Manuel Echeverría - Las puertas del infierno

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Berlín, 1938. Meses antes de la invasión de Checoslovaquia y Polonia por el ejército de Hitler, que marcaría el inicio de la Segunda Gran Guerra, Bruno Meyer, un brillante estudiante de Derecho, se ve obligado a abandonar las aulas universitarias tras el asesinato de su padre. En busca de los medios para mantener a su familia, Bruno ingresa a la Kripo, la policía criminal de Alemania. En la corrupta institución se enfrentará al laberinto de infamias, engaños y traiciones en que se ha convertido el Tercer Reich: un lodazal de muerte, venganza, avaricia y ambición sin límites, en el que hasta el más virtuoso verá puestos a prueba su honor y convicciones. En los entresijos de la decadencia habrá un resquicio para el amor y la esperanza; ¿serán suficientes para conservar firme la integridad moral de Bruno?El autor de
El abogado del Kremlin y
El amante judío visita ahora el imperio alemán en los albores de una guerra que asolará Europa, y nos entrega una novela poderosa sobre las más altas cimas de la virtud humana y los más bajos sótanos de la inmundicia terrenal.

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“¿Accedió?” preguntó Meyer.

“Accedió, excepto por lo que se refería al maldito reloj. Es una cuestión de principio, me dijo, una forma de demostrarle que no estoy de acuerdo con sus métodos de trabajo ni su filosofía de la vida.”

Galeotti los recibió al día siguiente en su oficina, que estaba decorada con un gusto exquisito: muebles ingleses, alfombras persas y una galería de cuadros en los que destacaban dos marinas de Turner y un desnudo de Renoir.

Galeotti llamó a uno de sus gondoleros y le ordenó que les sirviera una ronda de vodka.

“No sabemos lo que va a ocurrir de aquí en adelante, pero me dio una alegría inmensa saber que tenían urgencia de hablar conmigo. ¿Algún progreso?”

“Fue entonces —dijo Ritter— cuando le informé que el general Scheller estaba furioso por la forma en que estaba escalando la violencia y que no tenía ninguna duda de que él era el responsable de lo que estaba sucediendo.”

Galeotti reaccionó con su ecuanimidad habitual.

“No soy yo, somos todos. Antonescu, O’Banion, Leclerc. ¿No les advertí que la situación se estaba agravando y que era imperativo que nos reuniéramos para celebrar un pacto de respeto y auxilio recíproco? Supongo que el subdirector se enteró de mi propuesta.”

Ritter arrugó las cejas.

“¿Qué le iba a decir? ¿Que Scheller había estallado como un volcán y que estábamos con un pie en la calle y otro en la cárcel por el simple hecho de habernos reunido con él en la Góndola Azul?”

“Hubiera sido lo más apropiado.”

“No lo hice yo, lo hizo tu padre, que no sólo se comportó como un témpano sino que en todas las ocasiones que pudo se estiró la manga del saco para demostrarle que no se había puesto el Cartier. Yo hice lo contrario, extendí la mano para alzar el vaso de vodka o para encender un cigarro y mandarle un mensaje de buena voluntad.”

Galeotti, que tenía olfato de hiena, advirtió todo: la gelidez de Ludwig Meyer, los esfuerzos patéticos de Ritter, la tempestad que se había desatado en la Kripo desde el momento en que le envió a Scheller la propuesta del armisticio.

“Si ustedes me permiten —sonrió Galeotti— les voy a hacer una predicción. El general Scheller va a hablar con el director de la Kripo y luego va a hablar con los subdirectores de la Gestapo y las SS, y cuando pase un tiempo razonable los llamará para autorizarlos a que sigan parlamentando conmigo.”

Ludwig Meyer lo miró con desconcierto.

“¿Por qué lo dice?”

“Porque Scheller necesita envolverse en un manto de dignidad antes de reconocer que se está muriendo por firmar el pacto. ¿Le hablaron del dinero?”

“Por supuesto” dijo Ritter.

“En ese caso no tengo ninguna duda. Si estuviera equivocado no sólo no les hubiera ordenado que vinieran a hablar conmigo sino que nos hubiera mandado detener la semana pasada. El acuerdo está avanzando a toda marcha, aunque ustedes no lo crean.”

Galeotti encendió un Montecristo.

“Lo malo, señores, es que mientras el general Scheller y sus colegas le dan largas al asunto para mantener intacta su fachada de hombres honorables, las familias de Berlín van a seguir atacando mis negocios con la misma saña con que yo voy a seguir atacando los suyos y los daños colaterales se van a multiplicar en forma geométrica. Los jefes de las otras familias no saben nada y no estaré en posibilidad de hablar con ellos hasta que las autoridades le den el visto bueno a la firma del acuerdo.”

