El lugar estaba repleto, pero Vittorio Galeotti, que tenía más de ochenta restoranes en la ciudad, había ordenado que dispusieran la cena en un comedor privado, donde los recibió vestido como un príncipe y con dos botellas de champaña rodeadas de bocadillos italianos.
Galeotti, que irradiaba carisma y aplomo, les sirvió una copa de jerez y esbozó una sonrisa.
“Ludwig, Hugo, ustedes dos saben lo que hago y seguiré haciendo para ganarme la vida. Estoy vendiendo y alquilando lo que me piden los alemanes de las edades y estratos sociales más variados. ¿Quieren un poco de droga, quieren librarse de un embarazo, quieren acostarse con una muchacha de quince años? Yo proveo, ellos pagan y todos contentos.”
Galeotti señaló las calles bulliciosas de Berlín.
“El problema es que hay otros empresarios que están haciendo negocios muy jugosos con los secuestros, el contrabando y la usura y no les basta con los beneficios que están obteniendo. Quieren el pastel completo, y no se les ha ocurrido otro método para conseguirlo que invadir las zonas ocupadas por nosotros y nosotros, para responder con la misma moneda, nos hemos visto forzados a incursionar en las zonas ocupadas por ellos, de modo que se ha perdido el respeto y el decoro y nos encontramos al borde de una guerra que se va a desatar antes de que empiece la verdadera guerra entre Alemania y el resto del mundo.”
Galeotti encendió un Montecristo.
“Los invité, señores, porque han sido dos adversarios leales y tengo la convicción de que serían incapaces de llevarme ante un juez para acusarme de lo que les he confesado a lo largo de esta cena que podría calificar de histórica.”
No había más solución, les dijo, que firmar un pacto de respeto y juego limpio para dejar que todos hicieran lo que tenían que hacer sin causar daños innecesarios y los alemanes pudieran dedicarse a vivir sus vidas sin temor de verse envueltos en una tormenta de balas.
Los argumentos de Galeotti se deslizaron como un viento glacial a través de la mesa.
“El remedio está en las manos de los órganos policiales del Estado. Me refiero a la Kripo, a las SS y a la Gestapo, que no sólo tienen la fuerza y los elementos logísticos para neutralizar a los enemigos del nacionalsocialismo sino para evitar que las operaciones…. ¿Cómo les llamaré sin ofender a nadie? Exacto, Hugo, para evitar que las operaciones marginales se salgan de cauce y pongan en peligro la coexistencia pacífica de los alemanes.”
Galeotti abrió las cortinas y señaló el paisaje soberbio de Berlín.
“Es una de las ciudades más hermosas del mundo. Ha sido la cuna de hombres ilustres, músicos, pintores, escritores, políticos y no me asombraría que en unos cuantos años se convierta en un montón de escombros. Pero mientras llega o no llega la hecatombe nosotros podríamos hacerle un servicio inestimable sin más trámite que ponernos de acuerdo. ¿Cómo? Discutiendo con serenidad y buena fe hasta que llegue el momento de firmar un pacto sagrado para que las operaciones marginales se desarrollen en un clima de paz.”
Galeotti se encogió de hombros.
“El asunto no lo vamos a resolver esta noche. Pero les sugiero que hablen con los altos mandos de la Kripo y los convenzan de que la única manera de mitigar los daños colaterales es sentar las bases de un entendimiento entre los oficiales del régimen y las familias que están operando en el país. Estoy seguro de que las autoridades estarían dispuestas a hablar con nosotros para establecer un comité de vigilancia que nos permita funcionar de común acuerdo.”
Ritter no recordaba si había sido él o Ludwig Meyer el que sacó a relucir el tema, pero Galeotti respondió con la misma firmeza con que había expuesto su caso.
“¿A cambio de qué? Magnífica pregunta. Es más: me atrevería a decir que no sólo es una pregunta magnífica sino que es la pregunta crucial.”
Galeotti se inclinó sobre la mesa.
