SOBRE LAS RUINAS DE LA CIUDAD REBELDE
CARLOS BARROS
SOBRE LAS RUINAS DE LA CIUDAD REBELDE
CARLOS BARROS
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© Del texto: Carlos Barros
© De la imagen de portada: Thinkstock Photo
© De esta edición: Editorial Sargantana 2017
Email: info@editorialsargantana.com
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Primera edición: Octubre 2017
Segunda edición: Noviembre 2017
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-16900-51-0
Depósito legal: V-2418-2017
A mis padres y a mi hermano
A mis dos amores: Sheila y Joel
PRÓLOGO
Como soy un simple, pero agradecido, convidado de piedra, con quien Carlos ha tenido a bien contar a la hora de redactar este prólogo, me pondré la tirita antes de hacerme la herida; soy un apasionado de la novela, especialmente de la novela histórica y, más aún, de la novela histórica que se desarrolla en mi ciudad, Valencia, o la visita aunque solo sea de casualidad. He reivindicado el papel de la antigua Valencia, de la sarracena Balansiya, como marco de relatos de intriga, de pasión, de aventuras e incluso de terror, y me sorprende que pocos autores se hayan animado a contar sus bondades.
Cuando conozco a un nuevo escritor valenciano, que decide ambientar la trama de su novela en lugares exóticos y lejanos, no puedo evitar un mohín de disgusto. ¡Con lo fácil, y lo cerca, que tenemos dos mil años de Historia, intrigas palaciegas, conquistas a sangre y fuego, amores imposibles y hasta sucesos terroríficos y paranormales, con solo dar la vuelta a la esquina!
Por fortuna, esta desafortunada costumbre no se produce en la novela que tienen en sus manos. Desde la primera página, el aroma de lo cercano, de la huerta viva, de la barraca, de la alquería convertida en pueblo y, de ahí, a parte de la gran urbe valenciana, nos abre las puertas de par en par con la hospitalidad natural de nuestra tierra.
Pero, a pesar de esa amabilidad del texto, tan pronto nos dejemos conquistar por su trama, encontraremos la complicada vida de una familia humilde en aquellos tiempos azarosos, poco antes de la invasión napoleónica: las jornadas interminables de labor, la cruel mortandad infantil (y la no menos ignominiosa situación de práctica esclavitud que vivían aquellas niñas que entraban en amo, obligadas a servir de criadas con apenas nueve o diez años cumplidos), o la emigración forzosa tan pronto llegaba una sequía, una helada o una hambruna.
En ese pulso entre la opulencia y la supervivencia, entrevemos otro choque de trenes de tanta intensidad como el anterior: el enfrentamiento entre ciencia y creencia, entre religiosidad arraigada y conocimiento, dispuesto a arrancar la ignorancia como una auténtica mala hierba, y las consecuencias que tuvo, en aquellos momentos donde dudar de un dogma de fe todavía se consideraba herejía en muchas circunstancias.
Y, al fondo de todo, el rumor sordo de la guerra en el Viejo Continente. Una contraposición clásica: el amor y la familia frente al dolor y la muerte, el Eros contra el Tánatos. En este punto, se supone que debo añadir una apostilla que diga más o menos así: Carlos Barros sabe resolver esta dualidad con innegable maestría, con recursos sorprendentes… pero no lo haré. No porque no crea en la afirmación, sino porque no quiero privarles del placer de descubrirlo por ustedes mismos.
Entren en las ruinas de la ciudad rebelde. Levanten cada piedra, asómense a sus ventanas destrozadas. No tenga miedo de enfrentarse a la sorpresa y a la intriga que el autor nos ofrece, porque es, ni más ni menos, que la Historia que vivimos. La que volveremos a vivir, si no aprendemos de ella. Aquí, a la vuelta de la esquina; Carlos nos habla de Benimaclet, como podía hablarnos de Raqqa o de Mosul. Porque la pobreza, el hambre y la guerra, y esa gran verdad que nos recuerda que, al final, la vida siempre se abre camino, ocurre en cada lugar y en cada momento.
JOSÉ VILASECA HARO
« Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y, también, de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. »
CHARLES DICKENS
Cuento de dos ciudades (1859)
1. FINETA
I
Fineta no era una niña como todas las demás. Sagaz y muy despierta, su pequeño mundo no parecía hecho para ella. Para disgusto de su madre y de su abuela, había empezado a cuestionarse demasiado las imposiciones desde que tuviera uso de razón. Ella, sin embargo, lo veía como algo normal, y aunque a sus trece años había empezado a entender que estaba obligada a aceptar ciertas cosas, su espíritu siempre volaba hacia otra parte y soñaba con ser libre.
Como su madre trabajaba a todas horas apenas la veía, ella y sus hermanos se pasaban el día con su abuela Antonia. Su abuela era una de esas mujeres que hablaba siempre con ese tono de voz sereno, quedo, enfático. Era la voz de la experiencia, la del “ya te lo dije”, la del “esto se hace así y punto”, en definitiva, la voz más autorizada en aquella casa. Si había algún conflicto o dilema era ella quien sentaba cátedra. No hablaba mucho, Fineta suponía que se le había desgastado la voz de tanto usarla. Sus ojos, sus gestos, su boca, su cara, casi siempre lo decían todo y Fineta, por supuesto, había aprendido a interpretarlos por fuerza con el paso de los años.
Su madre y su abuela tenían algo en común, habían trabajado mucho desde niñas para poder salir adelante. Un desgraciado infortunio les había sucedido a las dos, como si de una extraña maldición familiar se tratara, sus maridos habían muerto demasiado jóvenes. Su abuelo Alfons, que había construido la casa en la que vivían con sus propias manos y había llegado a ser toda una institución en Benimaclet, murió cuando su madre Tomasa tenía tan solo dos años, mientras que su padre Ferrán les había dejado dos meses antes de que naciera el menor de sus hermanos, Guillem.
Fineta tenía apenas seis años cuando él murió, y a esa edad su mente era demasiado tierna como para formarse una imagen completa de la figura paterna perdida. A pesar de ello, había cierto recuerdo que había logrado conservar muy vivo con el paso del tiempo. Una estampa fija en su memoria que ella evocaba constantemente, esa imagen era tan potente que probablemente sería así como le recordaría el resto de su vida. Su padre estaba sentado en su silla de mimbre a la puerta de la casa, descansando, acariciado por la agradable brisa de la tarde. Llevaba la ropa raída y ensuciada de tierra después de los avatares de la jornada, y su rostro de apariencia afable no era del todo distinguible al estar cubierto por un sombrero de paja. No decía nada ni hacía nada, tan solo estaba relajado e imperturbable masticando chufas de un puñado que sostenía en una mano. Una escena intrascendente de la vida cotidiana como tantas otras que, por alguna razón, se le había quedado allí clavada, invariable con el tiempo, convirtiéndose en una especie de sueño evocador.
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