Marcelo Barros - La condición perversa

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Dice Lacan que «después de setenta años de psicoanálisis aún no se ha formulado nada sobre lo que es el hombre, el sexo masculino». Una afirmación que sorprenderá a quienes ceden a la cómoda anotación de todos los enigmas y las preguntas en la cuenta de la feminidad. Son pocos quienes empiezan a percibir que, contra lo que se cree, la masculinidad no está interpelada por la época, sino que es ella, la época, la que está puesta en cuestión por lo viril. ¿Pero qué designamos con ese significante ciertamente maldito para la modernidad?
Los tres ensayos de este libro no aspiran a develar el enigma. Lo invocan. Por eso no es este un libro sobre la perversión, sino sobre la condición masculina nombrada aquí como perversa. Esa nominación, felizmente incómoda, postula ya una hipótesis cuya mayor o menor fortuna quedará librada al arrojo de cada lectura.

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Hace más de dos siglos que esa virilidad “tradicional” viene siendo de-construida. En tiempos pretéritos era común para los hombres portar armas y batirse, a menudo por trivialidades. Las ofensas entre políticos que hoy se dirimen en querellas judiciales, llevaban a duelos como el que sostuvieron Hipólito Yrigoyen y Lisandro de la Torre en 1897. Ese tipo de confrontaciones están relegadas hoy a la marginalidad. Podríamos postular que la civilización reside en empujar lo viril –sea lo que sea eso– hacia los márgenes. Con todo, las peleas nocturnas entre varones jóvenes nos siguen angustiando. Pero a veces lo que parece evolución es en realidad sustitución, y por eso ellos se matan –y matan– conduciendo bólidos motorizados. Aparte de estas violencias, deberíamos preguntar qué lleva a alguien como Phillipe Petit a cruzar de una a otra de las torres del World Trade Center caminando sobre un cable a más de 400 metros de altura. En 1974, ese acto fue nombrado como “el crimen artístico del siglo”. El caso es distinto. Hay una dimensión sublimatoria, y también un propósito con el que se puede acordar o no. No fue un exabrupto. Requirió años de planificación cuidadosa. Sin embargo, la violencia no residía solamente en el riesgo de vida del funámbulo, o de algún infortunado transeúnte. Fue, a no dudarlo, algo chocante.

Solamente Freud pudo haber percibido la intimidad entre la “sacudida orgásmica” y las conmociones mecánicas del cuerpo, que la película Crash (Cronenberg, 1996) muestra de manera perturbadora. Lo cierto es que muchos disfrutan con esos violentos zarandeos corporales en los parques de diversiones, como ocurre con los autos chocadores. Ahí nadie se lastima. No con frecuencia. Mucho menos con juegos de video como Crashday, cuyos entusiastas son mayoritariamente varones. ¿Por qué alguien goza con eso?

La intelligentzia nunca toma en cuenta en su análisis la lógica del goce, más allá de los modelos de identificación. No se pregunta si la apetencia de velocidad puede ser una adicción capaz de tentar también a los “nuevos” hombres y no sólo a los machistas. Elude la hipótesis freudiana que postula un goce del choque. El conductor enviciado con la onda verde rehúsa la señal de alto y desconoce el oscuro deseo que lo anima, que es el de impactar, el dejar una marca. Aunque sea la de la propia muerte. No por azar el universo de los records es masculino.

La causa sexual, siempre negada

Las medianías intelectuales ven en todo esto la incidencia de la voluntad de poder y sus condicionamientos políticos. Así lo concibió Alfred Adler al rechazar la causa sexual provocando la primera escisión en el movimiento psicoanalítico. La segunda dimisión, la de Jung, también tuvo por motivo el estatuto sexual de la noción de libido. Se niega la sexualidad como factor primario y determinante. Hay un especial rechazo hacia eso, particularmente en las llamadas perspectivas de género, a las que se agrega el “último psicoanálisis”, que es el que prescinde de Freud cediendo a los imperativos de la época, acaso intimidado por la inquisición feminista. Pero no todo el feminismo es enemigo de la causa freudiana, del sexo, o del hombre. Virginie Despentes, por ejemplo, se atreve a la blasfemia: “todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad”. ¿Qué es eso? Con una lucidez de la que algunos psicoanalistas carecen, lo ubica del lado de lo disruptivo, de lo separador, del corte. Tal vez reconoce el carácter antisocial de la libido fálica, que con razón es considerada peligrosa, sobre todo en el hombre. Por eso un artículo de Stephen Marche (New York Times, 25–11–2017) habla de “la brutalidad de la libido masculina.” Lo que hay que notar es que el autor se refiera a eso como algo de lo que no nos habríamos ocupado bastante.

