Un rato después entró a un mercado de Charlottenburg, compró dos cajas de Münchner, pan negro, salchichas y un frasco de mostaza y se dirigió a las frondas de Grunewald. Pasó el resto de la mañana recorriendo los senderos del bosque, oyendo el gorjeo de los gorriones y los canarios y luego se dirigió a un recodo inundado de tulipanes, sacó las botellas de cerveza y se quedó haciendo tiros de práctica hasta que volvió a comprobar que había nacido con la facultad misteriosa de disparar con puntería.
Esa mañana, a diferencia de los otros días, logró establecer un lazo íntimo con la pistola y no sólo se enorgulleció de la rapidez y la precisión con que había destrozado las botellas de Münchner a cinco, diez y quince metros de distancia, sino que se estremeció de placer con el estruendo de los disparos y el aroma punzante de la pólvora.
Comió bajo las ramas de un sauce, tres salchichas con mostaza, una barra de pan y media botella de cerveza y luego se dirigió al BMW y se puso a hablar con su padre hasta que llegó a las verjas del cementerio de Dorotheenstadt y siguió hablando con él frente a la tumba de mármol y floreros vacíos a donde había ido tantas veces para decirle que no tenían dinero para seguir pagando la hipoteca y los gastos de la familia y que no le quedaba más opción que cerrar los libros y abandonar la Facultad de Derecho.
Meyer se quedó observando la tumba de su padre y le confesó que siempre le había parecido reprobable que perteneciera a la Kripo. Todas las noches me quedaba atónito de la naturalidad con que hablabas de las cosas más triviales y nunca nos dijiste media palabra sobre los métodos que utilizaba la Policía Criminal de Alemania para lidiar con los delincuentes. ¿Y Ritter? ¿Cómo es posible que hayas pasado tantos años en calidad de amigo y confidente de un hombre del que no hiciste ninguna mención y terminó por convertirse en el factor absoluto de tu vida?
Meyer se acercó a la tumba. Ludwig Meyer, 1884-1936. Nunca te Olvidaremos, decía la lápida. Cierto: nunca te olvidaremos, pero hoy en día no sé qué recuerdo con más claridad, si el muro de hielo que alzaste alrededor de tu vida o la furia que te producía mi aversión por los juegos violentos y el hecho de que no tuviera novias ni amigos ni el menor interés por las cosas que hacías en la Kripo.
¿Es verdad que te llenaste de orgullo la mañana en que ingresé a la universidad? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Y por qué tuve que esperar a que te murieras para enterarme de todo a través de la gente que menos hubiera imaginado? Ritter, Kruger, el jefe de los talleres de la Kripo y la señora Holzmann, que te veía como un gigante y acabó por enamorarse de ti como no se enamoró mi madre, a la que jamás le regalaste un ramo de flores el día de su cumpleaños.
¿Quién eras, viejo, cuando salías en la mañana con la Luger bajo el brazo y la credencial escondida en un bolsillo del saco? ¿El enemigo secreto de Hitler o el aliado inconfesable de una turba de forajidos que manejan al país desde las cloacas y han convertido al sistema jurídico de Alemania en una burla descomunal? ¿Es verdad, como acaba de decirme la señora Holzmann, que tenías pensado abandonar la Kripo y abrir una agencia de detectives? ¿Por qué no lo hiciste? ¿Te faltó valor o estabas convencido de que ibas a ganar tanto con el Pacto del Bristol que hubiera sido una estupidez buscar el dinero en otro sitio?
Ritter me dijo ayer que te habías llenado de indignación y que rechazaste el Cartier que te ofreció Galeotti en testimonio de buena voluntad. Odiabas a Hitler, a Galeotti y sus congéneres, odiabas a la aristocracia alemana y a los Krupp, los Messerschmitt y los Siemens, que estaban haciendo toneladas de marcos bajo las alas del gobierno. Odiabas, sobre todo, que un hombre como tú, héroe de la guerra y peón abnegado de la Kripo, se viera obligado a sacrificarse en las alcantarillas de Berlín para defender los intereses de las minorías privilegiadas.
Te asfixiabas en la casa, no sólo porque era pequeña y modesta, sino por el dinero que tenías que pagar todos los meses para mantener a flote la hipoteca. Te asfixiaba la idea de pasar el resto de tu vida sumido en un barrio de clase media mientras los jerarcas del gobierno se estaban robando el dinero con una voracidad desenfrenada. ¿Hubieran cambiado las cosas si en lugar de vivir en Friedenau hubiéramos vivido en Steglitz?
El día que te enseñé mis primeras boletas de calificaciones te encogiste de hombros y no volví a saber nada hasta que Ritter me dijo que estabas muy orgulloso de que me hubiera convertido en el alumno más brillante de la Facultad de Derecho. Walther y Alex, en cambio, te deslumbraban todos los días con sus hazañas deportivas y la fiereza con que solían pelearse en el liceo para poner en alto el apellido de la familia. Todavía hoy no saben distinguir entre un libro y un balón de futbol, pero estoy seguro de que lo último que viste en la vida fueron sus rostros dibujados sobre las llamas de la Römerstrasse.
El tesoro, viejo, el tesoro. No puedo concebir que un hombre como tú le hubiera dado la espalda a las posibilidades fabulosas del Pacto del Bristol. Es posible que hayas pasado por una crisis de conciencia. ¿Pero cómo ibas a desairar a Galeotti y a los jefes de las otras mafias si eran la única alternativa que podía liberarte de las cosas que más detestabas en la vida?
¿Sabías que Ritter te llevó a la Röntgen Klinik para evitar que te murieras? ¿Qué te dijo mientras iba de esquina en esquina sintiendo que se ahogaba en un mar de culpas? ¿Y qué te dijo después, en el sótano de la clínica, donde se vio forzado a aceptar que te habías muerto sin remedio? ¿Te habló de Verdún, de los homicidas que habían capturado y las mujeres que se cogieron en los burdeles de la señora Kristi? ¿Te habló de nosotros y de las cosas que iba a hacer para ayudarnos? Lo dudo, porque no se dignó a ir a la casa para informarnos de la tragedia y al día siguiente se presentó en el cementerio para darnos un abrazo protocolario y nada más.
Estaba atardeciendo y los árboles se habían llenado de ráfagas heladas y por unos segundos sintió que había llegado al único lugar del mundo donde podía firmar una tregua con el pasado. Meyer puso una mano sobre la lápida y se acordó de la atmósfera siniestra de la bodega donde había ocurrido todo. ¿Qué te movió? ¿No viste que era un caso perdido? ¿No hubiera sido más sensato esperar a que se largaran los turcos y empezar por el principio al día siguiente? ¿Cómo es posible que un hombre de tu experiencia haya caído de una manera tan ingenua en una trampa mortal?
Meyer cerró los ojos con la sensación repentina de que jamás había estado tan cerca de su padre, al grado que sintió a flor de piel el hálito de su autoridad inflexible y la nube de hielo que lo había rodeado a lo largo de su vida. Me comprometo, viejo, a olvidar la frialdad y la indiferencia con que me viste desde que era niño si te acuerdas de que sigo siendo tu hijo y me ayudas a descubrir lo que sucedió en realidad la noche en que te mataron en la Römerstrasse.
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