Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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Si Herodes se mostró orgulloso de seguir las huellas de Salomón, reedificando el Templo de Jerusalén, también siguió su ejemplo en la poligamia. Tuvo hasta diez mujeres, de las que nueve vivieron simultáneamente con él. De ellas tuvo ocho hijos y seis hijas. Entre su hermana Salomé, que le era sumamente afecta, y los dos hijos que tuvo de Mariamme, estallaron terribles disensiones, que sólo terminaron con la muerte de los dos jóvenes, a quienes su padre mandó estrangular en Sebaste (7 a. J. C.).

Durante el reinado de Herodes hubo, en general, paz con el exterior. Algunas luchas con los árabes, hábil y vigorosamente dirigidas por el monarca, redundaron en su gloria y provecho. Hacia el año 23 el emperador Augusto entregó al territorio de Herodes las provincias de la Traconítide, la Auranítide y la Batanea, situadas al Norte de Palestina. Hacía tiempo que, con medidas enérgicas, había conseguido limpiar el primero de estos distritos de los salteadores que allí se habían establecido.

Adivínase por esta breve reseña que la conducta de Herodes fue casi siempre contraria a las preferencias políticas y a los sentimientos religiosos de la mayoría de sus súbditos. Esta oposición fue en muchas ocasiones voluntaria y deliberada. Cierto es que, apoyado en Roma, logró redondear sus estados, vencer más fácilmente a sus enemigos y poner a Palestina en estado floreciente; pero al mismo tiempo provocó el descontento casi general de los judíos, que, en su orgullo teocrático, detestaban con razón a la gran capital pagana, no queriendo tolerar su injerencia, ni aun indirecta, en asuntos judíos. En efecto, estaba muy a la vista de todos que Herodes, a pesar de sus aires de independencia, no era sino vasallo de los romanos. No se recataban tampoco de reprochar al rey con chistes mortificantes su origen idumeo. Menos aún le perdonaban su intromisión en el trono y su feroz crueldad con los herederos legítimos. También había causado indignación general el que tratase durísimamente, al principio de su reinado, a la aristocracia sacerdotal y que privase al sanedrín de toda su influencia. Los Esenios y gran número de fariseos rehusaron por este motivo prestarle juramento de obediencia.

Desde el punto de vista religioso, todo induce a creer que era completamente escéptico y sin fe ninguna. Su celo por el Templo fue principalmente deseo de ostentación. Y aun en esto mismo, si bien causó alegría a los verdaderos creyentes, que eran la mayoría de los miembros de la nación, halló manera de herirles vivamente en su amor propio, colocando en honor de los romanos un águila de oro sobre la puerta principal del santuario. Dio además rienda suelta a sus inclinaciones paganas y a su admiración por la civilización griega, construyendo en varias ciudades de Palestina y hasta en la misma Jerusalén, teatros e hipódromos, que irritaban vivamente a los judíos. Llegó hasta a construir templos dedicados a Augusto y a Roma.

Se comprende que tal conducta, de la que blasonaba sin rebozo, enajenase a Herodes, desde el principio de su reinado, el afecto de la mayoría de sus súbditos y que les hiciese echar en olvido algunos actos de personal generosidad: entre otros, el sacrificio que hiciera del oro y plata de su palacio, para comprar trigo para el pueblo en tiempo de hambre, y también el haber conseguido de Roma varias ventajas para el pueblo judío.

Dotado Herodes de constitución física muy robusta, poseía igualmente gran energía de carácter. Por desgracia, empleó este vigor principalmente en su propio interés, así en alcanzar el poder como en permanecer en él. Si fue hábil, puso también al servicio de su habilidad una astucia mezclada de crueldad sin ninguna compasión, que se sació en torrentes de sangre desde los primeros hasta los postreros días de su reinado. Según hemos visto, ninguna consideración de familia le contenía cuando su ambición, excesivamente recelosa, le hacía ver, con razón o sin ella, a algún rival peligroso para la solidez de su trono. El Evangelio nos presentará otro ejemplo no menos horrible de esta crueldad proverbial. Hacia el fin de su vida, habiendo los discípulos de dos rabinos muy populares en Jerusalén arrancado el águila de oro de que antes hemos hablado, mandó quemar a cuarenta y dos de ellos, juntamente con sus maestros. En su lecho de agonía, sintiéndose odiado de todos y pensando en el regocijo que causaría la noticia de su muerte, mandó reunir en el hipódromo de Jericó a los hombres más notables del país y ordenó degollarlos apenas hubiera exhalado su último suspiro; de esta suerte su muerte haría derramar lágrimas amargas. Afortunadamente, orden tan bárbara no fue cumplida; pero sí la de ejecutar a su primogénito Antípater tres días antes de su muerte.

