Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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¿Cómo era posible, pues, en la época de Jesús este pueblo privilegiado? ¿En qué condiciones políticas, sociales y religiosas se hallaba? Bajo este triple aspecto nos ofrecen los cuatro evangelistas pormenores abundantes, confirmados por los documentos profanos. Bueno será explanarlos aquí, para no entorpecer después el orden de la narración.

I. ESTADO POLÍTICO DE PALESTINA EN TIEMPO DE NUESTRO SEÑOR

En el punto en que comienza la historia evangélica, la nación israelita había perdido mucho de su antigua grandeza. Sin embargo, durante cierto período, formó todavía un estado, bastante floreciente en apariencia, bajo el cetro de Herodes el Grande y de sus hijos.

Pero volvamos un poco atrás, a fin de comprender mejor el encadenamiento de circunstancias por las que este triste personaje, hijo de padre idumeo y de madre árabe, había llegado a sentarse en el trono de David, de Salomón y de Ezequías. La valerosa resistencia de los macabeos a la odiosa y cruel persecución de Antíoco Epífanes dio por resultado para la nación judía una noble independencia (161 antes de Jesucristo) que les permitió concluir tratados de alianza con Roma y Esparta, y para aquellos héroes su instalación a la cabeza de su pueblo, primero como príncipes regentes y sumos sacerdotes, después como reyes-pontífices. Era la primera vez que, desde los días de la cautividad de Babilonia, gozaban los judíos de verdadera libertad.

Aquel feliz período, inaugurado por Judas Macabeo, se prolongó con vicisitudes varias y con turbulencias inherentes a todas las administraciones humanas hasta la muerte de la reina Alejandra Salomé. Fueron causa de dichas turbulencias, por un lado, las guerras casi continuas, aunque a menudo afortunadas; por otro lado, las luchas intestinas a que se entregaron las dos principales sectas de saduceos y fariseos. Estos dos partidos se disputaban, con detrimento de la paz pública, la influencia cerca de los príncipes reinantes, urdiendo sin cesar intrigas para recuperar el poder cuando los contrarios habían logrado separarlos de él.

La reina Alejandra dejó dos hijos, Hircano II y Aristóbulo II. La corona recaía legalmente en el mayor, Hircano, príncipe de carácter pacífico, pero débil, al cual se adhirieron los fariseos. Su hermano Aristóbulo, fogoso y enérgico, llegó a apoderarse de la dignidad real, sostenido por los saduceos. Entonces comparece en escena el idumeo Antípater, hijo de un hombre rico e influyente, llamado también Antípater o Antipas, que, bajo el reinado de Alejandro Janeo, había ejercido las funciones de gobernador de Idumea. Él fue en realidad quien, movido de ambición desmedida, a la que favorecía un ingenio muy hábil y flexible, fundó la dinastía de los Herodes. Gobernador de Idumea después de su padre, comprendió, a la muerte de Alejandra, que todas sus probabilidades de feliz éxito estaban en tomar el partido de Hircano II, en defender enérgicamente a este príncipe, en captarse sus simpatías y conseguir así administrar el país en su nombre. Atrajo a la causa de Hircano al rey de los árabes Nabateos de Petra, y se disponía a marchar a Jerusalén con un gran ejército para derrotar a Aristóbulo, cuando supo que Pompeyo acababa de llegar a Siria después de vencer a Mitridates (66 antes de Jesucristo). Cada uno de los dos partidos rivales imploró el apoyo del general romano, que se aproximó a Jerusalén con sus tropas. Los partidarios de Hircano le abrieron las puertas de la ciudad; pero Aristóbulo, decidido a luchar hasta el fin, se refugió con sus partidarios en la fortaleza del Templo y sostuvo un asedio de varios meses. Victorioso finalmente Pompeyo (65 antes de J. C.), tuvo el capricho de penetrar en el Santo de los Santos, donde, según se dice, recibió muy honda impresión al no hallar en él ningún ídolo y comprobar que el Dios que adoraban los judíos era incorporal e invisible. No puso mano en el tesoro del Templo y volvióse a Roma, llevando en su séquito a Aristóbulo y a otros muchos cautivos, que destinaba a servir de ornamento a su carro triunfal[2]. Al marchar reinstaló a Hircano II en sus funciones de pontífice, mas en calidad de vasallo de la república romana.

