Las ruinas de la caza
Alfredo Lèal
Las ruinas de la caza
Alfredo Lèal
México 2021
Para Virginia Saji,
después de todo
Qu’est-ce que suivre un fantôme? Et si cela revenait à être suivi par lui, toujours, persécuté peut-être par la chasse même que nous lui faisons ?
DERRIDA
Índice
Preámbulo
Flashback, Pt. 1
Argumento
Flashback, Pt. 2
Teoría
Práctica
Intuición
[...]
La casa huele a hospital, dijo el más joven de los peritos, pero esto no me consta: si lo menciono ahora es porque mi madre asegura que esa fue precisamente la frase con la que el padre de Aïnhoa comenzó aquella entrevista que sostuvieron siete años después de ese 9 de septiembre, cuando aceptó, mi madre, por primera vez, la tarea de investigar a alguien.
No quiero justificarla, y no tendría por qué, en verdad; sin embargo, si algo hay que decir al respecto es que pasábamos por un momento económico difícil —¿los hay, acaso, de otro modo?— y que ella estaba presionada por poner todo en orden. ¿Sería ese mismo orden el que la condicionaba a no poder avanzar? Eso tampoco lo sé. Lo que sé es que su trabajo, en ese momento, no era aún el de buscar ese dato, ese trozo de información que alguna vez pudiera haberse escondido y que ahora, es decir, en el momento en el que la encontrara, podría ser vital para que la gente perseguida fuera una presa fácil de conseguir. Su trabajo, entonces, era otro: no le gustaba llamarse detective porque esta palabra siempre le había sonado a una especie de máquina pre-programada para encontrar algo, además de que le provocaba una risa involuntaria, asociándola más bien a los perros de las caricaturas que usan sombrero y gabardina cafés que a los personajes de las novelas negras, aunque la verdadera razón, creo yo, es que en un momento, precisamente después de Aïnhoa, se dio cuenta de que eso mismo que buscaba o, mejor, que pretendía buscar, estaba ya siempre ahí, era un simple evento u objeto u hombre que de todos modos alguien más hubiera encontrado sin que ella o cualquier otra persona con ese oficio hiciera el mínimo esfuerzo por que sucediera; prefería, pues, el término “investigadora”, que le recordaba dos cosas:
la primera, sus años en la Universidad y el aura que rodeaba a la palabra research
(Oxford: “a careful study of a subject, especially in order to discover new facts or information about it”),
que, a veces, le gustaba escribir con un guion, re-search, modificando el sentido del prefijo “re” en la etimología original por el uso actual del mismo
(sencillamente: “ to research”, es decir, “acto de”, “acto de + buscar”, en este caso):
volver a buscar, buscar de nuevo, seguir buscando incluso.
En todo caso, se trataba siempre de una re-research. Por lo tanto:
acto de + buscar + (acto de buscar + (acto-de-buscar))2
Re-researcher, entonces, traducido literalmente por in-investigadora. Pero esto, vale decirlo, viene mucho después: hay un momento anterior del que basta recordar no más que un doblez, un pliegue: mucho antes de entrar a la empresa de headhunters intenta entrar a los servicios particulares de búsqueda:
investigadora privada ofrece sus servicios y un número de teléfono, sin que sea ni siquiera en lo más mínimo sorprendente que el número de llamadas, en su mayoría, sea de gente que piensa que lo que está ofreciendo es un servicio de escort. (No deja de llamarle la atención, empero, que se trate siempre, en su caso, de una búsqueda, de un volver-a-buscar escondido entre los pliegues de esa investigación que se basa en el lenguaje. El detective, pudo haber dicho Piglia —o quizá lo dijo y Jolene no está sino recordándolo— es un lingüista que debe desconfiar de los signos. Jitrik sería más radical aun: el detective es un especialista en semiótica del lenguaje que ha abandonado toda certeza con respecto a los significados. El detective es un esquizo.)
