La mujer bajó, tímidamente, la mirada, menos por vergüenza que por una clase muy específica de orgullo: el orgullo de los jazzistas que terminan de improvisar y que saben que algo de su fraseo fue memorable, que se podrá retener más allá de la contingencia del solo que terminaron. Judith pensaba en esto cuando, de golpe, la mano de la otra le extendió otro cigarro. Lo encendió con calma, aspirando, al mismo tiempo, el humo y el perfume de la otra, que había hecho la misma cazuelita que cuando ella prendiera su cigarro para encender el de su vecina de banca.
Trabajaba en una escuela, dijo, exhalando el humo hacia enfrente. Una prepa. Bueno, no una prepa: una de esas escuelas que tienen desde kínder hasta prepa, y yo daba clases en prepa.
Clases de qué, preguntó Judith, pensando en Lucien.
Literatura en quinto y sexto, francés en sexto y francés también en tercero de secundaria.
Literatura mexicana, ¿no? Esa es la de sexto.
La de quinto es Literatura Universal, hizo una pausa.
En mi cabeza, siempre he pensado esta pausa, por insignificante que parezca, como el corte a un relato paralelo en el que mamá piensa en las condiciones de la educación media superior en México; revisa uno a uno los programas de estudio de la Literatura y comienza a resolver los problemas con base en una especie de historia en la que inscribe, sin quererlo, su propio cuerpo, su trabajo. Escribe, en ese momento, ese ensayo que intituló “La Literatura se enseña”.
Ninguna de las dos les gusta a los alumnos de prepa. Alumnas, en mi caso. Era un colegio católico, para mujeres, en el Pedregal.
¿Lo conozco?
La otra se volvió, dejó caer un poco hacia atrás la cabeza sobre el respaldo de la banca y levantó los hombros.
Si fueran otros tiempos, te diría que si te cuento me tienes que prometer que no vas a decirle nada a nadie, pero ni te conozco ni me interesa que alguien más lo sepa o no.
Cuéntame, entonces.
Es una historia larga.
Tengo tiempo, como dicen en las películas.
Te lo voy a plantear de este modo: supón que eres la encargada de cuidar a esos dos niños, dijo, señalando a José Pablo y a su propio hijo, quienes, en ese movimiento que provenía del dedo de Jolene señalándolos —estoy seguro de que para este momento, aunque mamá no me lo haya dicho, ya se habían dado los nombres, pero no me interesa repetir la escena—, volvieron a formar parte del paisaje o, mejor dicho, volvieron a hacer que ellas dos formaran parte del paisaje —o tal vez esto lo estoy contando yo desde mi propia experiencia o lo que, supongo, he conservado como mi propia experiencia: para mí ese día no existe en la medida en la que sea un recuerdo que pueda reconstruir sino en cuanto a que es un día que mamá, según me dijo, tomó como el punto de partida para que nos mudáramos de la Ciudad; un día, pues, mucho más importante que los que, para mí, por lo que me ha contado, podrían haber sido determinantes para tomar esa decisión; pero un día, al fin, que no puedo relatar sino a través del relato de mi madre, como me sucede con todo lo que, desde antes de que naciera, cuando mamá y J. se conocieran en Zihuatanejo, me han contado); y siguió:
Cuidas a mi hijo y te voy a pagar por hacerlo, ¿viste? Y todo va muy normal pero, por alguna razón, algo no te hace sentido, algo no va y luego, en un momento de iluminación, te das cuenta de que yo maltrato a mi hijo. No es cualquier maltrato: no le pego ni lo maltrato psicológicamente, es algo peor: el maltrato consiste en que no hay maltrato, no al menos un maltrato evidente. ¿Estamos? El niño es funcional, una pieza perfecta de una sociedad perfecta: excelente alumno, excelente comportamiento, todas las condiciones para que se convierta en un adulto sin problemas.
