¿Cómo se llama tu hijo?
Judith volvió en sí.
La otra terminó una frase, o simuló terminarla con un punto y aparte. Las palabras habían causado un efecto muy breve en Judith, un reflejo, haciéndola subir el rostro —una ráfaga de viento chocó en ese momento contra su cabello, haciéndolo ondular frente al rostro, por lo que tuvo que llevar la mano hasta ésta y quitarse de delante de los ojos el pelo negro y colocarlo, momentáneamente (el viento seguía golpeando los cuatro cuerpos y, seguramente, arriba, moviendo con violencia también las nubes), detrás de la oreja.
José Pablo, dijo Judith y, sin saber por qué, como siempre que le hacían la pregunta por el nombre de su hijo en circunstancias similares, agregó:
¿Y el tuyo?
Job, dijo la mujer, cerrando la libreta sobre sus piernas.
¿Vienes acá muy seguido? Nunca te había visto.
Judith no tuvo tiempo para pensar en el nombre del hijo de la otra, que, recién ahora se daba cuenta, parecía moverse en un diagrama temporal paralelo al suyo: ya sacaba un cigarro y lo encendía dentro de una especie de cazuela que había hecho con la mano izquierda, ladeando un poco el rostro hacia la dirección contraria y luego mirándola fijamente a los ojos mientras el humo le recorría el cabello corto, a la Jean Seberg.
Sí, venimos muy seguido pero en las tardes, casi siempre.
Vives cerca.
La mujer miró a su hijo, jugando con el de Judith, quien apenas reía, apenas emitía algunos sonidos que, era cierto, si acaso se parecían a las palabras era porque aquello era lo que ella quería escuchar ahí, en la respuesta que la otra había hecho a una pregunta sobre si eran o no, José Pablo y Judith, gente de la colonia —lo primero que había percibido cuando Lucien le propusiera que vivieran en el Centro de Tlalpan era esa especie tan particular de recelo que algunos confunden con la envidia; los celos, para nombrarlos de una manera más precisa, que los habitantes del Centro de Tlalpan sentían respecto a la gente que bajaba desde los pueblos a la salida a Cuernavaca (San Pedro, San Andrés, Topilejo) para comprar una nieve junto a la iglesia de San Agustín, desayunar en el buffet de La Leyenda o, como suponía la otra —de no haber intuido o adivinado que, en efecto, Judith vivía cerca de ahí—, pasar al Juana de Asbaje antes o después de recoger a sus hijos de alguna de las tantas escuelas que había en ese damero perfecto— y pensó, por un segundo, en que las palabras no existen, no están en ninguna parte y, sin embargo, son, en cualquiera de sus formas, lo único que reactiva esa sociabilidad primera, si la hubo, en la que un cuerpo se acerca a otro y decide suspender el tiempo entre ambos, suspender el tiempo de la muerte.
Sí. En Congreso, junto a Telmex.
Nunca te he visto, insistió la mujer.
¿Me regalas un cigarro?
Claro, dijo la otra, sacando la cajetilla de su bolso y deslizando uno de entre los que lo mantenían apretado dentro de la caja. Era un gesto completamente normal, un movimiento que muchos fumadores tienen para ofrecer los cigarros, pero a Judith le pareció un claro indicio de que la mujer no podía tratarla del mismo modo en el que trataba a sus conocidos, a quienes —y esto no sabría o no habría sabido, en ese momento, cómo explicarlo— les hubiera dado el cigarro sin más, sacándolo de la cajetilla, con las manos.
Madre soltera en el parque.
El humo del cigarro, que la otra mantenía dentro de sí como para alargar el efecto de mareo instantáneo que produce la primera bocanada, salió intempestivo junto con una risa apenas audible que enmarcaba el rostro mirando hacia donde su hijo y José Pablo estaban, y cuyas voces, como el viento, se habían o apagado por completo o desvanecido en una especie de fondo, un segundo plano.
No: tengo dos divorcios. El segundo no fue un divorcio, pero, bueno: me gusta pensarlo como si sí. Mi hijo no conoció a su padre, dijo, volviéndose; dejémoslo así.