Es una ironía que en el desenlace del #metoo quede expuesta la lúbrica verdad del afán de poder, que es secundario respecto de la causa sexual. Freud supo cuán impopular sería esa hipótesis, pero no cedió. Ahora el rechazo a lo sexual esgrime una retórica progresista para la cual el deseo más fuerte es el deseo de poder, lo cual dice algo sobre los entusiastas de esa postura. El femicidio sería un fenómeno puramente político en el que la sexualidad no jugaría un rol determinante, aunque la gran mayoría de los femicidas sean parejas o ex–parejas. Lo mismo respecto de la violación. No ven nada sexual ahí. Sin dudas hay una dimensión política de estos horrores que no debería encubrirse con la idea del “crimen pasional”. Es verdad que el femicidio no es un asunto privado. Es un síntoma social. En cuanto a la violación, se piensa, no sin razón, que es un ritual en el que se afirma un sistema patriarcal de explotación de la mujer por el varón. No lo negamos. Con todo, hoy no se toma en cuenta para nada el estatuto sexual del goce que se extrae en esa explotación y en las demás. Tampoco se toma en cuenta el cambio que implica la captura de ese “ritual” por el discurso capitalista y una sociedad sin dudas post-paterna. Además, es nefasto que en la violencia contra la mujer no se tome en cuenta la posición subjetiva del perpetrador, lo que no parece importar. Tampoco la posición subjetiva de la mujer, ni siquiera la de aquella que se casa con un conocido asesino serial de mujeres. Hay demasiados “intelectuales” que tienen todas las respuestas porque no se hacen ninguna pregunta. Sostienen que tener en cuenta la dimensión psicopatológica negaría los aspectos políticos del fenómeno, la necesidad de acciones políticas, y la responsabilidad subjetiva y jurídica del agresor. Todo ello es un disparate si hablamos del psicoanálisis. Aunque es cierto que lo que nos ocupa como analistas es un campo resistente a los designios de los poderes establecidos, conservadores o progresistas. Y es de eso de lo que no se quiere saber. Es un error, porque justamente tener en cuenta los límites de la acción política ayuda a la toma de medidas políticas más eficaces. En lugar de eso, se impugna al psicoanálisis como “naturalista”. Piensan que disuelve responsabilidades. Para el psicoanálisis el sujeto siempre es responsable, y además no hay nada natural en ninguno de los fenómenos que lo ocupan. Entonces, si la biología no es lo determinante, se piensa que la causa debe ser necesariamente psicogenética, es decir, pedagógica, y por lo tanto controlable de manera eventual por el poder político. No se concibe lo que en la página 17 de Las psicosis es formulado por Lacan: el gran secreto del psicoanálisis es que no hay psicogénesis. (2) ¿Qué, entonces?

Cebado en la onda verde, el conductor imprudente pasa un semáforo tras otro. Un check point tras otro. Y otro, y otro, y otro, con hipnótica satisfacción. Uno más, cifra la lógica de ese goce que la intelligentzia rubrica como afán de poder. Lo que su íntima mojigatería rechaza es el carácter masturbatorio de ese uno más, cuyo goce se anuda a la función del significante.

El estatuto antisocial de la sexualidad

Sobran las injusticias machistas, pero es notorio que el orden patriarcal ya no está vigente desde hace rato. Hay que estar muy perdido para confundir patriarcado con capitalismo. Este último ha beneficiado a las mujeres en el plano de los derechos civiles, mientras en otros aspectos las aplasta junto con los hombres. Seguramente la mayoría de los poderosos a nivel individual sea masculina. De cualquier manera, patriarcal o post-patriarcal, sea cual sea el orden simbólico, lo que ocupa al psicoanalista es la pregunta sobre si hay comportamientos masculinos disfuncionales por sí mismos y que no sirvan a orden alguno. Es decir, idiotas, en tanto eso significa desconectados del Otro. Eso no impide a los poderes establecidos, eventualmente, convertir al idiota en idiota útil. ¿Los hay que no tengan utilidad ninguna? No respondemos por ahora, pero hay que tener en cuenta que un fenómeno propio de la sociedad post-patriarcal es el del terrorismo sin discurso, sin propósito, impredecible, el del “lobo solitario”. Algunos responden, de modo delirante o no, a una ideología. En otros no hay razón. Lo cierto es que son varones. La modernidad permite que un gris y superfluo individuo –para el capitalismo todos lo somos– acceda sin dificultad a técnicas masivas de destrucción. Los Pasternak de Relatos salvajes (Szifron, 2014) o los Andreas Lubitz, son hijos de la época.

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