Alfredo Lèal - Las ruinas de la caza

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Las ruinas de la caza: краткое содержание, описание и аннотация

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Por medio de un tratamiento que oscila entre la novela negra y el texto posmoderno, Las ruinas de la caza desarrolla la historia del feminicidio de una preparatoriana. La investigación la lleva a cabo una mujer norteamericana radicada en México, profesora de literatura, desempleada, especialista en Sylvia Plath. Los dos posibles culpables son el profesor de filosofía de la joven, por un lado, y, por el otro, su psiquiatra. Los personajes centrales, femeninos ambos, son un espejo la una de la otra. Todo lo que puede servir para resolver el crimen pasa por el lenguaje, ahí donde quedan los restos, las ruinas de lo que, queramos o no, somos.

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La mirada de Judith atravesaba las copas de los árboles, merodeaba entre los pequeños resquicios por donde un cielo tal vez demasiado azul de principios de noviembre parecía tratar de ponerse en primer plano, de manera tal que el paisaje semejaba no un paisaje sino la pintura de uno, parecía venir hacia ella en una suerte de movimiento sigiloso y tartamudo, avanzaba a tientas, moviéndose sin permitirle entender que en realidad era ella, era el movimiento interno de su conciencia el que la hacía pensar que todo estaba mejor así, como el parque a esta hora: rodeada solamente por algunos cuantos indicios de vida que pasaban ráfagas distanciadas, si bien no lo suficiente como para ser imperceptibles, en la forma de automóviles sobre Hidalgo, detrás, afuera. Se detuvo en esa palabra: afuera, como si en verdad pudieran dividirse tajantemente los espacios entre las cosas y, más aún, los espacios del paisaje. Había terminado por interiorizar la división de las cosas, su separación en la forma de la oposición exterior e interior, en la forma de lo que entra en un espacio —y, consecuentemente, sale de otro— con respecto al cual puede decirse que se trata de una forma interior, una bolsa abierta en sus bordes como labios. Judith sonrió para sí, sin que fuera esa sonrisa suficiente para aclarar el sentido de la frase que recién había pensado; mejor: no el sentido: la referencia. Y esto era porque en algún punto sentía siempre la necesidad de que el paisaje tuviera en sí mismo la capacidad para contenerla, envolviéndola como se envuelve un trozo de uva entre los labios y haciendo de ese primer acto de envoltura un pasaje hacia el espacio otro, húmedo, de la boca, donde la uva, ella misma contenida en su cáscara, puede mantener su sustancia de uva durante algunas horas. Piensa en Pinocchio internándose en el cuerpo del Pesce-cane, “avviandose un paso dietro l’altro verso quel piccolo chiarore che vedeva baluginare lontano lontano” y luego, inmediatamente —por culpa de Lucien, por supuesto—, en Auster: “the son saves the father. This must be fully imagined from the perspective of the little boy. And this, in the mind of the father who was once a little boy, a son, to his own father, must be fully imagined. Puer æternus . The son saves the father”. Se había aprendido el primer pasaje la primera vez que leyó a Collodi, en la carrera; el segundo, cuando Lucien, una noche, luego de esas discusiones que tenían, motivadas por las cosas más simples —lo recuerda muy bien: José Pablo dormía en su cuna, a la que recién le habían agregado el crib bumper, más que para evitar los golpes, para cubrir al pequeño del frío que se filtraba por la puerta del baño de la habitación (y de la casa) y ellos dos estaban en la sala: ella hacía un bordado para Mar, a quien se lo daría de regalo de intercambio; él estaba contento porque los Canadiens de Montréal habían pasado, después de tres años de no hacerlo, a las finales, y no hacía nada realmente—, se lo leyera en voz alta en el pasillo del edificio y ella comenzara a pensar cuál sería el equivalente para decir lo mismo, “the son saves the father”, en femenino: “la hija salva a la madre” o, incluso, “el hijo salva a la madre”. No bastaba con cambiar los pronombres o, en su caso, las terminaciones de los adjetivos: era preciso reformular enteramente el pasaje —el de Collodi, el de Auster…— y ahí, sólo en ese pausado ir y venir de las palabras hacia otra dirección, igual que un viento como lo son los de otoño en la Ciudad —frío, sin tomar, empero, enteramente cuerpo, apenas dibujado, diríase, entre los pocos espacios abiertos que aún quedaban, un viento que se siente sobre todo en el rostro y en las manos, o, en su caso, en el cabello—, ahí, preguntarse cómo poder decir que es el hijo el que salva al padre o que es la hija la que salva a la madre y el resto de las combinaciones subsecuentes hasta deformarse o reconfigurarse en la frase: el hijo mata a la madre. El movimiento era muy sutil, como sentimos el viento en el cabello: ¿es el viento el que sentimos o es el cabello el que siente el viento y nos remite la sensación a los ojos, a la nariz, a la boca que, de un momento a otro, ya está seca y busca, sin saber que le será imposible encontrarla, el agua? Porque el viento de otoño en la Ciudad es el viento que viene desde el sol o que baja, mejor dicho, junto con éste, con el aplomo de la necesidad imperativa, y nunca del todo cristalizada, de cubrirlo todo, de estar sobre todas las cosas; aplastante, quemante, ese sol, pensaba Judith, un poco repitiendo esa frase que todos en la Ciudad decían y que, en su otra ciudad, en el Valle, nunca llegó a escuchar, tal vez porque allá el viento es parte fundamental de la educación sentimental —no: sintiente— de los habitantes y, por ello, no se pueden detener a quejarse de un sol que no calienta pero quema, como dicen los habitantes de esta Ciudad en la que lo más cercano que tendremos al invierno se encuentra en los destellos de ese viento y el soplo de ese sol sobre los cuerpos.

