Marcelo Barros - La condición perversa

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Dice Lacan que «después de setenta años de psicoanálisis aún no se ha formulado nada sobre lo que es el hombre, el sexo masculino». Una afirmación que sorprenderá a quienes ceden a la cómoda anotación de todos los enigmas y las preguntas en la cuenta de la feminidad. Son pocos quienes empiezan a percibir que, contra lo que se cree, la masculinidad no está interpelada por la época, sino que es ella, la época, la que está puesta en cuestión por lo viril. ¿Pero qué designamos con ese significante ciertamente maldito para la modernidad?
Los tres ensayos de este libro no aspiran a develar el enigma. Lo invocan. Por eso no es este un libro sobre la perversión, sino sobre la condición masculina nombrada aquí como perversa. Esa nominación, felizmente incómoda, postula ya una hipótesis cuya mayor o menor fortuna quedará librada al arrojo de cada lectura.

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Siendo un muy joven soldado de las guerras napoleónicas, el General Marbot, cuenta en sus memorias que una vez se expuso por puro afán lúdico –como los protagonistas de Jackass– a esquivar las explosiones de la artillería enemiga. Corría de un lado a otro, excitado, burlando la muerte que lo buscaba. Una explosión, y otra, y otra... Jugaba. El comandante lo reprendió y le dijo que no tenía derecho a exponer su vida o su cuerpo sin beneficio para la patria. Amonestación que señala el egoísmo que puede morar en el deseo de aventura. Apuntemos que el significante “aventura” tiene una connotación sexual, que a veces desprecia amor y responsabilidades. Pero una aventura deportiva también puede implicar el riesgo de no volver a los brazos de quienes nos esperan. Las urgencias masculinas no siempre son gratas al orden social, sea cual fuere, incluso si es patriarcal. Siempre hay –o debería haber– un no en la base de cualquier orden comunitario. Es la virilidad la que más parece requerir ese no, principalmente dirigido a la masturbación infantil. Si el psicoanálisis reconoce la relevancia de ella en la sexualidad femenina, es curioso que sean los hombres quienes necesiten mayormente el límite.

Freud postuló el carácter antisocial de la sexualidad. Ello es patente en la masturbación –referente clínico del goce fálico–, que aplasta al deseo como afirma Lacan en El deseo y su interpretación. (3) Lo “antisocial” no es obrar lo prohibido para sacar algún provecho. San Agustín sintió, siendo niño, que robarle frutas al vecino era más excitante que el sabor de la fruta misma. El goce de la transgresión era más importante que el del botín. Hacia el extremo, en la película The Dark Knight (Nolan, 2008) un agudo Alfred dice que hay hombres que no buscan ni poder, ni dinero, sino que solamente quieren ver arder el mundo. Hay atrocidades viriles que no tienen un propósito útil, aunque la política pueda, después, darles uno. El catálogo de las trastadas o violencias mostrará que, más allá de las coartadas ideológicas y el aprovechamiento político, hay algo en ellas radicalmente idiota. Un significante que no debe ser leído como “sin importancia”, ni menguar el horror de lo que es horrible. La anécdota de Marbot nos da la pista al mostrar que ciertos excitantes carecen de un relato que los legitime y les otorgue valor social. El gesto “heroico” puede acaso insertarse en un discurso que lo ennoblezca, pero también puede estar sostenido en una pura satisfacción autista, sin conexión con ideales. Ahí no sólo desfallece el amor en su más vasto sentido, sino también el discurso mismo, inseparable de la dimensión del Otro. No se trata tanto de actos idiotas, como de lo idiota que puede haber en actos que no lo son. El famoso sargento York, héroe de la Primera Guerra Mundial, fue un ebrio pendenciero que derrochaba golpes de puño. La guerra le dio la ocasión de hacer algo útil con su potencial agresivo, con su goce de liquidar a uno, y a otro, y a otro. La satisfacción pulsional es, en principio, autoerótica, solitaria. Bajo otras circunstancias, como todos sabemos, el héroe de guerra de quien se contaron historias y se hicieron películas, bien podría haber sido un “antisocial”. A veces es las dos cosas. Después de todo, de los criminales también se cuentan historias y se hacen películas.

