EL SUEÑO DEL
APRENDIZ
Carlos Barros
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Título original: EL SUEÑO DEL APRENDIZ
© Del texto: Carlos Barros
© De la cubierta: Munyx Design
Copyright © 2020 Carlos Barros
Copyright Booktrailer: Editorial Tinturas
© De esta edición: Editorial Tinturas
Email: edicion@editorialtinturas.es
www.editorialtinturas.es
Primera edición: Octubre 2020
Impreso en España
ISBN: 978-84-122197-9-1
Depósito legal: V-1825-2020
Para Sheila, Joel y Marc, os amo.
Para Alex y mis padres, por estar siempre ahí.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Epílogo
Nota del autor
Agradecimientos
Mapa de Valencia (1870)
— 1 —
Reclinado en la cómoda silla de su despacho, Juanjo se acariciaba de forma mecánica la sien derecha. No pensaba en nada en concreto, tan solo trataba de encontrar un minuto de paz. Había sido un día muy duro en el trabajo, uno más en el que terminó discutiendo con su padre. ¿Cuál era el motivo esta vez? ¿Las discrepancias en su forma de llevar los casos? ¿Algún roce en el terreno personal? ¿Por sus muchas diferencias? En el fondo le daba igual, ya ni se acordaba. La sensación era de hastío y cansancio, de impotencia y frustración ante una situación que, desgraciadamente, empezaba a ser demasiado frecuente.
—¿Has revisado el caso de María González? —le preguntó de pronto Susana.
Levantó la vista hacia su compañera e hizo un esfuerzo por volver a la realidad del despacho de abogados en el que trabajaba. Después resopló pasándose la mano por la frente y nariz, en un gesto que lo delataba por completo. Tras la monumental bronca, la desazón y la rabia habían invadido su cabeza durante todo el día, impidiendo que pudiera concentrarse en otra cosa y provocando que olvidara aquella comparecencia en el juzgado que debían preparar de forma inminente para uno de los casos que su padre le había asignado.
Pero Susana siempre estaba allí para recordarle esas cosas: los detalles importantes de un caso, las tareas urgentes, las reuniones; en definitiva, para salvarle el culo casi todos los días. Visiblemente superado, Juanjo le dedicó una mueca de fastidio, consigo mismo y con el mundo, que pretendía ser una especie de disculpa.
—No he tenido tiempo todavía, lo siento. ¡Joder, qué día! —lamentó en voz alta—. Me pongo ahora mismo con ello —dijo arrastrando cierto cansancio en la voz.
Consultó la hora en su reloj de muñeca y maldijo otra vez para sus adentros. De nuevo le invadía aquel remordimiento de culpa por no haber podido salir antes para pasar más tiempo con su hija Paula, y la horrible sensación de que el día se le escapaba dejando tras de sí un amargo poso de recuerdo en su interior.
—Tranquilo, vete a casa —contestó ella enseguida mostrando compresión.
Juanjo arrugó la frente, indeciso. En aquel momento le importaba una mierda el maldito trabajo y deseaba poder escaparse de allí por encima de todo, pero no quería hacerlo a costa de su compañera.
—No, no es justo que te deje ahora todo el marrón —declinó en primer término—. Aunque, la verdad, no sé si hoy tengo la cabeza para…
—En serio, no te preocupes —dijo ella sin dejarle terminar la frase—. Le echo un vistazo rápido y lo revisamos mañana a primera hora —insistió con amabilidad.
Juanjo le devolvió una sonrisa aliviado y pensó, una vez más, en la suerte que tenía de trabajar con ella.
—Gracias, te debo una.
«Una más», se dijo digiriendo el inevitable sentimiento de culpa. Y en aquel momento, al mirarla, se preguntó por qué lo hacía. ¿Qué pasaría por su cabeza? ¿Actuaría de igual manera si él no fuera el hijo del jefe? Tan joven y abnegada, tan profesional, siempre mirando hacia otro lado y actuando con total presteza y discreción. ¿Qué pensaría ella de él en realidad? No era la primera vez que trataba de ponerse en su piel, de comprenderla. Le resultaba difícil porque él nunca había sido así.
—Pues me voy a ir. Hoy ya no doy para más —dijo mientras se levantaba y se colocaba la americana del traje.
—Hasta mañana Juanjo —contestó ella levantando apenas un segundo su concentrada vista de la pantalla del ordenador.
Juanjo pensó que aquella chica valía su peso en oro, demasiado. E inevitablemente acudió a su mente la idea de que, si en algún momento su padre tuviera que escoger entre ambos, tal vez terminaría eligiéndola a ella antes que a él. Llevaba un tiempo dándole vueltas a aquello, a si realmente estaría preparado para afrontarlo en caso de que llegara a suceder algún día; y había decidido que era una posibilidad que le inquietaba y agradaba a partes iguales. En el fondo su vida siempre había sido un mar de contradicciones. Al mismo tiempo detestaba sentirse tan atado y controlado, sobreprotegido, como adoraba la tranquilidad y confort que le proporcionaba.
En la relación con su padre le ocurría algo parecido. La profunda admiración se mezclaba con una enquistada inquina, y el amor odio era tan intenso que a veces resultaba difícil de soportar. Al aproximarse hacia su despacho, separado por un cristal de su mesa y la de Susana, descubrió que estaba hablando por el móvil. Gesticulaba mucho empleando un tono elevado de voz, como era habitual en él, aunque por su actitud relajada supuso que la conversación era de su agrado. «Mejor», pensó, así podía largarse de una vez y no habría lugar a que hiciera ni dijera nada que pudiera dar pie a una nueva disputa.
Aprovechó un breve instante en que dirigió la vista hacia él para indicarle a través del cristal que se marchaba, despidiéndose escuetamente con la mano. Sin apenas prestarle mucha atención, su padre le dedicó una breve inclinación de cabeza y un gesto ambiguo que no supo muy bien cómo interpretar —si es que con eso le decía adiós o era una indicación para que esperara a que terminara de hablar por teléfono—. No esperó para comprobarlo. Solo quería perderlo de vista, regresar a casa con los suyos y coger fuerzas para poder volver a empezar al día siguiente.
—Hasta mañana Susana —le dijo a su compañera volviendo la espalda al despacho de su padre.
—¡Ah! Se me olvidaba —exclamó cuando él ya estaba a punto de marcharse—. Te dejaron esto al mediodía —le indicó señalando un sobre que descansaba en una esquina de su mesa.
—¿A mí? ¿Qué es? —indagó Juanjo, volviéndose para comprobarlo.
—Lo trajo un chico, de tu edad más o menos. Preguntó por ti y me dio el sobre, dijo que era amigo tuyo —añadió.
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