IV. LA FAMILIA DE JESÚS
«Nazaret, donde se había criado», dirá más adelante San Lucas[66]. ¡Cuántas cosas en tan pocas palabras! Continuaremos su exposición, reuniendo aquí algunos datos relativos a la familia humana del Salvador y a la vida que hacía con sus padres en la apacible aldea donde Dios le había ocultado.
Ante todo intentaremos esbozar el retrato moral de los padres de Jesús. ¡Qué pincel de artista, y mejor aún, qué alma de santo no sería menester para una obra tan delicada! Pero los escritores sagrados continuarán siendo los guías en este estudio psicológico, que no tiene otra pretensión que la de reunir en un solo haz las noticias dispersas que hemos hallado hasta aquí y las que hallaremos más adelante en los Evangelios. No obstante la extraña reserva que los escritos inspirados guardan respecto de María y de José, dícennos todavía lo bastante para que podamos sacar legítimas conclusiones.
De sus descripciones patéticas y dramáticas, y aun trágicas en ocasiones, en las que la augusta Virgen María desempeña en variadísimas circunstancias su oficio castamente maternal con respecto a Jesús, destácase una fisonomía moral de ideal belleza, que a ninguna otra se parece, pues ninguna otra criatura ha sido favorecida de Dios en grado semejante ni colmada de tantas gracias. Los títulos de Madre de Cristo, Madre del Señor, Madre del Verbo, Madre del Creador, Madre de Dios, que le da la piedad católica, bastarían por sí solos para explicar sus perfecciones. Pero su más excelso mérito personal consiste en haber correspondido plenamente a tantos privilegios y a tantas bendiciones y en haber llevado noblemente, sin quedar como abrumada, el peso de una dignidad sin semejante.
Muy perplejos nos veríamos si tuviésemos que resolver cuál fue la virtud que más brillo comunicó a esta alma incomparable. ¿Por ventura su fe? Beata quae credidisti[67], exclamó Isabel, contestando a su obsequioso saludo. María creyó inmediatamente, con toda su alma y con todo su corazón, en la posibilidad de un milagro infinitamente superior a las fuerzas de la Naturaleza, mientras que Zacarías, y otros antes que él, habían vacilado en dar su asentimiento a promesas celestiales harto más fáciles de realizar.
¿Fue su virginal pureza, que rehusaba cuanto pudiese marchitarla, aun recibiendo como compensación la honra insigne de la maternidad divina? En innumerables pinturas, muchas de ellas fruto de la inspiración de los más célebres maestros, está representada María de rodillas y en oración, mientras un ángel le tiende respetuosamente un ramo de azucena. Y con todo, esto no pasa de imperfecto símbolo de la blancura y santidad de su alma.
¿No sería su principal virtud aquella humildad sin límites que la llevó a declararse, desde lo más hondo de su corazón, la sierva, la «esclava» del Señor en el instante mismo en que era más glorificada? Ecce ancilla Domini! Siempre modesta, reservada, silenciosa, se esmeró en permanecer durante la vida pública de su divino Hijo en el lugar secundario que le atribuyen los evangelistas, salvo en raras circunstancias que más tarde apuntaremos. Diríase, en efecto, que los sagrados escritores se concertaron para hablar de ella lo menos posible después de la infancia del Salvador, cuando ya no le eran tan precisos los cuidados maternales. ¡Qué diferencia entre esa profunda humildad de María y la conducta, por lo común altiva y presuntuosa, de las madres de los héroes y de los grandes personajes de la historia!
¿Y qué decir de la obediencia, tan confiada, tan sublime, de María a una orden que, por honrosa que fuese, lanzaba en cierta manera su vida a lo desconocido, y que tantos sufrimientos había de ocasionarle? Los primeros Padres se complacían en contraponer esta obediencia de María a la nefasta desobediencia de Eva[68]. ¿Y qué decir del valor de su ánimo esforzado cuando se dio cuenta de las crueles dudas que sentía José respecto a ella y después durante la huida de su Patria y durante su permanencia en Egipto, y, finalmente, al pie de la cruz en que su Hijo expiraba?