Tal es el triste personaje llamado Herodes el Grande. Su historia arroja siniestra luz sobre la situación del pueblo judío en los tiempos inmediatamente anteriores al nacimiento del Mesías, el manso, el pacífico y verdadero rey de Israel.

Herodes había otorgado tres testamentos. Por el último, que anulaba los dos anteriores, repartía sus Estados entre tres de sus hijos: al mayor, Arquelao, legaba la Judea y Samaria, con el título de rey; a Antipas, la Galilea y Perea; a Filipo, los distritos del Nordeste, es decir, la Batanea, Auranítide, Traconítide y el territorio de Paneas. Sin embargo, este testamento, para ser válido, necesitaba la confirmación de Augusto. Así los tres herederos se pusieron sucesivamente en camino para Roma, a fin de hacer valer sus derechos y obtener pronto el consentimiento del emperador. Lo obtuvieron, en efecto; pero, en vez de la dignidad real, Arquelao sólo obtuvo el título de etnarca; sus dos hermanos fueron nombrados tetrarcas[4]. No obstante, según nos enseñan los relatos evangélicos, el lenguaje popular, que no siempre se preocupa de matices y que más que disminuir gusta de ampliar los títulos honoríficos, aplicó el título de rey a Arquelao y a Antipas, y probablemente también a Filipo.

Inmediatamente después de la muerte de su padre, y antes de partir para Roma, Arquelao tuvo que reprimir una sedición que estalló en Jerusalén. Sus soldados, cumpliendo órdenes suyas, mataron sin compasión a tres mil judíos, algunos de los cuales eran peregrinos llegados para celebrar la Pascua. Esta barbarie produjo tristísima impresión, por lo que los habitantes de la Ciudad Santa enviaron a Roma, en cuanto el príncipe hubo partido, una delegación de personas notables para conjurar al emperador que no les impusiera tal rey.

Durante la ausencia de los tres herederos de Herodes se produjeron también desórdenes mucho más graves, no sólo en Jerusalén, sino en toda Palestina. Dioles ocasión la llegada de un procurador romano llamado Sabino, enviado por el procónsul de Siria para tomar bajo su salvaguardia las propiedades y tesoros particulares del rey difunto, hasta que la cuestión de la herencia quedase definitivamente arreglada. El mismo procónsul, el famoso Varo, que años más tarde fue vencido por Arminio en los desfiladeros de Teutberg (9 después de J. C.), hubo de ir a Jerusalén, a fin de examinar las cosas por sí mismo. Cuando partió dejó a disposición de Sabino una legión entera. Esta injerencia de los romanos irritó a los judíos hasta más no poder. Llegó entretanto la fiesta de Pentecostés y entre los israelitas patriotas y los legionarios se trabaron violentos combates en el vestíbulo mismo del Templo, cuya techumbre, de madera de cedro, fue incendiada. Habiéndose atrevido entonces Sabino a tomar cuatrocientos talentos del tesoro del santuario, la muchedumbre le sitió en el palacio de Herodes, donde se había encerrado con sus tropas. Fue la señal de sublevación en todo el país. Hombres fogosos, que odiaban igualmente a Herodes y a Roma, predicaron la insurrección y se pusieron al frente de bandas numerosas en Jericó, en Perea, en la Judea meridional y, sobre todo, en Galilea. La represión fue espantosa. Acudió de nuevo Varo, al frente esta vez de todo su ejército, y triunfó sin gran trabajo, primero en Galilea, después en Judea y en Jerusalén, a aquellos hombres mal organizados e imperfectamente armados. Muchos judíos fueron vendidos como esclavos o crucificados. Varo no volvió a Siria sino después de haber restablecido la calma por completo.

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