¿Te molesta?

Judith se volvió.

La voz había salido de la nada.

En el momento en el que sus ojos la enfocaron, cuando tomó cuerpo, se dibujó, en un solo gesto, el rostro de una mujer joven de facciones cansadas. Vestía una falda larga, hasta los tobillos, pegada en ese momento contra las piernas en un encuadre que transparentaba las licras grises ceñidas desde los muslos hasta las pantorrillas; luego: un breve asomo de piel, que contrastaba con las líneas amarillentas sobre la tela azul de un par de calcetines cuyo resorte ya no podía sostenerlos y estaban a punto de escurrirse hasta casi rozar la orilla de los New Balance azules, también, con detalles en rosa.

No, para nada, cómo crees, dijo Judith, y se hizo a un lado, sin levantarse de la banca, hasta que sus manos tocaron la orilla de ésta.

La recién llegada se quitó la bolsa que le colgaba al hombro y la puso entre su cuerpo, ahora sentado también, y el de su vecina de banca. Se levantó brevemente para colocar la pierna derecha, doblada, bajo el muslo de la pierna izquierda, en el momento exacto en el que el viento se detuvo y, de inmediato, brilló una vez más, con mayor insistencia, junto con el rechinido de un sol que se confundía con el del plástico de los tenis sobre el metal de la banca.

El hijo de la mujer recién llegada, de apenas unos tres años, corrió hacia los juegos pequeños. Subió, apoyándose en los escalones, hasta la orilla del tobogán naranja de plástico que parecía ser mucho más grande ahora que estaba habitado por ese cuerpo junto al que no tardó en llegar aquél de José Pablo. Judith, sentada con las piernas cruzadas, a la orilla izquierda de la banca y mirando una libreta que la otra acababa de abrir —plena, desbordada de una letra que, en la página que le quedaba más cercana a la vista, cubría todo el espacio del papel, con esa capacidad que tiene cierta escritura de borrar incluso las líneas que, se supone, le dan orden a las frases: una escritura en bloque, cerrada sobre sí y, no obstante, legible aún desde la lejanía del cuerpo de Judith con respecto al de su ahora compañera de banca, quien ya dejaba fluir la mano sobre la hoja de la derecha y le permitía ver el proceso de una actividad que Judith inmediatamente denominó como esquizofrénica: escribir sin espacios, pegando las letras lo más posible las unas a las otras como si temiera que entre los espacios de éstas tal vez pudiera colarse un significado impreciso, imposible, indeseado. Alcanzó a ver un par de palabras que, por ese extraño respeto que nos llega de pronto cuando estamos frente a alguien que recién conocimos, se negó a completar, pero se dio cuenta de que escribía en inglés —o, mejor dicho, de que el fragmento que ocupaba toda la hoja que ahora, en lugar del paisaje, llenaba la mirada de Judith, estaba escrito en parte en inglés, aunque le pareció ver un par de palabras en francés también, una línea en español, entre paréntesis, muchas comas, guiones.

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