El significante idiota. El significante, idiota

Del griego ιδιωτης, el término designa a quien se desinteresa de los asuntos públicos ocupándose solamente de sus intereses privados. Es decir, de su goce. La raíz idio, significa propio, y la encontramos en términos como idioma, idiosincrasia, o idiopático. Digamos que lo idio “es así”, el rasgo patognomónico, la roca que persevera en su ser, esencialmente conservadora, cosa que Freud destacó como lo típico de las pulsiones. Un elemento irreductible y mudo en su falta de razones. No las da, y es impermeable a ellas. No se deja deconstruir, y las teorías se van al garete a la hora de tratar con lo idiota. Una figura destacada de la historia argentina dijo que un malvado tiene remedio, pero un bruto no. Y aquí no se trata de la brutalidad de la ignorancia, sino de lo bruto en el sentido de lo carente de elaboración. Lo que no piensa. La piedra, ya terca, ya iracunda, es su metáfora más frecuente. Ella no piensa, pero tampoco se deja pensar. Las manos toman las piedras cuando las deliberaciones y los argumentos se interrumpen.

Schopenhauer no tuvo que conocer los modernos gadgets, para criticar los matatiempos solitarios e inútiles, como tamborilear los dedos, tararear o hacer garabatos. No es que no se pueda hacer arte con ellos, pero para eso hay que poner algo más. Schopenhauer veía en estas cosas una forma larvada de masturbación que robaba energía al pensamiento. Cosas que “idiotizaban”. Nadie está exento de ellas. Pero hay que decir que si el pensamiento y el lenguaje están ligados, la feminidad es pródiga en pensamiento, para bien o para mal. Lo exprese o no con palabras, su intimidad con el lenguaje es a todas luces mayor que la de lo masculino. Las niñas se lanzan antes al discurso. Su rendimiento académico es mejor –cosa ya advertida por Freud–, y también su interés por las seriedades de la vida. A pesar de su desprecio hacia las mujeres, Schopenhauer consideraba la inteligencia como proveniente de la madre. Del padre venía la voluntad, que para que un lacaniano entienda de qué se trata, lo podemos traducir como lo real.

Capaz de ser racional más allá de lo razonable, lo femenino da al lenguaje un lugar central en su erotismo. Sus incursiones en los extraviados laberintos del significante no deben confundirse con la rumia obsesiva, claramente masturbatoria. J.-A. Miller dice que no hay seres del deber como las mujeres, y es un lugar común notar que al lado de ellas los varones aparecen como niños. Y niños que no se contentan fácilmente dibujando o escuchando un cuento. Parecen requerir una descarga física. Pegarle a la pelota. Pegarle a algo. O que algo les “pegue”, los sacuda. Están más inclinados a la contundencia. Lo viril parece entusiasmarse más con los efectos especiales que con los diálogos.

Otra imagen circula en las redes. Muestra la puerta del baño de damas llena de múltiples y diversos BLA. Muchos. Su polifonía cubre toda la puerta y podría extenderse más allá de los bordes. La puerta del baño de hombres exhibe un único BLA, solitario y terminal. Se juega con la idea –equivocada o no– del complejo entramado de los razonamientos femeninos y la tosca simplicidad de lo viril. Ese contraste se reproduce en un imaginario sobre el acto sexual, en el que la embriaguez de las palabras y las magias del juego preliminar de ella –o que ella espera– chocan con la tosca urgencia fálica de él. Son clisés, por supuesto, de fácil refutación. Aunque la casi infaltable queja de las damas sobre el egoísmo masculino es más que una fábula. Sobre todo cuando ese egoísmo se concentra en el propio miembro y sus sustitutos (el auto, la moto, la computadora, el instrumento, incluso la idea). Como fuese, la humorada del BLA, adoquinado y solo, devela una estructura. No hay que engañarse pensando en el lugar común que atribuye a las mujeres el hablar mucho y a los varones la parquedad, cosa que los hechos desmienten. Lo que está en juego no es una psicología, sino la estructura del goce.

En el idioma de los lacanianos eso se cifra como la diferencia entre el significante solo, insensato (S 1), y la batería de los demás significantes que acuden a él para producir sentido, insertándolo en una cadena (S 2). A esto último también se lo llama “el saber”. Si ese BLA (S 1), en su soledad primigenia, no habla, los demás significantes (S 2) lo hablan, intentan darle sentido. Por eso el falo es algo de lo cual se habla todo el tiempo en el nivel semántico, imaginario, o simbólico–imaginario. Pero como significante, en el nivel simbólico–real, hay equivalencia entre él y el S 1, el significante que rehúsa la comunidad con los otros. Se corta solo. Por ello el sistema (S 2) se ocupa de él de continuo tratando de procesarlo. El BLA es una ruptura en el saber. Corta. Por eso es marca de lo indomesticable, de lo que no se subordina a la regla. A este significante idiota, cargado de goce, Freud lo llamó “representación intolerable” –unverträgliche Vorstellung. La traducción más difundida nos hace perder lo importante, porque unverträglich es más bien “intratable”, “insociable”, “incompatible”, lo cual es pertinente al tema que nos ocupa. El significante es “idiota” cuando no “socializa” –por así decirlo– con los otros.

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