Dos raíces —y un montón de tiempo desperdiciado, o al menos así lo ve y cree que así debería verlo cualquiera que tenga hijos y no quiera dedicarse enteramente a ellos, no por maldad o por alguno de esos nombres melodramáticos sino, sencillamente, porque tal vez su vida, la vida individual, aún no termina, y por eso mismo quiere dedicarle algún momento a ella —y en la elección de estos dos verbos reflexivos, dedicarse/dedicarle, está toda la decisión tomada anticipadamente; dos formas de vida, entonces:
la primera es una modalidad del sacrificio: el cuerpo se des-pliega, abandonado a los segmentos que lo contienen desde fuera, doblado o doblegado en espacios disímiles;
la segunda, en cambio, es una estrategia de segmentación de esos momentos: la acción recae sobre ellos y no viene al encuentro con el sujeto (tal vez debería agregarse: porque no hay sujeto que encontrar; porque no hay sujeto realmente; algo así…);
la primera, entonces, tiene que ver con la búsqueda en sí misma (si esto fuera una libreta con márgenes, Jolene anotaría: lo cual nos remonta a Proust); la segunda, en cambio, se relaciona con la búsqueda específica en el lenguaje, al interior del mismo (libreta hipotética, nota escrita a mano: y esto tiene que ver con Joyce). La imposibilidad, pues, de salir de la modernidad y una escritura que se va dejando hacer, que se sabe objeto de una entidad exterior y subjetiva que le da forma pero, a final de cuentas, autónoma —más, por supuesto, la necesidad de meter a Proust y Joyce en todo, o, a manera de subtítulo:
La imposibilidad de salir del eurocentrismo
¿Por qué no se puede salir del asilo? No se puede salir del asilo no porque la salida esté lejos, sino porque la entrada está demasiado cerca. Nunca se deja de entrar a él, y cada uno de esos encuentros, cada uno de esos enfrentamientos entre el médico y el enfermo vuelven a poner en marcha, repiten de manera indefinida ese acto fundador, ese acto inicial a través del cual la locura va a existir como realidad y el psiquiatra, como médico.
Michel Foucault, “Clase del 30 de enero de 1974”, El poder psiquiátrico
Un silencio ensordecedor.
O así es como lo escuchaba Judith a esa hora de la mañana en el Parque Juana de Asbaje, interrumpido sólo por las palabras que, desde la cima de la resbaladilla más alta, antes de deslizarse, le lanzaba José Pablo. La alcanzaban sentada en una de las bancas que rodean el área de juegos infantiles, comúnmente ocupada por una gran cantidad de niños cuyos movimientos dejan una huella que se materializa en el cuerpo de los padres detrás de ellos, observándolos mientras suben las escaleras o se deslizan por los toboganes, esperándolos en el extremo inferior de éstos o bien impidiendo que se suban por ese lado; es una lógica del cuidado desmedido cuya gramática parecen compartir todos los padres que asisten con sus hijos al área de juegos pero que, aun cuando se pueda comunicar —y, de hecho, a pesar de que no es sino una larga comunicación con los hijos, en la que impera, por cierto, solamente la forma imperativa: “no te subas”, “deja pasar”, “cuidado con la cabeza”—, termina convirtiéndose en un murmullo constante, casi un zumbido, que no significa nada realmente porque aquéllos a quienes está destinado no lo entienden, en el sentido largo de la palabra: se escuchan las voces de los padres y las palabras sueltas de los niños, coladas entre risas o alguno que otro llanto esporádico, a veces demasiado ruidoso, y eso que se escucha no es sino una forma de mantener a los cuerpos, tan pequeños como lo pueden ser los de los niños que asisten al área de juegos, en un espacio interior, el del discurso, que se opone diametralmente al espacio en donde se mueven, en donde encuentran las maneras de solucionar los problemas más inmediatos o, tal vez, de hacer problemático lo más simple, como sucedía en ese momento, rodeados no del murmullo de los padres que ocupan junto con sus hijos el área de juegos por las tardes, entre semana, o los sábados desde temprano y el domingo después de misa, en ese orden ascendente de concurrencia: José Pablo estaba detenido de uno de los tubos que, imitando aquéllos de los bomberos tal como se representan en las películas o los programas de televisión, planteaba un reto al pequeño: antes de soltarse, se quedó mirando, sólo unos segundos antes de que Judith lo hiciera, hacia el fondo del parque, allá junto a la salida a Allende, donde está la librería Elsa Cecilia Frost.
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