Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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En resumen, las palabras de San Lucas, con las salvedades indicadas, deben entenderse de un crecimiento real: Jesús crecía verdaderamente en su triple aspecto físico, intelectual y moral. Si debemos creer en la encarnación del Verbo, y, por consiguiente, en su humanidad, no debemos retroceder tampoco ante la idea de su formación progresiva. No retrocedió San Lucas ni han retrocedido los teólogos católicos; lo que éstos han hecho ha sido precisar e interpretar de modo científico el lenguaje del evangelista, señalando las restricciones que la naturaleza divina del Salvador exige. Como se ve, nos inclinamos a admitir un progreso real, aunque en los límites arriba indicados, y hacemos nuestra esta observación del Padre Didón: «La unión personal de la naturaleza humana y de la divina... daba (a Jesús) la intuición de la verdad infinita, la posesión del amor infinito, el goce ininterrumpido de la belleza infinita[46]; pero no impedía el desarrollo del conocimiento experimental en su razón, el ejercicio progresivo de las virtudes, el esfuerzo de la voluntad, las fatigas del cuerpo, el trabajo y el dolor.»

Una vez más repetimos que el explicar este desarrollo es problema asaz arduo, complejísimo, y no andaba descaminado el Dr. Keil, protestante de los llamados ortodoxos, al afirmar que «hasta ahora ningún pensamiento humano ha podido resolverlo de manera completamente satisfactoria». Y, sin embargo, nos parece que a la luz del Evangelio, interpretado por los Padres, los exegetas y teólogos católicos podemos rastrear, por lo menos en parte, en qué consistió este progreso.

Entremos ahora en algunos pormenores. En la educación y formación de los hombres ordinarios y aun de los mayores genios ejercen considerable influjo circunstancias exteriores de distinto género. Todos, no es posible negarlo, somos en cierta medida fruto del medio en que han transcurrido nuestra adolescencia y nuestra juventud. ¿Sería lícito decir que en el crecimiento intelectual y moral del Salvador influyeron circunstancias análogas a las que han intervenido en el nuestro? ¿Hasta qué punto influyeron? Intentaremos contestar a estas delicadísimas preguntas, siempre con el respeto debido a la índole excepcional del Hombre-Dios y reconociendo paladinamente que alma tan perfecta no tuvo realmente maestro en la acepción común de esta palabra.

La primera influencia que se ofrece al pensamiento es la de la Patria; después, en círculo más estrecho, la de la ciudad o aldea donde uno ha sido educado. Para Jesús, la primera influencia debió de ser la de Palestina, en general; más especialmente, la de la Galilea, provincia de un nacionalismo intenso, de sencillas costumbres, de sólida piedad; y todavía más especialmente la de la pequeña ciudad de Nazaret, cuya conveniencia para ofrecer sombra a su vida oculta hemos admirado. Cuando estudiemos el carácter del Divino Maestro, podemos comprobar cuánto amaba a su pueblo y a su Patria. ¿Pero es creíble que Palestina, Galilea y Nazaret hayan desempeñado papel importante en su formación? Si, como decíamos poco ha, la risueña naturaleza de los contornos de Nazaret pudo contribuir en algo a la formación de su inteligencia y proporcionarle materia de muchas comparaciones que más tarde utilizara en sus discursos, es cierto que sus compatriotas, que en masa permanecieron incrédulos respecto de Él y que un día le trataron con más que rudeza[47], no eran muy a propósito para ser sus educadores.

Después de esta primera influencia, de orden general, viene la del hogar propiamente dicho. El hogar en que pasó Jesús la mayor parte de su existencia era humildísimo. Allí se ejercitó en la humildad, en el comedimiento, en la pobreza, virtudes que resplandecieron en Él durante toda su vida pública. En lo exterior nada le distinguía de los de su edad y posición social. Vivía al modo de los demás niños..., y en gran parte, como viven hoy día. Quien haya visto a los niños de Nazaret con sus rojos caftanes y sus llamativas túnicas de seda o de algodón, acomodadas al talle por un cinturón de varios colores y a veces cubiertos de un sayo flotante; quien haya presenciado sus bulliciosas y alegres diversiones y escuchado su risa sonora cuando se pasean por las colinas de su vallecito..., puede representarse hasta cierto punto el exterior y los juegos del Niño Jesús.

