“Al revés —dijo Ritter— no podemos seguir persiguiendo a las sabandijas y dejar que los delincuentes de capa de armiño se adueñen de las calles de Alemania. Tenemos que hablar con Scheller y transmitirle el mensaje de Galeotti.”
“¿Sabes lo que valen los relojes?”
“Una fortuna”
“¿Por qué los aceptaste?”
“Porque hubiera sido una falta de educación rechazarlos y no voy a permitir que un hombre como Galeotti nos haga ver como dos palafreneros. Agarra el reloj y deja de jugar al monje franciscano. No te queda.”
“Primero muerto.”
Durante la siguiente semana apenas se dirigieron la palabra, hasta el viernes en que Ritter invitó a comer a Ludwig Meyer para firmar una tregua.
“Hubiera preferido hacerlo contigo, pero no me dejaste más opción que hablar con Scheller para transmitirle el mensaje de Galeotti.”
Estaban en el Sturm und Drang, una taberna que solían frecuentar los oficinistas del Ministerio de Justicia y donde servían el mejor gebratene de Berlín.
“No te voy a perdonar. Estabas obligado a acompañarme y enfrentar la situación con el mismo espíritu de fraternidad con que hemos enfrentado lo demás.”
Ludwig Meyer se quedó perplejo.
“Te dije mil veces que era una estupidez que hablaras con Scheller. ¿Cómo reaccionó?”
“Se puso lívido, arrojó un cenicero contra la pared y me dijo que llevaba en el pecho una lista de los traidores que lo rodeaban en la Kripo y que a partir de esa mañana yo ocupaba el lugar más distinguido.”
“¿Le informaste que yo había ido a la cena?”
“No fue necesario. Me imagino, dijo Scheller, que tu compañero y amigo no es ajeno a esta maquinación. ¿Por qué no vino a dar la cara? Porque no está de acuerdo, le respondí. Y me temo que se va a poner furioso cuando se entere de que le pedí una audiencia para transmitirle el mensaje de Galeotti.”
Jürgen Scheller había empezado como policía de banqueta en una sección olvidada de la comandancia de Magdeburgo y fue avanzando en la jerarquía escarpada de los rangos intermedios hasta el principio de la guerra, donde combatió como un león bajo el mando del general Von Mackensen en las trincheras de Serbia. Era un hombre macizo, de cincuenta años y se había hecho famoso por su afición a los caballos y su éxito con las mujeres.
“¿Qué te dijo Ludwig?”
“Lo mismo que usted —respondió Ritter— pero yo tenía la obligación de informarle y no he tenido más remedio que hacerlo.”
“¿Te das cuenta —gritó Scheller— de lo que va a suceder? Galeotti va a esperar mi respuesta unos días y si no sabe nada va a extremar sus guerras con las otras mafias para presionar a la Kripo y obligarnos a aceptar el arreglo. ¿Qué les dio? ¿Antipasto, vino y espagueti? Hijo de puta, hace años que debería estar encerrado en Plötzensee.”
“Fue una imprudencia —dijo Ritter— y quiero eximir a Ludwig de la culpa que pudiera corresponderle.”
Ludwig Meyer lo miró a los ojos.
“¿Qué te respondió?”
“Que el daño ya estaba hecho y yo no era quien para eximir a nadie.”
“Te lo advertí. Acabas de arruinar nuestras carreras.”
Ritter se acabó el gebratene y pidió unas copas de brandy.
“La entrevista siguió en el mismo tono hasta que Scheller me preguntó si le estaba ocultando algo. ¿Señor? le contesté.”
“Que si me estás ocultando algo.”
“Así es. Pero en vista de la reacción de usted me da miedo decírselo.”
“Dímelo.”
“Galeotti, señor, nos ofreció un porcentaje sustancial de sus ganancias y las ganancias de las otras familias si la Kripo, la Gestapo y las SS aceptaban ayudarlos a operar en forma ordenada y pacífica. Cientos de miles al mes, millones al año.”
