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Barbara Cartland: Melodía Cíngara

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Barbara Cartland Melodía Cíngara

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Thea, Princesa de Kostas, no estaba dispuesta a casarse por conveniencias de Estado con el anciano Rey Otho, Monarca de un país vecino y a quien su Padre pretendía imponerle. Para evitarlo, la Princesa decidió huir del Palacio y cabalgando llega a un sorprendente lugar… Ignoraba que al decidir quedarse en ese lugar, iba al encuentro de su destino y entre la realidad y el ensueño viviría una aventura que jamás podría olvidar. Todo esto y más es relatado en esta romántica novela de Barbara Cartland. *Originalmente publicada como: -Melodía Cingarapor Harlequín Española S.A. -La Princesa Apasionadapor Harmex S.A. de C.V.

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Por un momento detestó a su padre, pues éste había usado la única arma que la dejaba completamente indefensa. Preferiría casarse con el mismo demonio antes de permitir que Mercurio pasara a manos de otra persona que quizá lo golpeara o le hicieran pasar hambre.

Permaneció llorando sobre la cama hasta que llamaron a la puerta.

–¿Quién es?– preguntó entonces.

–Soy Martha... Ya es hora de que Su Alteza se vista para la cena.

–Me siento demasiado débil para bajar a cenar– se excusó Thea.

–Bien, Alteza. Diré que suban la cena. Martha se alejó.

Ahora comprobaría si le mandaban lo que todos iban a comer o simplemente pan y agua, pensó Thea.

Sin duda su padre era consciente de que había ganado la batalla.

La había derrotado y estaba obligada a obedecer sus órdenes como una esclava.

Se casaría con el anciano Otho y sería una gran boda. Todos los habitantes de la ciudad llenarían las calles, gritando, aclamándola y arrojándole flores y en la Catedral la esperaría un anciano de cabellos blancos. El Rey Otho había enterrado a su primera esposa, y Thea estaba segura de que se casaba por segunda vez simplemente porque deseaba tener un heredero.

Esta idea hizo que se estremeciera de repugnancia.

No tenía una idea clara de lo que ocurría cuando un hombre y una mujer hacían el amor. Pero sabía que cuando las parejas se casaban compartían el mismo lecho, así que el Rey Otho dormiría junto a ella y la acariciaría con sus manos flácidas y venosas...

Supuso que la besaría también y hubo de contener un grito de repulsa.

–¡No podré soportarlo.... no podré!

Mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, pensó una vez más en Mercurio y en lo bien que había saltado los obstáculos aquella mañana. Mercurio, que se le acercaba en cuanto ella entraba en las caballerizas...

Mercurio que acudía siempre a su llamada... ¡No, no! ¿Cómo iba a perderlo?

Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Como era primavera, el sol brillaba en lontananza con sus reflejos rojizos y dorados. Los últimos rayos hacían relucir la nieve de los picos y las primeras estrellas titilaban en el cielo. Todo era tan hermoso que, a pesar de su desolación, Thea sintió que se le animaba el espíritu.

En la tierra la vida podía ser una pesadilla. Pero por encima de todo estaba el cielo. Si ella pudiese alcanzarlo... Entonces conduciría su caballo a través de la bóveda celeste, igual que hacía Apolo, el dios que había llevado la luz a quienes se encontraban en la oscuridad.

La luz que elevaba no sólo el corazón, sino también la mente...

Y de pronto la joven Princesa tuvo una idea tan maravillosa y revolucionaria, que por un momento casi no pudo aprehenderla.

Después, con una exclamación, levantó los brazos como si quisiera alcanzar las estrellas que brillaban en el firmamento y le habían dado una respuesta: ellas habían llevado la luz a su mente.

–¡Lo haré!– exclamó Thea–. ¡Sí, eso es lo que haré!

Capítulo 2

THEA permaneció en la oscuridad desarrollando su plan en detalle.

Se llevaría a Mercurio y desaparecería hasta que el Rey Otho se hubiera marchado.

Su Padre estaría furioso, pero le llevaría tiempo poder organizar otra Visita Oficial.

En honor de un Monarca que llegaba de visita se organizaba siempre un gran número de recepciones y banquetes. A Thea le resultaban insoportables; pero a su padre le encantaban, pues le daban ocasión de demostrar lo que Kostas podía hacer.