A Judith le pareció un gesto muy claro de distancia el hecho de que la otra no se refiriera a su hijo por su nombre. Siempre le había parecido que esas madres que recién se han conocido y hablan de sus hijos usando los nombres propios tratan de establecer una cercanía falaz, de entrada y sin que haya una justificación para hacerlo, como si todas las madres del mundo formaran una sororidad implícita no desde el acto mismo de dar a luz o cuidar a los hijos, luego, con la paciencia que, Judith lo sabía, no todo el mundo debe forzosamente poseer y, por ello, es preciso desarrollar, como una forma de arte, sino desde el momento mismo de la concepción o incluso desde el momento del embarazo, el momento de la evidencia del embarazo, como si pertenecieran a una especie de territorio, en sí mismo limítrofe, donde la convivencia, a todas luces imposible en la normalidad, se transparentara, como si los nombres pudieran ser, por sí mismos, una forma real de la confianza.
A veces me dan ganas de renunciar. Tener que estar todo el tiempo ahí, tener que ser siempre mamá, eso me cansa. Con mis hijas no me pasó. Es raro. Lo hice durante muchos años: la mayor está por terminar la universidad y la menor está en grado doce y nunca lo sentí así, tal vez porque, antes de que me divorciara, no sabía muchas cosas que tienen que ver con la necesidad de que dejes que el hijo encuentre los modos de sobrevivir por sí mismo, por sí mismos, mejor dicho: los modos; esos los tiene que encontrar.
¿Grado doce?
Mis hijas viven con su padre en el pueblo donde nací, cerca de Minneapolis.
José Pablo es mi primer hijo y no creo tener otro, y era así, tan sencillo, contradecirse, hablar de su hijo por su nombre, deshacer todo lo que había pensado unos segundos antes, ni siquiera un minuto ha. Estaba vulnerable porque no le había quedado claro, o no quería que le quedara claro, no aún, al menos, que el silencio era ese espacio que tenía que habitar de ahora en adelante hasta que algo más pasara, la memoria o el accidente, qué sé yo.
El primero, el segundo, es igual: no son ellos los que tienen que cambiar la actitud, somos nosotras, ¿sabes?
La otra se volvió hacia ella y le sonrió al terminar de hablar.
¿Por qué están aquí a esta hora?
Es raro, ¿verdad?
Se siente muy solo el parque. Como si fuera nuestro.
No, no, para nada, la mujer había modulado, mínimamente, su tono de voz; Judith pensó que se trataba de una especie de guiño, de su forma de ser cordial —o totalmente irónica. Eso no podría saberlo.
Sólo que, creo que me entenderás, no sé si tu pregunta es por qué estamos aquí hoy a esta hora o por qué venimos aquí todos los días, ¿viste?
Me gusta que uses muletillas.
A veces, sí.
O sea: yo no sé qué es lo que haces y no tienes ninguna razón para decírmelo. Pero pienso que a mí me daría miedo salir todos los días a la misma hora y meterme a un parque que está vacío, sola, con mi hijo.
Yet, here you are.
Here we are.
Acabo de quedarme sin trabajo, dijo la mujer; luego: renuncié. O me renunciaron. No sé, pues. Da igual, ¿no? Al final te quedas con una tarjeta de vales de despensa en la que nunca más va a haber nada y piensas que eso fue todo, que ahí se resume todo lo que hiciste en ese trabajo de mierda en el que te tuviste que meter por necesidad y no porque quisieras realmente hacerlo, aunque, bueno, ¿qué trabajo lo hacemos porque queramos hacerlo, porque tengamos las ganas de trabajar y pensemos que se trata de algo que es indispensable para nuestras vidas y que, sin ello, no podríamos estar vivos?, ¿qué trabajo se piensa, o, bueno, te lo pregunto, qué trabajo piensas que es mejor que estar en otro espacio, el que sea, y que por eso mismo vale más la pena hacerse que no? Creo que es una pregunta muy sencilla la que me interesa ahora pero no sé si la voy a formular de la mejor de las formas: ¿hay un trabajo que se pueda sentir y no sentir al mismo tiempo?, ¿hay algo que podamos hacer como si no lo hiciéramos y que, además, nos dé lo suficiente para que vivamos, digámoslo así, dignamente? No lo creo. Creo que se trata de una condición que nos hemos impuesto y que nos ayuda a pensar que, de un modo u otro, somos independientes de lo que nos rodea, que podemos desligarnos de todo, devenir satélites.
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