Mas el hogar lo constituyen sobre todo los padres. ¡Y cuántas cosas bellas y edificantes no se han dicho ya y cuántas no se podrían decir, sin cansarse nunca, sobre los padres de Jesús, considerados como agentes de su formación! Los mismos escritores protestantes, por poca fe que tengan, no pueden contener su emoción cuando dirigen su vista hacia aquella augusta trinidad de la tierra. «Con José para dirigirla y alimentarla —dice uno de ellos—, con María para santificarla y comunicarle dulzura, con el Niño Jesús para iluminarla con la misma luz del cielo, bien podemos creer que sería aquélla una casa de ferviente caridad, de pureza angélica, de casi perfecta paz.» En todos los tiempos concedieron los judíos importancia capital a la educación de sus hijos, procurando que fuese al mismo tiempo fuerte y suave, religiosa y práctica. Ahora bien, ¿dónde hallar educadores más aptos que José y María, si Jesús hubiera necesitado educación propiamente dicha? ¡María, de corazón tan profundo y tierno; José, de alma tan recta, tan noble y animosa; ambos consagrados enteramente al deber, enteramente a Jesús, enteramente a Dios; ambos de regia alcurnia por su nacimiento, pero más todavía por la nobleza de su ánimo! Verdaderamente apenas es posible imaginar maestros más dignos de Cristo, más iluminados por la gracia, más compenetrados con los designios de Dios. Más adelante recordará San Pablo a Timoteo[48] que, gracias al celo piadoso de su madre y de su abuela, judías de origen, había aprendido a conocer desde su infancia las Sagradas Escrituras. ¡Cuán grato es representarse a María ayudando a Jesús a balbucir sus primeras oraciones, enseñándole a leer algunos salmos y el Decálogo, contándole los principales episodios de los anales de Israel, hablándole de su Padre celestial y de su futuro oficio! Pero, al obrar de este modo, la madre de Cristo «sabía quién era Él, y encargada del deber de instruir- le, nunca se olvidó de adorarle». Más de un hombre célebre ha debido gran parte de su gloria a la educación maternal; pero Jesús era infinita- mente más que un hombre, y María misma no era bastante para instruir- le en el sentido estricto de esta palabra. Cuando menos, a su lado y al de San José comenzó a formarse en la obediencia —erat subditus illis[49]—, esperando que la dura escuela del sufrimiento de que habla la epístola a los Hebreos[50] acabase de perfeccionar en Él esta virtud.

El oficio educador de los padres de Jesús se ejercitó también desde el principio en forma harto interesante: la de una madre amorosa, la de un padre adoptivo, tierno y abnegado, que inician a su pequeñuelo en el habla de su pueblo y le enseñan a balbucir el nombre de Dios y los suyos propios, hasta que Él haya desarrollado por sí mismo, dentro y fuera de la casa de sus padres, su conocimiento del lenguaje nacional. El idioma de Palestina, según ya dijimos, no era ya entonces el hebreo de los libros santos, que desde hacía mucho tiempo se había convertido en lengua muerta, o mejor digamos, en lengua litúrgica, como el latín entre nosotros, sino el arameo, en la forma especial que este dialecto semítico había tomado en aquella región. Sin embargo, Jesús aprendió también desde muy joven el hebreo propiamente dicho, especialmente leyendo la Biblia en esta lengua sagrada. De ello tenemos prueba manifiesta en algunas de sus citas escriturarias, que están hechas directamente según el original hebreo[51].

Está comprobado que en Galilea era bastante común el uso del griego, especialmente en las ciudades de Séphoris y de Tiberíades, próximas a Nazaret. Después de las conquistas de Alejandro el Grande, esta lengua había invadido poco a poco el país, y sus progresos habían sido más rápidos aún bajo la influencia de los Herodes, enamorados de la civilización helénica. También lo aprendió Jesús probablemente desde su adolescencia. Dos de sus «hermanos» o primos, Santiago el Menor y San Judas, nos han dejado sendas cartas escritas en este idioma, y todo induce a creer que lo conocían desde antes de ser apóstoles. En griego debió de conversar Jesús con el centurión romano[52], con los «Helenos», de quienes habla el cuarto Evangelio[53], con Pilato y con otros más.

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