“Dinero —dijo— Toneladas de marcos, libras y dólares que serían entregados con puntualidad a los mandos de las tres corporaciones. Yo me comprometo a garantizar con mi vida que el pacto será respetado en forma escrupulosa. También me comprometo a mandarles señales de humo a los jefes de las otras familias para que vean los beneficios de la iniciativa y acepten reunirse con nosotros en el sitio y fecha que ustedes dispongan. ¿Tenemos un principio de acuerdo?”
Ludwig Meyer, que había oído a Galeotti con el ceño fruncido, se aclaró la garganta.
“Le agradezco mucho, señor Galeotti…”
“Vittorio, Ludwig, te lo ruego.”
“Le agradezco mucho, señor Galeotti, que nos haya invitado a cenar, pero no puedo ofrecerle que vamos a hablar con el subdirector de la Kripo para transmitirle su recado. Sería tanto como exponernos a que nos degraden en el acto y nos sometan a una indagación que podría llevarnos a la cárcel por una cadena de infracciones que empezamos a cometer en el instante en que nos reunimos con usted.”
“Ludwig —dijo Ritter— no es el momento de responder con un cubetazo de agua helada la oferta generosa que nos ha hecho Vittorio. Tenemos que ver todos los ángulos y analizar con detenimiento los pros y los contras de la situación.”
“No hay pros y contras —dijo Ludwig Meyer— se trata, en suma, de poner a los órganos de seguridad de Alemania al servicio de la delincuencia. Una cena exquisita, señor Galeotti, pero no me parece adecuado que volvamos a reunirnos.”
“Vittorio —dijo Ritter— no te ofendas. Es un asunto espinoso y como acaba de decir Ludwig nos has colocado en una posición difícil. Tenemos que pensarlo.”
Galeotti los miró con una expresión risueña.
“No podemos dejar que la cena se convierta en una fuente de discordias. Se trata de encontrar un término medio que nos permita desarrollar nuestros oficios respectivos en una atmósfera de racionalidad. No vamos a ganar nada si seguimos haciendo la guerra cada uno por su lado.”
“Usted lo ha dicho —respondió Ludwig Meyer— nuestros oficios respectivos.”
“Ludwig —dijo Ritter— lo hablamos después. Lo más importante es examinar la oferta. No sabemos lo que nos va a responder el subdirector de la Kripo. Tenemos que discutirlo con él.”
“No hay necesidad de precipitarse —dijo Galeotti— Analicen el problema y volvemos a reunirnos cuando tengan un punto de vista definitivo.”
“Un millón de gracias —dijo Ritter— Vamos a reflexionar en lo que se ha hablado y te daremos nuestra respuesta en un tiempo breve.”
Ya estaban por abandonar el reservado cuando Galeotti abrió un armario de caoba y les entregó dos estuches de Cartier. Los relojes, que eran de oro, llevaban una fecha inscrita en el reverso de la carátula.
“Febrero 15 de 1936 —dijo Galeotti— No es un regalo. Es un testimonio de buena voluntad. Si aceptan mi oferta se convertirá en un símbolo del encuentro más fructífero que hayan tenido nunca los oficiales de la Kripo y la familia Galeotti, lo que, a su tiempo, podría hacerse extensivo al resto de las familias.”
“Muy amable —dijo Ludwig Meyer— pero no puedo aceptarlo.”
Ritter se guardó los estuches y le dio un abrazo a Galeotti, un gesto que Ludwig Meyer observó con frialdad y Galeotti correspondió de la manera más efusiva.
“Ha sido un honor —les dijo— sea cual sea la respuesta de las autoridades pueden contar conmigo. Adversarios o aliados, lo fundamental es que la reunión de hoy quede como un ejemplo del espíritu de concordia de tres hombres honorables.”
No habían salido de La Góndola Azul cuando Ritter y Ludwig Meyer se enredaron en una discusión tormentosa.
“No podemos ponernos en manos de una banda de forajidos y seguir fingiendo que somos policías.”
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