Menester sería también celebrar la noble serenidad de espíritu con que recibió el ofrecimiento divino transmitido por el ángel Gabriel. Ligeramente turbada al principio, se recobra al momento; después, al comprender toda la extensión del oficio que se le confía, ni se deja sobrecoger por el espanto ni dominar por transportes de júbilo. Es verdad que un sentimiento de alegría campea en todo su Magnificat; pero es una alegría moderada, circunspecta. Siempre que comparece en los Evangelios se muestra dueña de sí misma. Siguiendo a San Lucas, hemos ponderado ya en dos ocasiones la profundidad de su alma, en la que todos los acaecimientos de la vida de Jesús dejaban huellas indelebles. Nuestros escritores eclesiásticos más antiguos ensalzan igualmente su sencillez[69], su dulzura inalterable[70], su conocimiento e inteligencia de las Escrituras[71], de lo cual es su cántico la mejor prueba. Y a esto podemos añadir todavía su espíritu de oración y de meditación. Pero lo que ni siquiera intentaremos es describir su amor maternal hacia el más perfecto y el más amable de los hijos, porque es soberanamente inefable y sobrepuja a todo humano pensamiento.
Por lo demás, ¿qué necesidad hay de nuevos pormenores? ¿No será bastante para retratar la condición de María decir que tal como se nos muestra en las Escrituras es la más fiel, y la más tierna, y la más humilde, y la más perfecta, y la más amante de las mujeres? Quien había llevado en su seno virginal al Verbo encarnado, quien le había alimentado con el néctar de sus pechos, quien había sido parte en su educación, quien cerca de Él había pasado treinta años gozando de su presencia y de su conversación, y de su afecto filial, ¿podía dejar de ser la hija ideal de Sión y la más noble de las criaturas?
Después de esto, ¿qué importa que conozcamos tan imperfectamente la historia de su vida antes del misterio de su Anunciación y después de la Ascensión del Salvador? Su vida, en cuanto interesa a los anales de la redención, fue más interior que exterior. Contentémonos con saber que era hija de San Joaquín y de Santa Ana, piadosos israelitas; ambos de la estipe de David; que fue desde su primera edad presentada delante del Señor y educada en las dependencias del Templo de Jerusalén; que, después de la Ascensión, vivió al lado del discípulo amado que Jesús le diera por hijo adoptivo; que, según opinión de algunos, murió en Éfeso, o más probablemente, según antigua tradición, en Jerusalén, donde aún se enseña su sepulcro en el valle de Cedrón, un poco al Norte de Getsemaní. Cuando se nos muestra por última vez en los escritos inspirados, la vemos en el Cenáculo con los apóstoles, los discípulos y las santas mujeres que se disponen para recibir la efusión del Espíritu Santo[72].
Por sus cualidades y virtudes, también San José era digno de la doble misión que la Providencia le confiara cerca de los dos seres más perfectos que haya habido en nuestra pobre tierra. Pero su retrato es aún más difícil de trazar que el de María, porque los evangelistas son harto sobrios en noticias respecto de él. Así y todo, la discreta ojeada que nos permiten echar sobre él los dos primeros capítulos del Evangelio de San Mateo nos descubren un alma de incomparable belleza. No contento el evangelista con retratarle de una manera general con el epíteto de «justo»[73], que nos hace ver en él un fiel y puntual observador de la ley judaica, pone de relieve, en cuatro ocasiones sucesivas[74], la prontitud y perfección de su obediencia a otras tantas órdenes divinas en medio de dificultades que la hacían señaladamente meritoria. La conducta que para con su prometida se proponía observar antes de que el ángel le hubiese dado a entender que Dios la tenía elegida para madre de Cristo descubre en él un vivísimo sentimiento del honor personal juntamente con un corazón rebosante de delicada ternura y también de valor para soportar aquella dolorosa prueba. Pero lo que en él hay de más hermoso y conmovedor es, indudablemente, el amor acendrado que sentía hacia su virginal esposa y hacia el divino Niño, de quien era padre adoptivo; nunca cesó de mostrárselo en todas las coyunturas. A pesar de la humilde situación a que le habían reducido las vicisitudes de Israel, era en realidad el heredero legal del trono de David y, por consiguiente, el primer personaje de su pueblo, título que merecía más aún por su nobleza de alma y por su santidad que por su linaje. Poseía, en efecto, sentimientos y elevación moral de rara perfección.
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