“¿Y qué pasó?” dijo Meyer.

“Todo sucedió como lo había profetizado Galeotti, pero tomó más tiempo de lo que hubiera sido prudente.”

Scheller acabó por hablar con los jefes de la Kripo, las SS y la Gestapo y unas semanas después se organizó una reunión en el Hotel Bristol de la que no se supo nada hasta la mañana en que Ludwig Meyer y Hugo Ritter fueron llamados a las oficinas del subdirector general.

“Contra lo que habíamos pensado, Scheller nos recibió en un tono de normalidad absoluta y nos dijo que la negociación con Galeotti había empezado a tomar forma el lunes anterior.”

“¿Trató de justificarse?”

“En ningún momento. Se limitó a ordenarnos que siguiéramos adelante con los asuntos de la bitácora y que no aflojáramos la presión hasta que se hubiera llegado a un acuerdo definitivo.”

“¿A que se refería?”

“A lo que teníamos que hacer mientras ellos dialogaban con Galeotti. Perseguir a las mafias y evitar que siguieran reinando en los albañales, lo que era una tarea imposible, porque el resto de las familias no estaban enteradas de que Galeotti había empezado a hablar con las autoridades y se seguían manejando como una manada de elefantes.”

“Me imagino —dijo Meyer— que Galeotti…”

“Exacto. Galeotti estaba feliz, pero también estaba inquieto porque las otras familias habían recibido sus mensajes con recelo y se negaron a acudir al Bristol alegando que les estaba tendiendo una trampa.”

Ritter tomó un sorbo de vino.

“Unos días después se logró lo que parecía imposible y a mediados del mes siguiente se celebró una reunión plenaria en un salón privado del Bristol a la que acudieron las cabezas de las cuatro familias y los jefes de la policía. Galeotti nos invitó a cenar otra vez en la Góndola Azul y nos puso al corriente de la forma espléndida en que estaba avanzando todo. A su juicio, Bruno, tu padre y yo éramos las piedras angulares de un acuerdo histórico y estaba seguro de que, con el paso del tiempo, nos íbamos a sentir orgullosos del papel que habíamos desempeñado.”

Ritter soltó una nube de humo.

“Sólo quedaba por resolver el renglón más peliagudo.”

“¿Cuál?”

“Te lo digo en un segundo. ¿Nos tomamos un coñac?”

Las negociaciones del Bristol se desarrollaron como una seda. Scheller, que era un prusiano cosmopolita y vivaz, se manejó con una urbanidad irreprochable, lo mismo que Hoffmann y Kasper, que no dejaron ver el desprecio que sentían por los jefes del crimen organizado y se comportaron como si los conocieran de toda la vida.

“Galeotti, que me llamaba con frecuencia, me dijo que Scheller era un mentecato, que Hoffmann se daba más ínfulas que un príncipe austriaco y que Kasper llevaba las palabras depravado sexual escritas en la frente, pero que la ambición de hacerse millonarios los forzó a conducirse con un mínimo de educación y respeto.”

Meyer se imaginó las sonrisas, los puros, el tintineo de las copas.

“Durante los días más críticos de la negociación se acordó un cese provisional de las hostilidades y las ciudades de Alemania empezaron a vivir en un estado de calma relativa mientras los reyes del crimen y los lacayos de Hitler arreglaban el mundo alrededor de una mesa llena de caviar y champaña.”

Ritter tomó un sorbo de coñac.

“Lo malo es que mientras las pláticas llegaban a su fin las familias seguían expuestas al acoso de las bandas libres, los turcos, rusos y chinos que también querían su tajada y no sabían media palabra del conciliábulo que se estaba desarrollando en los salones del Bristol.”

Galeotti, que era de los más afectados, dijo que había llegado el momento en que las autoridades pusieran manos a la obra y los protegieran de los piratas sin licencia, pero Scheller respondió que no podían intervenir porque, en resumidas cuentas, todavía no se había resuelto lo principal.

“Era cierto, faltaba determinar los montos que recibirían las autoridades para ofrecer protección a las familias y sobre todo, como te dije hace un rato, el renglón más peliagudo.”

Ritter lo miró con melancolía.

“Te voy a contar algo muy doloroso y no sería conveniente que me dejaras bebiendo solo. No has tocado el puto coñac.”

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