No intentamos describir minuciosamente la triste situación del Estado judío desde esta primera intervención de Roma hasta la de César, el año 47 antes de J. C. El país fue abrumado de impuestos y destrozado otra vez por la guerra civil, porque la familia de Aristóbulo II se sublevó contra Hircano, a quien hubo de defender Gabinio, procónsul de Siria. Entretanto, Antípater, viendo que todas sus esperanzas estaban en los romanos, procuró, sin abandonar completamente a Hircano, granjearse su favor. Su buen olfato le ayudaba a distinguir, entre los ilustres personajes que se disputaban entonces el poderío en Roma, quiénes tenían mayores probabilidades de buen suceso. Se inclinaba hacia ellos, les prestaba socorros oportunos, halagábalos, y de todos estos manejos sacaba provecho, tanto para sí como para sus hijos. Esto le valió que César, al mismo tiempo que daba a Hircano II el título de etnarca, le nombrase a él gobernador de la Judea.

Éste murió envenenado (43 a. de J. C.), pero de los dos hijos que dejara, uno fue nombrado por los romanos gobernador de Jerusalén, y el segundo, Herodes, administrador de Galilea. Ambos, pues, iban camino de la fortuna. Algún tiempo más tarde Herodes fue puesto al frente de las tropas romanas de Celesiria y después, lo mismo que su hermano, elevado a la dignidad de tetrarca. Pero estuvo a punto de perderlo todo en el instante mismo en que se abría ancho campo a su ambición. Porque, habiendo logrado apoderarse momentáneamente del poder los últimos vástagos de la familia de los Macabeos, el riesgo de Herodes fue inminente. Consiguió, sin embargo, escapar y marchó a Roma para defender su causa ante Antonio y Octavio. Coronó sus gestiones un éxito feliz, pues un Senado-consulto le nombró rey de los judíos (40 a. de J. C.). Sólo que tenía que empezar por conquistar su reino, donde sus enemigos estaban bien organizados. En efecto, a pesar de las muchas señales de decadencia que se veían en los últimos príncipes Asmoneos, y a despecho de las disensiones sangrientas que no cesaban de fomentar en el país, el pueblo les quería y estaba orgulloso de ellos, a causa de su noble sangre, en tanto que Herodes, idumeo de nacimiento, era mirado como intruso en el trono de Israel, o a lo sumo como medio judío —es la expresión de que se sirve Josefo[3]—. Por tanto, aunque auxiliado por los romanos, tardó tres años en adueñarse de Palestina, comenzando por Jaffa y Galilea. Por fin, el año 37, tras un corto asedio, entró en Jerusalén, donde satisfizo fríamente sus ansias de venganza, haciendo degollar considerable número de personajes adictos a la familia de los Macabeos.

No nos detendremos en referir los acontecimientos de su largo reinado de treinta y siete años (40-4 a. J. C.). Bastará indicar sus líneas generales y trazar brevemente el retrato moral de este hombre, bajo cuyo gobierno vino el Salvador al mundo, y cuya estirpe gobernó la Palestina, en todo o en parte, durante más de un siglo.

Los historiadores dividen ordinariamente su reinado en tres períodos. Consagró el primero a consolidar su trono (37-25 a. J. C.), ya esforzándose en ganar cada vez más la amistad de los romanos, y en particular la de Octavio, hecho emperador bajo el nombre de Augusto (30 a. J. C.), ya haciendo desaparecer sucesivamente, sin sombra de escrúpulos, varios de los miembros que aún vivían de la familia de los Asmoneos, cuyo poder y manejos con razón temía. Entre éstos hay que contar en primer lugar a su mujer Mariamme, nieta de Hircano, a quien amaba con pasión, y con la que se casó esperando que tal unión le atrajese los amigos de esta poderosa dinastía; luego a su cuñado Antígono; después a su suegra Alejandra y al viejo Hircano II. La segunda parte de su reinado (25-13 a. J. C.) fue un período de gran prosperidad. Entregándose de lleno a sus instintos de magnificencia, construyó o agrandó y embelleció varias ciudades importantes en distintos puntos de Palestina, entre otras, Cesarea marítima, donde hizo un puerto notable; en Samaria, la antigua capital de las tribus cismáticas, a la que llamó Sebaste, en honor de Augusto; Jericó, en el valle del Jordán. En Jerusalén y en otras partes construyó palacios, fortalezas y diversos edificios. Sus últimos años fueron una serie de disensiones domésticas, de bajas y sangrientas intrigas, como siempre ha ocurrido en las cortes orientales.

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