El Tiergarten se había quedado vacío y Meyer echó de menos las voces y las risas de los niños y los oficinistas que habían ido desapareciendo mientras Ritter le hablaba de los conflictos que se desataron a partir de la noche en que cenaron con Galeotti.
“Hay una cosa que no entiendo…”
“Calma, Bruno. Te prometo que hoy mismo lo vas a entender todo. ¿Te gustaría comer en el Sturm und Drang?”
7
Habían llegado al restorán en la hora de más ajetreo y Ritter llamó a un mesero para decirle que desocupara la mesa que se encontraba en el fondo del salón, que era la misma donde había comido con Ludwig Meyer dos años antes.
“Usted disculpe, capitán. La mesa la reservaron desde antier los secretarios del magistrado Köhler.”
“Me importa un coño. Desocupa la mesa. ¿Qué estás esperando?”
Meyer hizo un intento por mitigar la violencia de la situación.
“Hay una mesa en aquel rincón y otra a un lado de la barra. Da lo mismo.”
“De ninguna manera. Te voy a hablar de una cosa muy grave y tiene que ser en el mismo lugar donde comí con tu padre. Rápido, Bastian. Los mueves tú o los muevo yo.”
Meyer observó con irritación las caravanas y las sonrisas con que el mesero desalojó a los tres funcionarios del Ministerio de Justicia y en el momento en que tomaron la mesa se dio cuenta de que Ritter había decidido convertir el trámite simple de una comida en horas de trabajo en un rito solemne. Lo obligó a que se sentara en el lugar que había ocupado su padre y luego llamó al mesero y le dio instrucciones de que les llevara lo mismo que habían comido la tarde en que firmaron la tregua: sopa de alcachofa, gebratene y una botella de Dornfelder.
“Durante un par de semanas —dijo Ritter— seguimos trabajando como si no hubiera ocurrido nada, pero tu padre aprovechaba cualquier pretexto para leer el futuro en una bola de cristal.”
Tenía la certeza de que Scheller estaba hundido en un dilema y que en algún momento iba a hablar con Arthur Nebe, director de la Kripo, para decirle que sus detectives favoritos habían cometido el error imperdonable de sentarse a compartir el Chianti y el espagueti con una de las alimañas más ponzoñosas de Berlín. Tenía pavor de que los sometieran a un castigo ejemplar y que sus años de servicio en la Kripo terminaran de la manera más oprobiosa, al grado que no sólo iban a perder todo sino que nadie querría darles trabajo.
“Lo peor de todo, Bruno, fue que los temores de Scheller se materializaron al cabo de unas semanas. Los enfrentamientos de las mafias se multiplicaron a un ritmo inusitado y lo que Galeotti había llamado ‘daños colaterales’ aumentaron en forma dramática. Bombas, balaceras, golpes de mano.”
Ritter bebió un sorbo de Dornfelder.
“Scheller se puso frenético y nos dio veinticuatro horas para remediar el desastre. Hablen con el jodido italiano y díganle que la Kripo está dispuesta a tomar las medidas más severas contra él y su familia.”
“No entiendo —dijo Meyer— ¿Por qué no mandó a un grupo de agentes para que detuvieran a los integrantes de las cuatro mafias?”
“Porque la voluntad de Dios es inescrutable y la de los jerarcas nazis también. ¿Me permites continuar?”
Una pausa.
“Galeotti se quedó esperando hasta la mañana en que le hablé por teléfono para decirle que teníamos urgencia de hablar con él.”
Ludwig Meyer se negó a acudir a la reunión, porque le causaba repugnancia sentarse a parlamentar con un hombre que se ganaba la vida facilitando abortos y vendiendo morfina y heroína.
“Lo arreglas tú y me dejas al margen de todo.”
“¿Estás loco? —le respondió Ritter— La primera vez lo hicimos sin consultar con nadie, pero en esta ocasión tenemos órdenes estrictas del general Scheller y eso nos coloca por encima de toda sospecha. No sólo vas a ir, Ludwig, sino que estás obligado a manejarte como un caballero, igual que lo ha hecho Galeotti. Y no te olvides de ponerte el Cartier que nos regaló.”
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