Todas las pruebas contenidas en un trozo de historia que se pierde, y ahora fue Judith quien se le adelantó a mamá, quien terminó de darle cuerpo a la idea:
El maltrato está determinado por la paradoja de la resignación: por qué si puedo hacer el bien, hago el mal.
Al revés: por qué si puedo hacer el mal, hago el bien.
Y fue ahí, en la bisagra entre la mañana y el mediodía, fue cuando el sol comenzó a quemar de nuevo.
El problema, su problema, era que las palabras nunca decían lo suficiente, ni siquiera lo que de ellas podía surgir a partir de todas las combinaciones posibles, del encuentro de todas las palabras que había escuchado durante treinta y siete años: las palabras no alcanzaban, se quedaban cortas, había que descifrar, siempre, había que indagar, que desentrañar algo superior, una materia fétida que, paradójicamente, subyacía en el marco de la lengua, como una maldición. El problema, pensaba, era muy sencillo, podía resumirse en un solo nombre (y qué es el nombre sino ese sitio donde confluyen las palabras, ese espacio donde se conjuntan sintagmas y constructos que nos hacen creer que lo que tenemos delante nuestro es, a pesar de todo, un ser humano), un solo nombre que lo contenía todo, origen y originario, el inicio de la cadena que le ataba las piernas, le impedía salir del consultorio como antes y saludar a las enfermeras, subirse al auto para conducir a casa, abrir la puerta, mirar, pensar que el silencio era la única palabra. Un nombre, ese: la fórmula condensada de diecinueve letras que habían cambiado su vida porque ya no podía ser indiferente, porque ahora le era imposible ver las cosas desde esa especie de pasividad objetiva que le otorgaban los títulos, las medallas físicas y virtuales, los reconocimientos colgados en marcos de madera que servían —sólo en ocasiones, es preciso decirlo— de escenografía perfecta para su autoritarismo. Se contentaba con escuchar, decir unas cuantas frases repetidas un sinfín de veces y en las más variadas ocasiones y reír por dentro, ahí donde nadie había sabido llegar antes de ella, ese lugar que, creía, estaba asegurado, ese silencio que nadie podía tocar porque las palabras son siempre el indicio del síntoma, la raíz que se hace patente, la imagen construida contra la que debía ingeniárselas, ese objeto que debía escrutar con palabras, irónicamente, para que el otro sintiera un determinado alivio. La ciencia, la suya, era caduca, y tardarse tanto en reconstruir el nombre, en armarlo en su mente para, luego, cuando llegara a casa —esa tarde no había tomado la ruta corta, había escapado, dejando a tres pacientes a la espera en el consultorio; llovía y el noticiero de la radio era una estática interminable, ruido blanco—, en el instante en que abriera la puerta, ser capaz de decir el nombre para después contárselo a sus muebles, a la mesa sobre la que había trabajado durante tantos años (la casa era la misma de sus años de estudiante, ese rincón que su padre le dejó a manera de herencia en vida, cuyo jardín había servido para tantas lecturas, para que sus ojos pasaran sobre tantos libros y sus manos se colorearan con la ausencia siempre latente de alguien a quien confiarle eso que, cada vez con más cautela, escribía en los márgenes, el sitio, único, de sus diálogos, de su reflexión instantánea y, por mucho, hondamente sincera sobre sí mismo; la casa, esa, con su duela a medio destruir y las paredes cortándose en grietas que las recorrían discretamente desde el techo hasta la alfombra, el sitio de tantas reuniones —algunas de ellas programadas, otras espontáneas, como un suspiro— con el recuerdo de su madre en el hospital la tarde en que tomara su mano por última vez), susurrarle el nombre al sofá de piel en el que en una ocasión —la recordaba nítidamente— había llorado frente a esa fotografía de la infancia en la que estaban todos los que alguna vez fueron y que ahora eran solamente olvido.
Miró el reloj del auto y siguió conduciendo.
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