cual activa a la razón, y es precisamente esa activación la que confiere hábitos, perfecciones, a la razón. Ese conocer superior, no es, por tanto, racional sino intelectual, y fue llamado sindéresis en la filosofía medieval. Se puede hacer equivalente, como veremos más adelante, a lo que la filosofía moderna denomina yo.

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