Tan pronto como la cena hubiera terminado, él se retiraría a su estudio para planificar la recepción que ofrecerían al rey Otho en la frontera. Habría luego una serie de espectáculos para impresionarlo, desfilaría el Ejército y habría salvas de cañón. Todo transcurriría pomposamente hasta el momento en que se anunciara el compromiso.

–¡No lo haré! ¡No lo haré!– exclamó Thea para darse valor.

Su padre quedaría sorprendido por su comportamiento, mas era posible que también sintiera cierta satisfacción al comprobar que su hija no carecía de voluntad propia.

Mas, por el momento, Thea se sentía indefensa.

Si escapaba, ¿a dónde podría ir? Además no tenía dinero...

Volvió junto a la ventana para contemplar las estrellas.

–Tendrán que ayudarme– rogó–. Tendrán que ayudarme y guiarme.

Una estrella había guiado a los Reyes Magos hasta Belén, y eso era lo que ella necesitaba ahora...

Súbitamente recordó algo que había olvidado. Ella no tenía dinero porque nunca lo necesitaba. Cuando salía de compras, las facturas eran enviadas a palacio. Si deseaba adquirir alguna cosa en el mercado o darle unas monedas a un mendigo, de ello se encargaba la dama de compañía que fuese con ella en tal ocasión.

Hasta entonces no había sabido que estar sin un centavo cuando se necesitaba era muy desagradable. Mas sin duda contaba con el beneplácito de las estrellas, porque recordó que sí tenía algún dinero.

Desde el día en que nació, su Padrino le regalaba cada Navidad una moneda de oro de la mayor denominación que existía en Kostas. Cada una de aquellas monedas llevaba la fecha en que se la habían regalado. Por lo tanto, contaba con dieciocho de esas monedas, cuyo importe total era suficiente para cubrir varias veces cualquier gasto que tuviera necesidad de hacer.

Determinó coger diez de aquellas monedas del lugar donde guardaba sus pequeños tesoros: una vitrina de su salita de estar. Junto con las monedas de oro tenía una caja de rapé muy bonita que Georgi la había traído como regalo la última vez que visitó París.

Había también un collar de conchas marinas que ella misma había hecho varios años atrás, cuando la llevaron a pasar unas vacaciones a la playa, y otro collar hecho de semillas de cereza, regalo de una gitana.

Por lo general, los gitanos pasaban por Kostas en verano. A diferencia de otros Monarcas, su padre, que era un hombre bondadoso, siempre los admitía.

Los gitanos fascinaban a Thea.

Acostumbraba a ir a conversar con ellos, que le habían enseñado un poco de su lengua.

En cierta ocasión, una muchacha gitana le enseñó un collar de semillas de cereza.

–Es mágico, Alteza– le aseguró–. Cuando una gitana quiere que un hombre se enamore de ella, reúne tantas de estas semillas como años tenga y cada noche perfora una de las semillas, empezando en luna nueva.

–¿Y luego, qué sucede?– preguntó Thea.

–Hay que seguir haciéndolo durante tres lunas llenas. Luego la mujer duerme trece noches con el collar enrollado en torno a la rodilla izquierda.

Thea escuchaba con vivo interés a la gitana, quien le siguió contando,

–Cuando ha conseguido al hombre amado, la mujer conserva el collar durante el resto de su vida.

La gitana miró a Thea fijamente y añadió,

–Así conquisté yo a mi hombre... Guarde este collar, Alteza y él le ayudará con su poder mágico cuando lo necesite. Thea le dio las gracias y se llevó el collar a palacio, donde lo guardó en su vitrina.

Ahora lo sacó y lo sostuvo ante sus ojos.

–Ayúdame a encontrar a un hombre al cual pueda amar intensamente y que me ame a mí de igual forma– pidió y enseguida volvió a dejarlo en su sitio.

Después cogió diez de las monedas de oro y las metió en su bolsillo.

Había tomado las de fechas más recientes porque supuso que sería más fácil reponerlas. Las ocho más antiguas, que llevaban la efigie de su abuelo, el anterior Soberano, resultarían más difíciles de encontrar.

Pero ahora lo importante era que ya tenía el dinero. Regresó a su dormitorio y reunió las cosas que pensaba llevarse.

Haría con ellas un rollo que ataría en la parte posterior de la silla de montar. Dado que no podía transportar mucho peso, escogió un vestido de muselina, una blusa blanca, un camisón de dormir y algunos otros objetos indispensables.

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